LA TRADICIÓN Y EL ‘TRADICIONALISMO’

(Conferencia dictada en Buenos Aires el pasado 17/6/1996 en ocasión de presentarse la versión castellana de la obra de Julius Evola, "El Arco y la Clava)

Julius Evola, El Arco Y La Clava. | MercadoLibre

 

A) EL ARCO
La obra El Arco y la Clava representa el último trabajo escrito por Julius Evola antes de su autobiografía espiritual, El camino del cinabrio. La misma es una recopilación de una serie de artículos y conferencias dadas por el autor en diferentes oportunidades, pero todas ellas conservan una coherencia ejemplar. Digamos además que El arco y la clava fue una columna especial que salía en la revista La Torre, una publicación que sacara E. en la época del fascismo y que durara muy poco tiempo debido a los ataques que desarrollaba en contra de determinadas figuras del régimen. Tanto aquella columna como el título de esta obra resaltan la personalidad polémica y combativa de E., tratándose propiamente de un kshatriya o guerrero, para el cual las ideas se formulan y plasman en un combate, en una lucha en contra de los errores y falsificaciones, así como contra las verdades a medias. Y el guerrero tiene dos armas diferentes de acuerdo a la distancia en que se encuentre el enemigo. El arco, para abatir al que se encuentra lejos, y la clava, en cambio, dirigida hacia el que está cerca, muchas veces al lado nuestro, pero sin que nos demos siempre cuenta.
Lejos, muy lejos, desde el punto de vista de los principios, se encuentra el principal enemigo de Evola, que es el mundo moderno, y los dardos van dirigidos hacia distintas manifestaciones suyas, en especial en estos tiempos últimos que son de disolución. Así pues es como vemos desfilar por esta obra capítulos tales como La raza del hombre fugaz, en la cual nos explica un fenómeno de nuestros tiempos, y que él viviera muy de cerca, tras el finalizar de la guerra, cual es la falta de carácter, de columna vertebral, en las personas, la facilidad como en Italia, por ejemplo, la mayoría de la población pasó con rapidez acomodaticia de un bando al otro. Luego tenemos también El gusto por lo vulgar que se manifiesta en una actitud enfermiza por querer ensuciarlo todo, por ensalzar lo feo, por hablar, vestirse mal, tener modales desgarbados, gritar, asumir los modales de la feria, del hombre de la calle, y ello se lo ve también en la música con los cantantes gritones, etc. Los ejemplos aquí se multiplican, pero todos ellos van referidos a un solo problema en última instancia, cual es la influencia de la democracia en el hombre moderno, la cual, más que ser una concepción de la política o una forma de gobierno es una verdadera y propia forma de vida. Pero más aun, E. nos hace notar cómo dicha forma de vida tiene toda la capacidad potencial, y hoy en día lo vemos claramente, de formar en muy corto tiempo a un tipo de hombre distinto del conocido habitualmente. Es el hombre del crepúsculo, el "último hombre" del cual hablara Nietzsche. Un hombre cuya característica esencial es la de haber perdido todo contacto con lo real, de haber subvertido primero y luego invertido el orden normal de las cosas.
Donde quizás se note el signo mayor de esta decadencia en todos los aspectos, tanto los referidos a los objetivos que abarca el arco, como a los de la clava, es cuando el autor se refiere al fenómeno que ha acontecido con el lenguaje, en su capítulo titulado: La distorsión de las palabras. La característica esencial de la modernidad consiste en la degradación o nivelación de la realidad al plano de lo simplemente humano. Pero, como bien dijeran Los Dióscuros el hombre en sí mismo no es nada, es una pura proyección hacia dos polos antagónicos y opuestos, o ser un dios o una bestia degradada. El hombre que se aparta de lo que es superior no se queda afincado en sí mismo, sino que termina descendiendo hacia el grado más bajo de la realidad. Tenemos así cómo respecto del lenguaje que éste pasa de la manifestación de lo que es el ser a la de lo que acontece en el seno de un determinado ente singular cual es el hombre y finalmente por tal camino se arriba a la distorsión del significado de las palabras. Se hace notar aquí cómo, siendo de acuerdo a la tradición metafísica el origen de la realidad (la cual es la única verdad) justamente la palabra, pues es a través de la palabra que el Creador ordena el cosmos (En un principio era el verbo), las cosas fueron ordenadas y a cada una de ellas, al dársele la palabra adecuada, es decir, aquella que permite la alusión identificatoria de la cosa, se dio también la clave para permitir elevarse hasta la esencia o significado de lo que la misma denotaba. Porque así como la imagen es la representación sensible de un objeto, la palabra (que si es interior es idea y si es verbal es discurso, pero se trata siempre de algo pensado) es su representación inteligible. Clásicamente hablar no era como ahora un mero medio de comunicarse, de hacer saber al otro lo que uno piensa o quiere, de hacerse notar, de ponerse constantemente en relieve, hacer saber a los demás que uno está presente, de divulgar los propios estados de ánimo, las angustias y alegrías que se tiene adentro de uno mismo y que habitualmente era lo que se trataba siempre de no comunicar para no interferir en el otro en la contemplación objetiva del ser, ya que eran justamente distracciones del conocimiento de la esencia, sino que era el medio a través del cual se evocaba la esencia de las cosas, se las hacía comprensibles en su inteligibilidad, se permitía captar su sentido más profundo, aquel que estaba por detrás de la mera apariencia sensible. El habla, así como el ojo es el instrumento del cuerpo que nos permite captar lo sensible de la cosa, a través de la palabra, era el medio que tenía la razón para aprehender la esencia universal subyacente detrás de lo sensible. El Creador era pues aquel que, a partir del caos originario, unificaba al todo en un orden vinculado a un principio superior. La palabra que une a diferentes objetos singulares es un acto de creación propiamente dicho. Y si la palabra ordena el caos en cosmos, unifica lo que es múltiple, siendo su origen divino, la deformación del lenguaje, cuando éste se convierte en mero medio o instrumento de comunicación, es el fundamento del caos y del desorden de todo el universo, de la gran decadencia. No casualmente en la Biblia se habla de Babel como del comienzo de la confusión, producida primero en el lenguaje, cuando éste pasó de ser medio de expresión a mero medio de comunicación, a través del cual no era que las personas usaban las palabras para evocar al ser, hacerlo presente y evidente, sino para expresarse y ponerse de relieve a sí mismas, y por eso las lenguas se hacen múltiples en forma ilimitada. La palabra, el verbo originario, es una realidad revelada, el uso de la palabra en la modernidad en cambio es inventivo, instrumental, producto del ingenio, en el mal sentido del término, como significando el deseo exasperado por ser originales, vistosos, llamar la atención, más que de la contemplación del ser. El hombre moderno utiliza el lenguaje más que para expresar y evocar al ser, para manifestarse o "comunicar" a sí mismo y, en dicha comunicación, se encuentra la puesta de relieve de la propia singularidad. El hablar oscuro y confuso ex profeso, como en muchas expresiones del arte abstracto, representa para algunos ambientes un signo de profundidad. Tal como dijera Nietszche: "se trata de oscurecer las aguas para hacerlas más profundas". De allí el uso histriónico y pedante del lenguaje; las lenguas modernas han colmado el diccionario con múltiples términos para decir lo mismo, del mismo modo que, por oposición a ello, han empobrecido alarmantemente la sintaxis en tanto que ésta nos vincula con las modalidades y estructuras propias del ser, en toda la riqueza múltiple de sus situaciones. En los países europeos especialmente asistimos a permanentes modificaciones del lenguaje en donde cada uno introduce nuevos términos para resaltarse a sí mismo. Y ello acontece así porque el moderno actúa ante el lenguaje como si se tratara de un conjunto de signos arbitrarios. En tanto que puestos allí por un mero capricho humano, una cosa podría tener un nombre intercambiable y múltiple. Y como el ser originales, llamar mucho la atención, hacerse notar, es lo propio de una sociedad degradada individualista y moderna, se trata aquí de ahondar en tal uso arbitrario del lenguaje, introduciendo modismos extranjeros, caotizándolo hasta arribar el momento en que se haga incomprensible. La palabra pues, más que ser para el moderno un testimonio del ser en la dimensión más profunda de su significado, es un medio para que el sujeto, el mero individuo, se ponga de relieve a sí mismo. De allí que el inicio de la decadencia pase justamente por la deformación del lenguaje, de modo tal que la palabra no sólo deja paulatinamente de tener su sentido originario, sino incluso el que se le contrapone, pasa a ser así su opuesto exacto. Uno de los índices principales de que nos hallamos en un momento de disolución se encuentra en el hecho de que se ha subvertido totalmente el significado originario de las palabras en su opuesto exacto. El hombre actual se considera libre subvirtiendo el orden de las cosas. Es como si se planteara que ser fiel al significado originario de la palabra implicara un signo de sumisión, una pérdida de la libertad. Vale aquí pues la diferencia ofrecida nuevamente por Nietzsche entre la libertad de y la libertad para. Se ha pasado así en el lenguaje de la función contemplativa a la inventiva. Y ésta es una de las características esenciales de la modernidad. Así como el técnico hoy tiene primacía con respecto al filósofo o al metafísico, en las lenguas modernas la función inventiva tiene primacía sobre la contemplativa. Y ha sido así que a partir de este uso licencioso del lenguaje se ha terminado distorsionando el significado de las palabras por lo cual el moderno hoy ignora rotundamente lo que significan verdaderamente las cosas esenciales. Evola esboza aquí, a manera ejemplificativa, una lista de palabras fundamentales que han perdido su significado en la lengua italiana con respecto al latín del que derivan, pasando a tener no sólo un sentido diferente, sino incluso uno opuesto e invertido. Por ejemplo virtuoso que significaba principalmente fuerza, virilidad, hoy es en cambio reducido al terreno puramente moral y casi como sinónimo de estupidez. Trabajo que clásicamente fue considerado como castigo, oscura necesidad, acción determinada por el dinero y quienes lo cumplían pertenecían a la categoría de esclavos en tanto eran seres que lo único de lo cual eran capaces de hacer era trabajar, hoy es por el contrario sinónimo de la actividad más elevada de todas, y no hay una sola ocupación que si quiere destacarse no sea categorizada como trabajo. Mientras que su contrario, el ocio, es equiparado a no hacer nada, cuando se trataba antiguamente de la más digna y elevada de todas las actividades.
Pero todo esto sería tema de otra conferencia ya que, justamente a partir de esta deformación del sentido de las cosas y principalmente de los significados, es que queremos remitirnos al otro término de combate: la clava.
B) LA CLAVA
La clava, decíamos es el instrumento de lucha dirigido contra el enemigo que está cerca. Es decir, junto a las críticas dirigidas hacia la modernidad, tenemos también las que se remiten hacia aquellos sectores que, si bien se sitúan en una postura de descalificación respecto de la misma, sin embargo dicha actitud negatoria es tan sólo a medias, de modo tal que muchas veces termina indirectamente favoreciendo al mismo enemigo que dice combatir. Se trata pues de sectores que suelen utilizar una terminología común, parecen apuntar hacia lo mismo, pero en el fondo, debido a sus carencias esenciales, sus términos medios, su rechazo tan sólo de un aspecto de la modernidad, e incluso en algunos casos de aquello que en ella, aun como un eco lejano y distorsionado, es verdadero, terminan justamente haciendo el juego al mismo enemigo al que dicen combatir. Aquí nosotros siguiendo los planteamientos de Evola podemos dividir en dos grupos a los adversarios que tenemos cerca.
Por un lado se encontrarían aquellos que la niegan partiendo de una postura derivada del nihilismo, de carácter nietzscheano principalmente. Se caracterizan todos ellas por un rasgo común cual es el de negar la metafísica, pero a similitud de Nietzsche, quien de acuerdo a lo que Evola señalara en Cabalgar el tigre, terminó sin proponérselo formulando posturas modernistas, de la misma manera éstos, a pesar de renegar de los valores de la modernidad, lo terminan haciendo desde posturas pertenecientes a la misma modernidad. Este sector se caracteriza a sí mismo como pagano, rechaza la metafísica como una herencia platónico-cristiana en nuestra cultura, pero en un sentido peculiar, el que Evola calificara como el caricaturesco que había pintado la antigua apologética cristiana. Éstos serían los que podemos calificar como los relativistas, es decir, critican a lo moderno en tanto éste se ha erigido en una categoría absoluta, pero negando a su vez la existencia de todo valor absoluto y metafísico, olvidando así que ésa fue justamente una de las características esenciales de la modernidad en sus orígenes, la de haber negado, a través de la ironía, todas las convenciones del antiguo régimen. Esta corriente se divide en dos vertientes que hoy podrían estar referidas al neopaganismo, una la nazi biológica (Rosemberg) o también nacional comunista (Dugin), de carácter totalitario (de esta última ya hablamos en una anterior conferencia) (1) y otra más bienliberal y democrática, el de la Nueva Derecha (Alain de Bénoist). Las mismas, a pesar de sostener posturas discrepantes en múltiples aspectos, se caracterizan por tener en común el hecho de negar la metafísica. Por ejemplo la Nueva Derecha no rechaza varias de las categorías esenciales de la modernidad, no niega la democracia, no se contrapone al demonismo tecnológico hoy impuesto en el mundo, tan sólo rechaza una parte de la misma, cual es el mundialismo y la globalización, compartiendo con la modernidad el relativismo cultural y el nominalismo gnoseológico. El nazismo biológico no rechaza una de las características esenciales de lo moderno cual es el determinismo, en este caso el constituido por la raza, comprendida en su factor preeminentemente biológico. Del nacional comunismo hemos hablado en la pasada conferencia dedicada a refutarlo a su máximo inspirador A. Dugin, el cual como viéramos resaltaba los valores de uno de los movimientos más crudamente modernos cual es el comunismo. De estas últimas posturas pensamos hablar en futuras conferencias, ya que cada una de ellas merecería una exposición detallada y no tenemos tiempo de hacerlo aquí.
La segunda vertiente es la que en cambio, si bien se contrapone a la modernidad desde el punto de vista del reconocimiento de una realidad trascendente, es decir que acepta que una de las características esenciales de lo moderno es el rechazo por una esfera superior o metafísica (aunque no lo formule siempre con estos términos), sin embargo cae víctima de ciertas limitaciones propias también de la modernidad al reducir la metafísica que es un saber universal, a una forma particular e histórica determinada. En un primer caso por tener una visión sectaria y escolástica de la metafísica, aceptando un solo camino posible, cual el emprendido por un autor determinado, en este caso René Guénon, atormentándose por la mera idea de desviarse en una coma de lo dicho o manifestado por el mismo. Es lo que Evola califica como la escolástica guénoniana. Y aquí nos hace ver que dicho grupo no comprende que de lo que se trata en el campo de la Tradición es superar todos los límites singulares, aun los mismos que tuvieran lo grandes maestros. Guénon fue sin duda un maestro de la metafísica, como también lo fue Evola, pero los mismos, juntamente a su mensaje, han tenido y exteriorizado también una determinada ecuación personal, un cierto límite proporcionado por su propia personalidad, la que, en tanto se trataba de seres humanos, debía tener muchas imperfecciones o de aquello que los psicólogos llaman racionalizaciones, las que debían ser justamente superadas, corriéndose el riesgo, en caso de no hacérselo, de congelar y volver estéril a una doctrina. En este caso lo metafísico quedaba relativizado en el contexto de un mensaje personal.
Pero el otro inconveniente o desvío, lamentablemente más usual y especialmente en este medio, consiste en confundir el plano metafísico que es un saber universal y absoluto, con el religioso, y más específicamente con una determinada forma religiosa o histórica que por el contrario es una expresión particular y relativa. De la misma manera que a nivel político dicho sector confunde la nación con la tradición, lo cual como veremos son realidades sustancialmente distintas. Teniéndose así con todo esto otra forma de relativismo. Y ésta es la vía del exoterismo, la que especificamos aquí a través del güelfismo integrista en sus diferentes vertientes, pero que en nuestro país podemos englobar en dos manifestaciones pertenecientes al ámbito político y al religioso: una el nacionalismo católico y otra ciertotradicionalismo (tipo TFP o lefevrismo). Es a esta vertiente a la que, por razones de tiempo y espacio, nos referiremos ahora, principalmente porque nos resulta sumamente necesario separar aguas, ya que tanto tradicionalismo como nacionalismo han sido términos usados por nosotros para referirnos a nuestra publicaciónEl Fortín, puesto que, aclaremos desde ahora, nos ha resultado sumamente difícil dar un nombre a una corriente de pensamiento antimoderna en su sentido más pleno y cabal, pero no por ello sectaria, convencional y conformista, como sucede con las expresiones conocidas antes mencionadas, es decir que al mismo tiempo se distinga del caduco nacionalismo católico (de revistas como Cabildo y Cía), así como de cierto tradicionalismo de estilo lefevrista o de TFP, los que, como enseguida veremos, se basan todos en ciertos puntos comunes. Agreguemos además que, en razón de sus sucesivos fracasos, ambos términos resultan difíciles de digerir.
En relación al primero, digamos que ya la elección de la palabra nacionalista conlleva una inmensa limitación, pues el nacionalismo ha sido una de las corrientes relativistas propias de la subversión moderna, disolutoria del Imperio tradicional y sacro, habiendo sido su época de apogeo justamente con la Revolución Francesa y fue el nacionalismo uno de los principales caballitos de batalla de su sector más radical, el jacobinismo, convirtiéndose en fuente de innumerables demagogias. Cuando nosotros en algún momento aceptamos llamarnos nacionalistas, fue en gran medida por una razón de circunstancia. Ante la invasión e infatuación democrática hoy reinante, el distingo que hacía el nacionalismo entre nación histórica y pueblo actual, democrático y votante, era para nosotros un punto de partida válido, pero nada más que un punto de partida, haciéndolo siempre con ciertas limitaciones. Cuando nos remitimos a la nación, la misma no nos resultó nunca un fin en sí mismo, lejos estábamos del fichteano "lo alemán es lo verdadero y justo", el que traducido a nuestra circunstancia sonaría a: "lo argentino es lo verdadero y justo", sino que sólo nos interesaba en tanto que en su historia estuviesen contenidas ciertas manifestaciones de una Tradición (por supuesto que mezclados con otras pertenecientes a la modernidad) que para nosotros era válida no en tanto argentina, sino en tanto expresión en nuestro suelo de un principio superior al de nuestra misma historia. Es decir, nos interesábamos por nuestra nación, no como una realidad que se agotaba en sí misma, sino en tanto y en cuanto ésta podía representar un vehículo válido, en su pasado histórico, para elevarnos hacia un fin superior y trascendente a nuestra nación misma. Lo cual podía convertirnos incluso en más profundo el nacionalismo si fuese capaz de encontrar en nuestro pasado un significado sagrado y superior. Por lo tanto la valoración de la historia sólo tenía valor desde un punto de vista aristocrático, selectivo y tradicional, lejos nos encontramos siempre del populismo, o del nuestrismo, el culto por lo "nuestro", tratando así de rescatar una tradición espiritual sagrada inserta en nuestra historia, a la que vinculamos con el Santo Grial, acudiendo, en función de ello, incluso a investigaciones de campo, distinguiéndola de la mera voluntad colectiva propia de los políticos hoy en oferta. Sin embargo, junto a tal ideal selectivo de nuestra historia, se hallaba otro nacionalismo, el autodenominado católico, que confundía esa tradición espiritual con el accionar histórico de una institución particular, en este caso la Iglesia, el cual por el contrario fue disolutorio y antitradicional aun en la misma época de la Colonia. Tal nacionalismo tenía pues de la tradición un sentido limitado y sectario. Al respecto es significativa la historiografía elaborada por tal sector (en la cual, dicho sea de paso, participaron notorias figuras eclesiásticas), para el cual todo lo bueno en nuestra historia habría sido gestado por la Iglesia católica y nuestra decadencia en cambio comenzaría en el momento en que decidimos apartarnos de ella. Y en función de tal esquema es que, forzando estrepitosamente las interpretaciones, llega a cometer varios absurdos historiográficos, como por ejemplo negar que la Revolución de Mayo fue un hecho preeminentemente liberal y moderno, sino que incluso llegan a decir, imitando aquí a los falsificadores del lenguaje antes apuntados, que fue nada menos que tradicionalista. Fíjense que ya la mera palabra revolución es un término que no cuadra con el tradicionalismo. Asimismo se niegan evidencias irrebatibles, como por ejemplo el masonismo de San Martín, a pesar de ser notoria su pertenencia a la logia Lautaro y, respecto del conflicto de Rosas con los jesuitas – los cuales, según ellos, habrían sido muy mal expulsados de nuestras tierras – afirman que el mismo habría sido apenas un malentendido entre ambos. Esta historiografía apologética parte de un prejuicio que podríamos definirlo así: aquí se hace historia con el catecismo en la mano y, extrapolando a tal esfera un dogma de la propia religión, creen a pié juntilla que afuera de la Iglesia no habría salvación posible y que todo lo que no es Iglesia, y que por lo tanto no pertenece al partido de los buenos, no digamos siquiera cristianismo ni catolicismo, es poco menos que satánico y demoníaco.
Pero queremos agregar algo más: así como hemos dicho que nosotros nos hemos denominado nacionalistas tan sólo en el sentido de que en nuestra nación podíamos hallar huellas de la Tradición, de la misma manera es que decimos también que somos cristianos, no porque reputemos que sea imposible concebir otra forma religiosa que eleve al hombre hacia la dimensión metafísica, sino porque la consideramos como la nuestra, como el vehículo acorde a nuestra idiosincrasia y raza a través del cual podemos dirigirnos hacia la Tradición primordialNuestro culto no es al cristianismo, ni a alguna de sus manifestaciones, como puede haber sido la Iglesia católica, sino a lo divino y sagrado en tanto que el cristianismo lo exprese, sea a través como afuera de la Iglesia, de la misma manera que el valor otorgado a nuestra nación pasa por cuanto la misma en su historia se manifiesta como el vehículo nuestro y singular hacia tal Tradición superior. Partimos pues en nuestro nacionalismo y tradicionalismo de lo que es más que ello, es decir de lo que está por encima de una forma singular determinada. Para nosotros sea la nación como la religión son medios y no fines en sí mismos hacia algo superior a ellas cual es la Tradición.
Es por ello que nos calificamos también tradicionales; pero aquí tropezamos con un nuevo problema respecto del uso que se ha dado de tal término, pues, más allá del sentido folklórico del mismo, chocamos nuevamente con una utilización sectaria y distorsionada cual es la del tradicionalismo integrista güelfo católico, encuadrando en ello a lefevristas y a otros sectores afines. Dicho tradicionalismo parte de un axioma esencial muy semejante al del nacionalismo católico, pero referido al plano de la religión, cual es el de considerar que todo lo hecho por la Iglesia en la historia representa la verdadera tradición y por lo tanto todo lo que está afuera de ella obedece a las fuerzas antitradicionales o en el mejor de los casos preparatorias de la verdadera tradición que es la católica. A la frase extra ecclesiam nulla salus est habría que agregarle nulla traditio est. Aquí por supuesto que el tradicionalismo católico se divide en dos bandos de acuerdo al alcance que los mismos otorguen a la tradición católica. 1) Aquellos que afirman que a partir del Concilio Vaticano II se terminó con la Iglesia como fuente y representante de la Tradición y del Magisterio, y 2) los que, aun aceptando el desvío acontecido, tercamente siguen sosteniendo la frase evangélica interpretada literalmente de que "las fuerzas del infierno nunca prevalecerán sobre la iglesia", convirtiendo así a dicha institución, que es en el fondo humana, nada menos que en una hipóstasis de la Divinidad, como si se tratase del mismo Espíritu Santo y, así como Dios nunca podría equivocarse, de la misma manera sucedería con la Iglesia, por ende ni siquiera a partir del Vaticano II y de cualquier otra postura de alejamiento de dicha institución de todo principio sagrado. Este espinoso tema, que no es de toda la historia de la Iglesia, sino a partir del Concilio de Trento, en donde se estableció el dogma de la infalibilidad para contraponerse al libre examen del protestantismo, a algunos les ha traído varios dolores de cabeza. Por ejemplo los lefevristas, para salvar dicho dogma de la infalibilidad papal, han arribado a formular un curioso procedimiento de carácter burocrático. Resulta ser que el papa puede equivocarse cuando actúa como ser humano pero no como delegado de Dios en la tierra. Ahora bien, ¿cómo sabemos en cuál caso lo está haciendo como simple hombre? De acuerdo a ellos es cuando en sus declaraciones no pone la locución "ex catedra". (2) Ahora bien, como actualmente nunca la pone, entonces no se está equivocando como representante de Dios y sigue siendo siempre nuestro papa. Esto, que es un verdadero absurdo, es nada más que un ejemplo, pero sirve para poner en evidencia el uso sectario y en última instancia "humano" que se ha hecho de lo sagrado.
Pero la Tradición, con mayúscula, es una cosa mucho más vasta que un tecnicismo jurídico o que una forma religiosa particular, aun la católica, que es aquella a la que adscribimos por herencia y raza. La religión, de la misma manera que la lengua, es para nosotros el vehículo para alcanzar aquella verdad primordial y revelada de carácter metafísico. Y es sólo por tal razón que cuidarla en su pureza y originalidad metafísica es un deber insoslayable. Pero la religión no es algo que se agote en sí mismo; justamente yendo al origen mismo de la palabra, viene de religo, que es aquello que nos re-liga, es decir, nos vuelve a ligar, tras haber padecido un desvío originario, hacia algo superior. Es pues un instrumento para alcanzar el plano más alto. Así como el catolicismo no es la única religión revelada, sino que es apenas la que más y mejor se ajusta a nuestra idiosincrasia, pero aceptamos que existen otras que así también lo formulan. A partir del pecado, así como las lenguas se han diversificado y la tarea de la filología es la de hallar o aproximarnos a aquella lengua originaria que da el sentido a todas las restantes, pero la misma debe ser vivida y experimentada a partir de y profundizando la propia, de la misma manera se han hecho múltiples los mensajes religiosos, y las diferentes religiones (aquí hay que distinguir con las sectas fanáticas) son distintos caminos para hallar una vía metafísica común y originaria.Así como la Filología es la ciencia que busca el origen de las lenguas diferentes en la aproximación cada vez mayor a la lengua originaria, la Metafísica es pues la vía para hallar ese fondo originario oculto y presente al mismo tiempo en todas las grandes religiones, cual es la Tradición Primordial. Las religiones, a partir de su lenguaje propio que es el rito, son el vehículo para alcanzar ese fondo tradicional único y viviente. Por ello las religiones que han abandonado los ritos o han disminuido su importancia reduciéndolos a meras formas evocativas o convenciones, y aquí se mancomunan tanto el modernismo cristiano como el protestantismo, alejan de la Tradición. Es el rito lo propio de la religión. Una religión sin rito, o que lo ha disminuido al mínimo, es una mera moral, tal como sucede hoy en día con el modernismo cristiano y también con el de otras religiones.
Pero existe además otro peligro cual es el del ritualismo que consiste en considerar que el rito es una realidad que se agota en sí misma, que no es una acción que permite elevar, un medio para algo superior, sino que para el ritualismo el mismo rito es el fin último de la religión y de este modo lo fosiliza. Pasa lo mismo que en lo que dijéramos en relación a cierto nacionalismo. Así como antes se convertía a la nación, que es un medio, en un valor absoluto, aquí se hace del rito y de la forma religiosa singular también un valor absoluto. Lo opuesto a la Tradición es no sólo la negación de lo sagrado, a través del vaciamiento del rito y su reducción a lo moral sino también el estancamiento en una forma determinada, convirtiéndola en una realidad absoluta y en un todo en sí mismo. Por ello la Tradición en sus diferentes manifestaciones, para salvar este último peligro, ha hecho un distingo esencial entre vía esotérica y vía exotérica. Ambas vías no se rechazan, tienen que ver con el tipo de hombre al que se refieren. Un filósofo árabe, Averroes, hablaba de diferentes tipos de hombres. Existían los retóricos para los cuales era suficiente con la mera palabra o fe para convencerlos y mantenerlos unidos, pero también estaban los dialécticos que necesitaban ser convencidos a través de discursos racionales demostrativos; pero encima de todos estaban los iluminados quienes no sólo querían y podían escuchar o comprender, sino principalmente ver. Un verdadero universo tradicional y por lo tanto no democrático, exigía una división jerárquica entre estos tres tipos de hombre. Que los iluminados, místicos, santos o héroes, iluminen y conduzcan a los dialécticos y retóricos poniéndoles a todos ellos los límites adecuados. Si los iluminados se encuentran en la cúspide de las grandes religiones, ellos pueden comprenderlas como caminos múltiples y singulares para alcanzar un mismo fin superior. Por ello su conducta será la de mantenerlas a todas ellas en su más absoluta ortodoxia y especificidad y rechazar el exclusivismo religioso, el que se manifiesta en la conducta angustiante de querer convertir a todo el mundo, en la medida en que se es respetuoso de las demás, considerándoselas como maneras diferentes, correspondientes a civilizaciones distintas, para referirse y alcanzar la Divinidad.
Pero sucedió que históricamente la Iglesia combatió el esoterismo, que es la búsqueda de la unidad metafísica común entre las grandes religiones. La hoguera a la cual fueran condenados los Templarios es justamente ese intento por negar esa unidad y el comienzo de la gran intolerancia y sectarismo eclesiástico, típico hoy de los grupos integristas. Ellos en plena Cruzada habían entrado en contacto y diálogo con otro grupo iniciático de la religión opuesta, el de los Assasins, musulmán. Es decir, a través de un diálogo no renunciatario buscaban la unidad metafísica de las grandes religiones, que es la única manera de arribar a ese fondo común que es el Verbo revelado, más allá de la diversidad. La verdadera paz sólo era posible a través del diálogo y la unión entre los iniciados, a través del reconocimiento recíproco de que las verdaderas religiones son caminos diferentes para alcanzar la eternidad. Pero ello no se logra suprimiéndolas o uniéndolas de manera ficticia, sino que sean ellas mismas auténticas, al mismo tiempo que respetuosas de las restantes.
Cuando los lefevristas critican el Concilio Vaticano II lo hacen justamente en lo único correcto que el mismo formulara, aun en forma distorsionada. Ellos incurren en la misma limitación en que cae el nacionalismo con respecto al fenómeno actual de la globalización y el mundialismo. Lo rechazan de manera absoluta en nombre del respeto por las singularidades. Cuando dicho principio no es malo en sí mismo, en tanto que se trata de una falsificación del ideal de Imperio universal o Sacro Romano Imperio que rigiera en Occidente medieval. Del mismo modo que a nivel religioso el espíritu ecuménico (ecúmene = universal) no es malo en sí mismo, sino que por el contrario es bueno. Es un impulso hacia la unidad, así como a nivel filológico lo es hacia la lengua universal adámica, la que sufriera sucesivas degradaciones. Pasa lo mismo que con el mundialismo o con la idea de gobierno mundial, pues recordemos que el Imperio era un gobierno mundial. Tales figuras no son pues malas en sí mismas, lo malo es hacia donde y a partir de qué esté formulado tal ideal. Así pues, en relación al principio ecuménico, las religiones pueden unirse exotérica o esotéricamente. 1) O la unión hoy formulada por el Vaticano a nivel superficial y moral, cuya consecuencia es justamente el laicismo, las Naciones Unidas, los derechos universales del hombre, es pues la unión renunciataria, en donde la religión es sustituida por la moral, y entonces el rito que diferencia desaparece y es disminuido en su sentido mistérico y sagrado y así tenemos la unión de las religiones por lo que es menos que ellas, 2) o la unión prefigurada por el diálogo entre los Templarios y los Assasins, unión fundada en el centro metafísico cuya profundidad es tan grande que puede no sólo tolerar, sino exigir las diversidades. Dicha unión no sólo no hace desaparecer la diferencia entre los ritos, sino que por el contrario las profundiza. Una religión debe ser tal en cuanto sea fiel y rigurosa en la conservación de su rito. Pero el rito, insistimos una vez más, es nada más que un camino, no es el todo, es aquello que encamina y acerca. El error opuesto es el de convertirlo en un absoluto que el vicio de los integristas. Lo curioso es que este lefevrismo condena del Concilio el hecho de que éste haya corregido la idea de que sólo un cristiano se salva, que se salva un bandido condenado a muerte pero que a último momento se "arrepiente" subordinándose totalitariamente a la Iglesia y no un monje buddhista que ha entregado toda su vida a la Divinidad cumpliendo fielmente con los ritos de su propia religión, pero que no ha reconocido a Jesucristo por no considerarlo como su Dios. Y además que sea en función de ello que, tras una fe obtusa y tertuliánica, agiten exasperadamente la observancia excluyente de un determinado rito, el propio, como el único posible, reduciendo así la religión a una mera forma vacía. Repetimos, para el Concilio lo que une a las religiones es el hecho moral y socio-político, el diálogo es en función de los derechos humanos, en cambio el mismo debería hacerse únicamente a través de los grandes místicos y ascetas de las religiones, tratando de hallar el fondo común que las mismas poseen. Pero paradojalmente mantiene en cambio separado, en tanto que en ningún momento se lo formula, ese fondo común metafísico que se encuentra detrás de todas las grandes religiones.
Toda gran religión es un camino hacia la unidad. La unidad puede hallarse o exotérica o esotéricamente. Esta última es una unidad que respeta las diferencias, que sólo puede darse a través de élites capaces de distinguir detrás de los mensajes múltiples el verdadero mensaje metafísico que es uno y no múltiple, es decir, es la que es capaz de distinguir entre lo esencial y lo accidental del mensaje religioso. La unidad asumida por el Vaticano II es la renunciataria, que consiste en liberar a la religión de cualquier contenido metafísico, convertir al rito en una mera forma recordatoria de un hecho pasado, vaciarlo así de su contenido mágico y por lo tanto renunciar a ser propiamente religión. Como contrapartida de la misma surge la otra forma, la preconciliar, que fue la que primara por muchos años en el cristianismo, que se plasmara con el güelfismo, cuyos triunfos fueron la disolución del Imperio y de la orden de los Templarios y que consiste en una angustia incesante por querer convertir a todo el mundo a través de la máxima extra ecclesia nulla salus est. Sin embargo ante tal unión se encuentra otra que sublima la religión en la realidad de la que ésta emana que es la metafísica. Una es pues la unidad moral o socio-política, la renunciataria, que hace descender a la religión hacia lo que está por debajo de ella. La otra es en cambio la que busca la unidad en lo que está por encima de la religión, la metafísica. Por lo tanto al dejarse indemne y sin tocar la esfera más alta, la metafísica, que es la que queda sin unificar en las grandes religiones, las terribles diferencias entre ambas posturas modernista e integrismo (lefevrista, etc.) para el cual la mera repetición del rito es lo que salva, convirtiéndose la religión en un fin en sí mismo, tales diferencias pierden totalmente valor y se hacen en el fondo insignificantes, convirtiéndose aquí el medio en un fin.
(1) Véase nuestro artículo El Quinto Estado, una réplica a Alexander Dugin.

  1. Al respecto podría decirse que en tanto el papa quiera que los lefevristas continúen formando parte de la Iglesia y sirvan a sus fines de aglutinar a su alrededor a los sectores conservadores del catolicismo, se cuidará bien de agregar a sus documentos la sentencia ex catedra. El problema se planteará cuando, al querer desprenderse de tal sector, se le ocurra volver a poner dicha locución.

Marcos Ghio