LA IGLESIA CATÓLICA SE HACE PROTESTANTE

 

Conforme a informaciones periodísticas (Clarín, Buenos Aires, 1-11-99, pág. 39), se firmó, ante cincuenta líderes religiosos, la "Declaración conjunta de la Gracia Divina". Los firmantes fueron: el cardenal Eduard Cassidy, presidente del Consejo de Unidad de las Religiones del Vaticano, por la Iglesia Católica, y el obispo Christian Krause, presidente de la Liga Mundial Luterana. El documento firmado trata de un acuerdo en torno a la doctrina de la justificación por la fe y allí se dice: "... sólo por la fe en Cristo y no por las obras nuestras, somos aceptados por Dios... los buenos actos no son la condición previa de la piedad de Dios, sino su fruto..."
Juan Pablo II calificó al documento de "histórico". Cabe acotar que el Papa ya venía marcando este camino. Desde 1980 y en varias oportunidades elogió a Martín Lutero. En la encíclica Sean Uno de 1966, ya alentó decisivamente el diálogo ecuménico, que en lenguaje actual de la Iglesia debe leerse como rendición ante el mundo moderno.
Este documento cancela un período de 482 años de una diferencia sustancial entre el catolicismo y el protestantismo sobre la doctrina de la justificación del hombre ante Dios.
El 31 de octubre de 1517, Martín Lutero dio a conocer sus tesis opuestas a la doctrina de la Iglesia Católica, comenzando así la Reforma Protestante que dividió a la Cristiandad Occidental desde entonces entre católicos y protestantes.

CONTRA EL DOGMA CATÓLICO
La "Declaración" conjunta es contraria al dogma católico de la justificación ante Dios. Para el catolicismo tradicional no basta la fe para salvarse, son necesarias también las obras. Así lo declaró y estableció como dogma –recogiendo la doctrina tradicional– el Concilio de Trento, sesión VI, capítulo VII, primer período, celebrado en 1546.
La Epístola del apóstol Santiago fundamenta esta doctrina. En ella se dice: "Hermanos, ¿qué provecho saca uno cuando dice que tiene fe, pero no lo demuestra con su manera de actuar?... Son las obras las que hacen justo al hombre y no sólo la fe... la fe que no produce obras está muerta".
Recogiendo esta doctrina el Concilio de Trento estableció que "la fe sin obras es muerta y ociosa".
Por el contrario Lutero sostuvo que basta la fe para salvarse, que ninguna obra ni ningún mandamiento son necesarios al cristianismo para su salvación, que por la fe el hombre merece la remisión de sus pecados, Treinta años de conversaciones llevaron a la Iglesia Católica a la renuncia de una de sus doctrinas fundamentales.

ANTECEDENTES
Este final tiene lejanos antecedentes. La declinación de la Iglesia Católica como institución sagrada y vinculada con lo divino, para no remontarnos más allá, comienza en forma manifiesta en los siglos XII y XIII con lo que la historiografía superficial conoce como la "querella por las investiduras", cuestión que, bien analizada, no fue meramente un conflicto político, sino que, por el contrario, tuvo una honda raíz espiritual. Desde los tiempos de Carlomagno se concibieron dos pontífices sagrados sobre la tierra: el Papa y el Emperador, los que debían actuar de consuno. Es decir, Dios había instituido dos representantes y ambos eran sagrados. No solamente la Iglesia, presidida por el Papa, era de inspiración divina, sino también el Sacro Imperio Romano, personificado por el Emperador. Esta postura era la que se conoció como el gibelinismo.
Pero a partir del siglo XII –ya había antecedentes desde mucho antes– se desarrolla la concepción güelfa. La Iglesia comienza a negar el carácter sagrado del Imperio y pretende asumir el monopolio de las cuestiones espirituales. Como consecuencia de ello se inicia la desacralización del Estado que, en sucesivas etapas, conducirá a formación de los "Estados Nacionales", reducidos ya a una dimensión meramente temporal y ajena a lo espiritual: son los Estados actuales que, con el transcurrir del tiempo y profundizando aquella orientación, se han convertido en instituciones totalmente laicizadas y seculares. La misma Iglesia, al perder el sostén del Sacro Imperio Romano, paulatinamente cae bajo la órbita y el control del monstruo que ella misma había contribuido a crear. La desacralización del Estado comenzó por Francia, con el absolutismo, y ello hizo posible el triunfo de la Reforma Protestante y más tarde de la Revolución Francesa. La Iglesia tuvo grave responsabilidad en todo esto, puesto que ella fue la que dio el empuje inicial al estado laico y secularizado del cual el protestantismo es una consecuencia.
Finalmente y en una forma que no deja más lugar a duda alguna, el Concilio Vaticano II (1962-65) incorporará la Iglesia a la Modernidad. La declaración firmada no es nada más que una lejana consecuencia de ese proceso iniciado hace casi un milenio, y por lo tanto no debe asombrarnos. "Aquellos polvos trajeron estos lodos", dice el refrán.

NO SE TRATA DE DISPUTAS TEOLÓGICAS
No pretendemos inmiscuirnos en sutilezas y disputas teológicas; creemos que en última instancia en cada disputa hay una previa vocación, predisposición o inclinación innata, incluso anterior, hacia una determinada postura, pero eso no quita que debamos discriminar en orden a qué concepción del mundo apunta cada doctrina. Mientras que la Iglesia Católica en todo el proceso de derrumbe multisecular conservó algunas tradiciones, o por lo menos el eco de ellas, el protestantismo en cambio fue un tremendo impulso hacia el materialista mundo moderno, el capitalismo, la usura, el liberalismo, es decir, hacia la pérdida de los valores superiores y el individualismo (véanse al respecto los trabajos de Max Weber en torno a la ética protestante y al desarrollo capitalista). El protestantismo destruyó la unidad de la cristiandad occidental y dio impulso a la formación de los Estados Nacionales laicos y secularizados, en desmedro de la superior visión imperial más acorde con un orden tradicional y normal. La Iglesia Católica por su parte cayó víctima de la ruptura de esa unidad que ella misma había provocado y fue arribando a la situación actual de total aceptación del degradado mundo moderno y que cada lector podrá apreciar por sus propios medios. Tras casi 500 años Lutero ha triunfado.
La doctrina católica de la justificación ante Dios a través de la fe y de las obras todavía es capaz de rescatar la libertad del hombre para luchar por la inmortalidad. La acción era necesaria para alcanzar la esfera de lo trascendente. La doctrina de Lutero en cambio somete al hombre a la voluntad de un dios arbitrario y caprichoso que premia y castiga de acuerdo a sus deseos. Nada puede el hombre, sometido a la mera condición de criatura, frente a tal poder y lo único que le queda por hacer es tener fe. Sus acciones y obras son inútiles para la salvación. Esto es visible hoy en día en la prédica de cuanta secta golpea las puertas de nuestras casas.
  La Iglesia Católica en tanto ha dado este paso último e irreversible, queda por lo tanto librada a su suerte. Ha llegado a un grado tal su pase a la modernidad que se trataría ya de un camino sin retorno. Es imposible detener el río que se desploma por una catarata.
Los católicos que, aunque sea en parte, aun defienden la tradición católica –que es tradición a medias– deben recordar los conceptos del tradicionalista católico Atilio Mordini (ver El católico gibelino, ediciones Heracles, Buenos Aires, 1997). Que el protestantismo es hijo del catolicismo güelfo; esto significa desconsagración del poder o sea, ateísmo político.

LA CASTA DE LOS GUERREROS A LA VISTA
Tampoco podemos dejar de citar estas palabras de Mordini (Op. Cit., pág. 69): "Una tradición exclusivamente sacerdotal no daría nunca un paso adelante para la restauración efectiva del mundo; no sólo, sino por tal ceguera en no querer reconocer la función sagrada del ordenamiento militar y ecuestre, arriesgaría perder también la conciencia de la Tradición... Es el drama del mundo moderno en tanto privado de una élite ecuestre, de una élite regia: tal como se puede constatar, la única actividad que queda pues a la Iglesia es la de predicar... en el desierto, al mundo ávido de las continuas reformas sociales y de las planificaciones".
Construir la orden o legión de los guerreros es la tarea que se impone para todo tradicionalista católico.
En lo que respecta al protestantismo en todas sus variantes, como dice Julius Evola (Los hombres y las ruinas, Ed. Heracles, Buenos Aires, 1994, pág. 131): "...puede ser dejado de lado, al tener éste un carácter menos de tradición organizada que de simple confesión religiosa, sobre una base individualista-social..."
J. R.