LA INCINERACIÓN DE LA BANDERA

EJERCITO Y AUTORIDADES MUNICIPALES PARTICIPAN EN LA CEREMONIA SOLEMNE PARA INCINERAR  BANDERA NACIONAL — Amanecer Huasteco

Estimado Director:
Hace seis años que esbozo la carta que estoy por escribir.
Recordará Ud. muy seguramente aquel mes de noviembre de 1993 cuando, en la pequeña escuela secundaria que en ese entonces dirigía, en la también pequeña localidad de Gral. Fernández Oro, sita en el Alto Valle de Río Negro, nos hizo asistir a todos a un hecho casi único y muy especial. Al encontrarse ya vieja y hecha casi harapos la bandera nacional del establecimiento y al tener que procederse a efectuar su sustitución, fue cuando, poco antes de izarse el nuevo estandarte, asistimos con asombro a una ceremonia peculiar, la cual, por sus características, contrastaba en forma notoria con la situación de rutina y decadencia en que acrecentadamente venía viviendo desde hacía ya mucho tiempo nuestro sistema educativo. Fue así como presencié en vivo la incineración del antiguo pabellón ante la presencia sorprendida de todos, alumnos y profesores. Y más insólito fue para mí que, en ese mismo instante, ya cuando nos hallábamos con las cenizas del andrajo, Ud. me solicitó que improvisara unas palabras explicando el significado de esa ceremonia, en mi carácter de profesor de Educación Cívica. Le admito que me tomó de sorpresa, cuando me hallaba aun en plena reflexión acerca del sentido de un acto cuya profundidad en ese entonces ignoraba, pero aun así creo que pude salir airoso del trance en que me embretó, aunque sin haber podido manifestar lo necesario que nos hubiese esclarecido a todos respecto del significado último de lo allí vivido.
Sin embargo debo confesarle que, puesto que fui impactado sobremanera, durante todo este tiempo he estado musitando, no sin múltiples divagaciones, el discurso verdadero que debería haber pronunciado en aquella circunstancia, aquel que hubiese agotado y hecho ostensible en forma categórica ese significado oculto y esencial que ahora trataré de develar. Y la pregunta principal que me he formulado por tantos años es acerca de por qué debe ser justamente en el paradojal momento en que se quema una bandera, cuando podamos conocer sólo allí su verdadero sentido, es decir el hecho de poder comprobar que se trata de algo más que un signo distintivo respecto de otras personas diferentes de nosotros, esto es, de algo que nos singulariza, sino que representa en cambio un instrumento que utilizó para expresársenos una entidad espiritual y por lo tanto sacra. Y si bien los conceptos que emitiré ahora no fueron expresados tal cual en ese entonces por mí, recordará Ud. a tal respecto que sin embargo los insinué en mi alocución al explicar que nuestros colores patrios no son en nada el producto de un arbitrio, ni tampoco de una creación propiamente humana que pueda ser atribuida a una persona en particular. Que Belgrano, el "creador" de nuestra bandera no solamente no inventó tales colores, sino que tampoco los escogió al azar. Él, como todo verdadero prócer (el prócer es el equivalente político del metafísico en el campo del conocimiento), no hizo sino reunirlos en un todo a partir de lo que ya era. El pretendido creador de nuestra bandera fue más bien, a través de tal acto, un auscultador del significado de nuestra nación, significado que, así como no se reduce a simples palabras, menos aun puede remitirse a sentimientos vagos. La patria no se agota en una pasión, sino que es mucho más que eso, es un sentido, sentido éste que sin embargo no se nos manifiesta cotidianamente aunque esté siempre presente en sus colores, por lo que su atenta lectura es una exigencia y un desafío para nosotros. Es decir, que la patria no es una entidad meramente temporal aunque esté presente en nuestro tiempo, del mismo modo que, en razón de su carácter absoluto, no todos los días nace una patria, como el producto de una convención o de un contrato; y entiendo por ella pues no a las creaciones burocráticas generadas por acuerdos de circunstancia para mantener el equilibrio entre distintos pueblos, generalmente luego de una prolongada guerra o tras la desaparición de un Imperio. Esas naciones artificiales (llamémoslas así porque no se ha aun inventado una palabra adecuada que identifique a tales meros conglomerados del momento) que no son propiamente patrias, se especifican por su carácter efímero, por la facilidad con que ellas se agotan ante el primer obstáculo, ante la primera frustración, ante lo que para unos es la incapacidad de lograr el "bienestar general", o la "seguridad interior", o la "paz y la justicia", etc.. Pensemos pues en lo inmediato en esas terribles agonías en que incurren hoy esos agrupamientos humanos, en verdad auténticos artificios, cuales fueron hasta hace muy poco la ex Yugoeslavia y la ex Unión Soviética.
En cambio una nación verdadera es algo que va más allá del tiempo y de la circunstancia cruel y adversa, o aun gratificante; es una entidad espiritual que se nos yergue en nuestro sendero indicándonos en vez un destino por el cual vivir, una razón superior para nuestra existencia, un medio para que los hombres –y en este caso a través de ciertas personas capaces de interpretarla– alcancen a realizar aquella dimensión más profunda de la propia especie, el único motivo real por el cual ésta se encuentra lanzada en este mundo. Decía al respecto nuestro olvidado filósofo Alberto Rougès que la Providencia ha puesto entre nosotros, personas individuales, y ella misma, la Persona Absoluta, a esas entidades intermedias, a esas mediaciones necesarias para elevarnos, que se llaman las naciones en su sentido sacro, las que son como escalones entre el tiempo y la eternidad, entre la tierra y el cielo. Y su contenido trascendente no está dado por el mero hecho de que nos preexisten, de que duran más que nosotros, de que expresan el "interés general" y colectivo del "todo social", porque insisto una vez más, lo que las distingue no es su mayor consistencia, ni su numerosidad cuantitativa (también un artificio puede ser grandemente abarcativo, pensemos en esas siglas que no son ni fueron nunca naciones, como USA y URSS), sino en que son capaces de arrancarnos de la inmediatez de nuestra vida rutinaria y ofrecernos un destino y una razón superior por la cual vivir.
Admitamos que no es fácil hoy afirmar estas cosas cuando las palabras Patria y Nación se encuentran tan depreciadas, cuando el mero hecho de llegar a ser "felices" y disfrutar de un bienestar parece haber arribado a ser el fin último de todos. Morir por la Patria se nos ha convertido en un sofisma, en una entelequia ya inútil, que no nos alimenta ni nos otorga placeres intensos y durables.
Sin embargo, frente a esta abismal decadencia, permítame que sea en este instante que le reitere nuevamente lo manifestado en el tema relativo a nuestros colores. Hay aquí como una dialéctica, la que se dirime en la penetración atenta del sentido. Existen como dos lecturas posibles de nuestra bandera, así como también de nuestra nación. O se trata de una entidad física o en vez de una metafísica, o de una circunstancia propia de la buena economía, algo que exalta la ventaja de estar juntos y en modo animalescamente sociales o de lo que representa el sendero hacia la trascendencia, aquello que hace al hombre grande y no lo reduce a ser un simple animal de rebaño. Esta dialéctica se la presenció en los hechos que se vivieron en las vísperas y consecuencias de la guerra de las Malvinas, y se dirimía detrás de esta alternativa: o el país heroico, o el confiable para los intereses extranjeros; y que hoy se expresa más crudamente en esta otra dicotomía: o la patria con destino trascendente, o la democracia de los políticos.
Y es así cómo esta última, la patria física, la patria meteorológica, se solaza en el recuerdo de un Belgrano quien, en un éxtasis campestre y pampa, habría rendido culto a los colores del cielo, a la paz burguesa de una jornada soleada, con celestito, nubes y sol, señalándonos así el futuro de una próspera argentina, de enriquecidos inmigrantes, de vacas y políticos engordados.
Pero se nos permita repetir aquí la segunda lectura posible que atisbáramos aquella vez en el acto aludido. Belgrano reunió y no creó nuestros colores, quiso legarnos no un sentimiento romántico y solaz, no pretendió entregarnos para el recuerdo una subjetividad mórbida y gelatinosa, sino la glácida intuición de una verdad solitaria y cruda, mentada a través de una atenta lectura del sentido de nuestros colores originarios, manifestados en circunstancias diversas y centrales de la historia que lo precediera. Que el blanco, el primero de todos en tiempo y comprensión, encerraba el significado del destino que se hallaba inscripto en el nombre de la Argentina (de argentum = plata), que fue el color de la bandera utilizada especialmente por Garay en la segunda fundación de Buenos Aires, quien casualmente, en simultaneidad con el hecho de tal recreación, también buscaba entre tierras desérticas y hostiles a la mítica Ciudad de los Césares, misteriosa metrópolis blanca custodiada fieramente por cobrizos nativos y enclavada en nuestro más extremo sur antes de la llegada de los españoles. Y que el Azul Celeste (no el celestito que nos han falsificado los liberales del siglo pasado) no es "el color del cielo" del cual reza nuestro himno Aurora, sino el del manto de la Virgen de Castilla, hoy instalada por voluntad propia en la muy sagrada Basílica de Luján, señalándonos ello la forma histórica propia de la religión de nuestro pueblo. Y en el centro, como un principio contenido por estas dos dimensiones sacras, el sol áureo, rector de la vida y de la humanidad celeste, origen y meta hacia la cual se dirige nuestro ser más hondo y espiritual.
Permítaseme una breve y somera interpretación al respecto. Nuestra Patria, la patria profunda a la que estamos aludiendo, es propiamente una teofanía, es decir, una manifestación de un ser divino y superior que utiliza para expresarse una serie de símbolos, los que pasaremos ahora a descifrar. Oro y plata, representados en elamarillo y el blanco, además de mentar a los metales preciosos, indican a su vez la dupla o díada en que se expresa lo espiritual en sus dimensiones posibles: masculino y femenino, activo y pasivo, acción y contemplación, etc. A su vez, ambos metales simbolizan a las dos edades espirituales en que rigieron las castas superiores, edad de oro y plata, casta sacerdotal o brahamánica y político-guerrera (a distinguir de su actual distorsión político-burocrática o simplemente corrupta), estando por debajo de ellas las edades pertenecientes a los metales más bajos e impuros, el bronce y el hierro, los que dan lugar a las eras inferiores propias del dominio de las clases económicas, como la burguesía y el proletariado.
Ahora bien, la era crepuscular y material en que nos encontramos, la era del hierro, pero en su faz final de herrumbre y corrupción, en que gobiernan los sin casta, es decir, los parias, es justamente la que paradojalmente incluye en modo potencial y germinal el resurgir y renacer de la antitética era espiritual, también en sus dos dimensiones, las del oro y de la plata. En nuestra bandera está justamente indicada la relación y el modo en que tales dos esferas del espíritu se encuentrancontenidas y vinculadas. Aquí está presente la idea de contención propia de los dos planos de lo real: el metafísico y transhistórico y el físico e histórico, actuando en un orden normal el segundo como un símbolo del primero; es decir que su significado último es el de suscitar, a través de su tangibilidad, la intuición de lo suprasensible. Así como el cuerpo es la cobertura del espíritu conteniéndolo en su seno, de la misma manera lo femenino contiene y al mismo tiempo es regido por lo masculino, del mismo modo en que el espíritu nacional, que en su expresión histórica se ha manifestado en estas tierras a través del catolicismo –de allí el símbolo mariano de azul celeste– contiene el sentido superior y metafísico representado por el color blanco, en este caso el símbolo de la plata. El azul contiene al blanco, el que se encuentra en su centro: ello significa que la expresión histórica no se agota en sí misma, sino que es un medio de manifestación de una realidad superior metafísica y metahistórica, en tal sentido la Plata (argentum). Que el catolicismo esté simbolizado en el signo mariano significa la preeminencia del sentido femenino y de contención propio del cristianismo histórico, el cual es nuestra manifestación propia, nuestra forma peculiar y religiosa en que se expresa la realidad metafísica en él contenido; en este caso se trata de la unidad trascendente de las grandes religiones. A su vez el Sol, principio masculino, se encuentra en el centro de la bandera contenido por el blanco de la plata, expresando en la esfera superior nuevamente a la dupla antes aludida. Esta misma relación, contenida en nuestra insignia, está presente también en el símbolo central y fundacional de la civilización occidental: el Santo Grial, el cual desde las diversas perspectivas por el que se lo quiera analizar, cristiana o no cristiana, simboliza a un principio superior contenido por otro de su misma dimensión, pero que se le subordina. En el caso del cristianismo, el cáliz (el equivalente a la plata), la Virgen María, contiene a la sangre de Jesús (principio áureo y rector, expresión histórica del Sol metafísico).
Por todo lo dicho debe quedarnos claro que la elección de estos colores no era por lo tanto una cosa arbitraria, como pueden ser los que se asignan a un equipo deportivo, hechos al solo fin de diferenciarse de otro, o los de una señal de tránsito, puesta únicamente para evitar una colisión, sino que nos indican un sentido claro y direccional a todos nosotros, es decir a aquellos con condiciones suficientes como para ver y entender lo que la mayoría no comprende, o porque es ciega ante las verdades superiores, lo cual es siempre patrimonio de unos pocos, o sorda e indócil en escuchar a los que saben, debido en gran medida al atontamiento colectivo producido por los medios de comunicación masiva. Es por ello que en épocas como las actuales, de suma decadencia, lo más conveniente de todo es el cumplimiento puntual de ciertos ritos, normas y tradiciones, aun ignorándose su verdadero y último significado, pues es su reiteración lo que hace posible su intelección a los que pueden ver para iluminar así a las mayorías.
Y ahora regreso al tema principal. Se lo trataré de explicar de la manera más simple posible, generada por la clara intuición de lo real producida en nosotros, tras la suscitación operada por el rito. Todo lo que nos sucede no es el producto de un azar, sino de un destino al que debemos entender. Es por ello que no fue una casualidad el hecho de que nos encontráramos en aquel entonces en ese pequeño pueblo en el que se hiciera una tan singular ceremonia; en una gran metrópolis como las actuales, en donde todo se lo discute y mide con la vara de la utilidad y de la razón que se otorga a las apariencias, jamás se hubiera procedido a incinerar una bandera, pues se lo hubiera considerado como una superchería o un fetichismo. Ni tampoco fue una casualidad que Ud. me pidiera a mí entre todos los allí presentes, que hablara intempestivamente, del mismo modo que no lo es el hecho de que hoy nosotros estemos afincados en este cuerpo y en esta circunstancia. Así como todo ello no podía haber sido nunca de otra manera, tampoco la Patria es un concepto relativo e intercambiable.
Convendrá conmigo en que ser argentino, en el sentido otorgado y revelado en los colores de nuestra bandera, no es pues lo mismo que ser japonés o inglés, o perteneciente a cualquier otra patria. La Argentina, en función del contenido sacro de los símbolos aquí mentados, es una empresa histórica trascendente y ello se nos hace justamente presente a través de sus ritos, muchos de ellos ignorados por la gran mayoría, pero que, en tanto ejecutados o conservados por algunos, permiten que en ciertos momentos puedan ser percibidos en su profundidad y sentido, en especial en las épocas más sórdidas y decadentes, las cuales tienen paradojalmente la utilidad de actuar como un reactivo, posibilitando que algunos, gracias al estado de náusea que les produce tal derrumbe, se concentren y recluyan en lo más profundo de su ser y puedan así percibir el significado último de los mismos y ser de este modo sus mentores.
Así pues, llegados a esta instancia decisiva, le explicaré finalmente el porqué de la incineración de la bandera. Tal como acontece con toda realidad de carácter espiritual, también la Patria se expresa a través de símbolos que pertenecen al mundo de la materia, de la misma manera que un hombre es también un espíritu que se encarna en un cuerpo, el cual es su medio de expresión. Pero en sí misma la realidad espiritual, a diferencia de la material, no muere, ella no está sometido a los procesos permanentes de cambio y de corrupción. Tan sólo puede acontecer que, en relación a éstos, se eleve y asuma la iniciativa, subordinando tras de sí a la materia de la que se ha servido para manifestarse o que, a la inversa, presa de un desfallecimiento o timidez interior, se deje sobrellevar por ésta y entonces sucumba, dejándola ir y partir hacia los caminos de lo que siempre cambia y varía, de lo que nunca es uno mismo, es decir del mundo de donde provino: tal es lo que acontece con los espíritus fallidos.
Y en tanto que comprendida de tal modo, la vida se nos convierte así en una epopeya, la existencia entera queda reducida a un combate heroico en donde se establece la siguiente disyuntiva: o que la dimensión del espíritu doblegue a la materia dirigiéndola hacia sí, o que, por el contrario, se retraiga y sucumba; entonces ésta se arrastra naturalmente hacia su reino abismal, el que corresponde a lo que siempre deviene y nunca es.
Es en razón de tal dicotomía que los pueblos tradicionales, los que pertenecieron a las edades en que primara el espíritu, percibieron el fenómeno de la muerte en modo muy distinto que los modernos, para la cuales ésta es simplemente una nada, tan sólo un hiato y un momento de detención en el contexto de la única realidad que deviene incesantemente, y es por lo tanto disminuida en su importancia, hasta ser convertida en una irrealidad. Toda la existencia del moderno es en el fondo un intento desesperado por sumirse en el olvido y en un estado de ignorancia respecto del fenómeno de la muerte, la cual es comprendida simplemente como un instante de interrupción correspondiente a un momento de no-vida, opuesto al de la vida, reduciéndose así a una simple circunstancia perteneciente a un proceso de incesante repetición de existencias que se regeneran ilimitadamente. Y cuando determinadas coyunturas adversas, fracasos, o vacíos interiores determinan en cambio el pesimismo, la obligada reflexión acerca de la insignificancia y sin sentido que representa el hecho de tan sólo vivir (en verdad sería más bien sobrevivir) en función de algo exterior a nosotros y de lo cual seríamos una mera parte, cuando sobrevienen angustias o situaciones de derrumbe psicológico, es entonces el momento en que la misma, a la inversa, alcanza a tener una importancia sin igual y desproporcionada, encontrándose esta vez signada por el hecho de ser concebida como una horrible condena y un castigo al que ha sido sometido el hombre.
Los pueblos tradicionales en cambio no escaparon de su permanente reflexión, no siendo para ellos el producto de una crisis como en nuestros días, sino que la tuvieron siempre presente como una realidad ínsita en nuestra misma existencia. Nunca fue equiparada en forma necesaria con un fenómeno equivalente al que acontece en el mundo animal o vegetal o aun meramente físico, como una consecuencia fatal de la que era imposible escabullirse, como un acontecimiento más dentro del proceso universal de corrupción y cambio de los seres. Para ellos más bien ésta representó un desenlace, una meta que obraba simultáneamente como el final de una etapa y como el lugar hacia donde era posible dirigirse. Fueron así capaces de concebirla de dos modos diferentes, de acuerdo al resultado y a la finalidad que las personas habían podido asignar a la propia existencia. Comprendieron pues que, así como había dos maneras distintas de vivir, también existían dos modos diferentes de morir. Y más aun, que las formas de vivir estaban determinadas por el modo en que se moría. Y que así pues la muerte, más que indicarnos lo que es opuesto a la vida, nos señalaba en cambio el sentido que ésta puede llegar a tener, es decir que, más que significar la interrupción o el mero momento de hiato en un largo proceso impersonal y darwinianamente evolutivo, era más bien una consumación de la misma existencia, proporcionando además una enseñanza trascendental a los que aun permanecían vivos. Ella nos indicaba pues la presencia de un sentido, expresado a través de las diferentes direcciones hacia donde era posible remitirse. Y así es como distinguieron dos vías diferentes de vivir en tanto pertenecientes a dos maneras distintas de morir. Por un lado la vía de los vencidos que, en tanto incapaces de doblegarse y gobernarse a sí mismos, conquistando así la inmortalidad, se dejaban llevar y conducir por los impulsos inferiores provenientes del cuerpo, regresando así, en el momento de morir, al seno de la Madre Tierra de la que se consideraban sus hijos; y ello lo confirmaban a través del rito de la inhumación (de humus = tierra) del cadáver, por el que devolvían a ella, en tanto meros miembros de una especie, la materia en que se habían posado, y por ende descendían al mundo de los procesos incesantes e ininterrumpidos, propios de la animalidad, y de las formas de la vida vermicular, repetitiva y promiscua. O en cambio se encontraba la otra vía, la vía de los vencedores quienes, elevando simbólicamente el cuerpo hacia el cielo eterno, significaban de este modo la victoria sobre tales fuerzas, y ello se operaba a través del rito de la incineración, rito éste cuya finalidad era la de señalar el triunfo y dominio del espíritu sobre la materia, llevándola simbólicamente, a través de su humo y sus cenizas, hacia el mundo de lo que siempre es.
Y ésta es justamente la dicotomía de la cual hablábamos al comienzo; es una disyuntiva a la que todos nosotros estamos siempre sometidos: o la Patria se convierte en una dimensión de la buena economía, en el ambiente en donde se practican las "virtudes comunitarias" y el "bien común", el ámbito donde conviene estar para alcanzar la felicidad reproductiva y "participativa", entonces la bandera no es más que un distintivo que sirve tan sólo en función de asentar, agrupar, reunir y consolidar tales "sentimientos comunitarios". Pero éstos, acotemos, que podrían ser los mismos para cualquier otro pueblo; los colores adquieren así una importancia secundaria, lo significativo de ellos es aquí que tan sólo sirven para agruparnos.
Es de este modo como una pasión "nacional" queda contrastada con otra de mayor o menor vigor o intensidad y nos resultaría por lo tanto indiferente e indistinta la definición de nuestra patria. La Patria pasaría entonces a formar parte de un género de cosas semejantes; no tendría pues un valor absoluto, irrepetible, no significaría un destino a cumplir, sino tan sólo representaría el espacio que proporciona y satisface el provecho de estar juntos. Y es entonces cuando, tras tal debilitamiento del concepto, desaparece también con el tiempo el valor objetivo de los símbolos. El fenómeno es parecido a lo que acontece hoy en día con las misas católicas. A partir de una circunstancia de crisis, las ceremonias pasan a existir tan sólo para evocar y despertar sentimientos que afiancen nuestra voluntad de convivir como especie societaria, pero no en vez para expresarnos hechos objetivos, superiores al interés general, para otorgarnos e indicarnos un fin trascendente hacia donde dirigirnos, sino en cambio, a la inversa, para asentarnos en lo que ya se es, para fortalecer nuestra animalidad social. Estos pueblos o "patrias" desde ya que no incineran su bandera, sino que, una vez que se encuentran en desuso sus componentes materiales, los devuelven hacia donde provinieron, tal como lo acontecido en el rito de la inhumación, simbolizando de este modo y sin quererlo, el modo propio y moderno de una patria "popular" y societaria.
Como lo contrario de lo dicho anteriormente, la segunda disyuntiva que aparece es cuando ésta es capaz de lanzarse hacia un contenido trascendente y, liberándose así del demonismo de la economía y de la materia en que hoy se encuentra hundida, opera para todos como un puente para alcanzar el cielo. Y esta acción de sumisión de lo inferior se encuentra justamente presente en el rito aquí mentado.
En resumidas cuentas, Señor Director, aunque todo lo hasta aquí dicho pueda resultar inútil y retórico, cuando no utópico y descabellado, para algunos, y que en estos tiempos tan consumistas y profanos pueda parecer paradojal recrear el sentido de nuestras ceremonias más sagradas, como el acto por el que se incinera una bandera; sin embargo, puesto que no nos reputamos esclavos de ratings, de encuestas "a boca de urna", ni somos serviles y aduladores de los caprichos de las mayorías votantes, es que igualmente invito a todos nosotros que hemos tenido, gracias a Ud., el privilegio de vivirla y de conocerla, a repetirla incesantemente en nuestros corazones. Es el destino de la Argentina, el mismo del Santo Grial: la resurrección de nuestra raza especialmente en las horas más negras y sombrías.
Mantengamos pues elevadas hacia el cielo, como el humo rampante de aquel emblema incinerado sacralmente en la palestra escolar de aquel humilde pueblo valletano, nuestras metas más nobles de Patria Grande ínsitas en los colores eternos de nuestro pabellón.

MARCOS GHIO

 

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