PRESENTACIÓN DEL TOMO VII DE LA MAGIA COMO CIENCIA DEL ESPÍRITU DELGRUPO DE UR
                                                                                   
                                                                                 por Marcos Ghio

(CONFERENCIA dada el pasado 17-8-00 en la ciudad de Buenos Aires)

LA MAGIA COMO CIENCIA DEL ESPÍRITU - JULIUS EVOLA Y EL GRUPO DE UR -  Librería Argentina - Venta de Libros Online

Hoy presentamos el último tomo de la colección La Magia como ciencia del espíritu y, tal como lo hemos hecho en ocasión de los volúmenes anteriores, efectuaremos una exposición sobre tal fundamental obra desde una perspectiva diferente de las restantes a fin de evitar ser reiterativos.
Podemos decir que es justamente en el momento en el que hemos llegado al final del camino cuando queremos remontarnos a aquello que podría aparecer como el origen y la razón última de este proyecto.
Me hallaba en 1982 viviendo en un pequeño pueblo en la frontera patagónica con Chile y en ese entonces fui uno de los tantos que, en abril de ese año, vibrara con la epopeya malvinense. Retirado, en medio de las montañas, me sentía insatisfecho con el mundo moderno y con el cariz que asumía un gobierno que, si bien en política internacional mantenía una cierta independencia (rechazo del boicot de trigo a la URSS, sostenimiento de la soberanía en el Beagle, etc.), a nivel económico y de las costumbres adhería con fervor morboso al más extremo consumismo propio de la sociedad materialista de los tiempos últimos. Ante la imagen del burgués que viajaba por el mundo y que se solazaba rodeándose de consumos superfluos, disfrutando de la “plata dulce”, nosotros pertenecíamos en vez al bando de aquéllos que reivindicaban al héroe, es decir, a aquel que, por sobre todas las cosas, exalta los valores del espíritu en el terreno de la vida cotidiana, lo cual se manifestaba en la preeminencia del honor antes que la simple vida, en la entrega absoluta por el triunfo de la justicia por sobre la mera seguridad material. Y justamente la guerra de Malvinas, tal como dijera un colaborador nuestro de Bariloche, el Dr. Julián Ramírez, fue el único momento de nuestra historia del siglo XX en donde se peleó por el honor y por la dignidad nacional. No fue ésta una guerra por el petróleo, ni por el espacio vital, ni por otras riquezas o bienes que reclamara en ese entonces la Argentina. Simplemente se peleó por el honor ante la afrenta que implicaba el haber sido despojados hacía más de un siglo de un pedazo de nuestro territorio de manera virulenta. Y ésta fue, tal como lo mostrara nuestro colaborador, quizás la única guerra posterior a la gran Guerra en donde en el siglo XX, a diferencia de las otras, se había peleado exclusivamente por tales valores superiores. Algunos han querido erróneamente comparar tal epopeya con otra guerra más reciente como la del Golfo Pérsico. Pero quiero resaltar aquí que la misma se desencadenó por una razón económica, cual fuera la posesión de los pozos petroleros de Kuwait.
Y fue también como vimos –y trato ahora de recurrir a la memoria colectiva de hace casi veinte años– que en medio del fragor del combate, cuando parecía que el vigor de nuestras armas era imbatible, cuando nos despertábamos en las mañanas con anuncios de que varios invencibles navíos enemigos eran hundidos por el valor sin límites de nuestros combatientes, fue justamente en ese punto liminal cuando comprendimos algo mucho más profundo que las noticias sobre la contienda. Con la guerra de Malvinas se nos hizo patente cada vez con mayor claridad que nos hallábamos viviendo simultáneamente en dos países diferentes. La Argentina se encontraba como dividida en dos mitades nítidamente diferenciadas: por un lado aquella que no dudamos en calificar como la Argentina oculta, a la que designamos hoy a secas comoArgentum para diferenciarla en forma tajante de su caricatura en la actualidad harto ostensible y al alcance de nuestras manos, la Argentinita rutinaria a la que en algún momento hemos en cambio definido como Argielandia, retomando el calificativo de argies que nos otorgaran los ingleses, ya que se trata de dos países sumamente antagónicos. El uno volcado hacia lo superior y trascendente, el otro en vez hacia el mundo del puro cambio y de los consumos incesantes. El uno que durante la guerra deseaba la victoria y la justicia, el otro en cambio la paz y la simple vida. Pero fue justamente con la guerra de las Malvinas cuando esa Argentina oculta, Argentum, era la que despertaba y parecía regenerarse, porque comprendimos allí que sólo una guerra, una guerra auténtica que fuera no simplemente por riquezas o territorios, sino por una concepción del mundo era aquello que podía liberarnos y despertarnos del largo letargo en que nos hallábamos desde los mismos orígenes de nuestra historia. Fue así como, dentro de tal contexto de regeneración espiritual que abarcara las raíces más profundas de Argentum, que nosotros abrazamos con vigor la causa del catolicismo, pero no del convencional y modernista en aquel entonces y aun hoy vigente, sino de ese catolicismo medieval presente, aun con atenuaciones, desde nuestra misma colonia, aquel que, a nivel social, daba primacía a la tierra y al trabajo sobre el dinero y la finanza, de aquel que concebía al cielo como una lucha y un combate, como una conquista eterna, justamente como una guerra santa, y cuya manifestación más plena se expresara en la historia de la Cristiandad a través de lo que fueran las Cruzadas. Y era a partir de las categorías propias de ese catolicismo raigal que nosotros veíamos en la vereda de enfrente a la Inglaterra apartada de su religión, la que en sus orígenes fuera también la nuestra. El protestantismo, tal ese desvío, que según Max Weber fuera calificado como el origen del capitalismo, y cuyos filósofos desplegaban toda la batería de sus argumentaciones en aras de suplantar la raíz metafísica última presente en el hombre por la mera razón discursiva, tal como lo manifestara claramente Hegel, el cual, en su Introd. a la Historia de la Filosofía, explicaba que uno de los sentidos esenciales de su disciplina, en inteligencia con el luteranismo a nivel religioso, era la sustitución del misterio cristiano por excelencia sustentado en la figura del rito sagrado de la transubstanciación, y por lo tanto de la metafísica, por lo que es simplemente profano y moral. Por ende, la consecuencia debía ser con el tiempo también la sustitución de una sociedad jerárquica orientada hacia lo sagrado por este mundo consumista y moderno de masas y de máquinas que tanto repudiamos. La guerra de Malvinas, más que una lucha por una mera conquista territorial, se nos había convertido pues en una Cruzada. Fue así como muchos de nosotros, siempre indiferentes ante los avatares de nuestra politiquería doméstica, esta vez llenamos las plazas, nos ofrecimos como voluntarios para ir a combatir, creamos en los distintos pueblos múltiples comisiones de solidaridad, organizamos colectas públicas.
Pero agreguemos también, y esto es quizás lo más importante, que una guerra entre concepciones del mundo diametralmente opuestas, entre una cosmovisión metafísica y sagrada y otra profana, debía diferenciarse principalmente no por el poderío militar que se sustentara, por supuesto importante sí -y hay que resaltar aquí que nuestras FFAA no estaban para nada desarmadas como ahora-, sino por algo que nos singularizara y diferenciara sustancialmente de nuestro enemigo materialista, no tan sólo verbalmente y a nivel de una simple discusión filosófica, sino en cuanto a los instrumentos a utilizar en el combate. Es decir, la misma debía estar caracterizada por nuestra capacidad de suscitar y arrastrar hacia nosotros a esas mismas fuerzas pertenecientes al plano de lo alto cuya existencia nosotros invocábamos, de esas fuerzas superiores y sagradas que, justamente en tanto tales, nos diferenciaban y otorgaban superioridad respecto del enemigo que las negaba y contra el cual combatíamos. Faltaban pues los ritos que las convocaran, que las hiciesen descender a la arena del combate, poniéndolas de nuestro lado y asegurándonos por lo tanto la victoria, la que, según la tradición, no representa otra cosa sino la manifestación ostensible de la soberanía del espíritu sobre la materia. Aquellas fuerzas que negaban la existencia de lo sagrado como realidad objetiva debían ser doblegadas irreversiblemente por la contundencia del arma metafísica convocada por los ritos. Y tal función correspondía en exclusividad a quienes por estricta investidura estaban encargados de proveerlos y de dispensarlos.
Fue justamente en el momento más álgido del combate cuando el jefe del catolicismo prometió venir especialmente a la Argentina. Pero es dable agregar aquí que ya en ese entonces se sospechaba de ciertas intenciones oscuras. La Iglesia, a través de sus representantes, cuando no se declaraba abiertamente en contra de la gesta malvinense, guardaba silencios cómplices y emitía dobles mensajes. Las misas y los sermones no eran efectuados impetrando abiertamente por la victoria, sino en manera artera pidiendo la paz. Incluso en muchas parroquias circulaban volantes capciosos y francamente enemigos de la causa de la Argentina. En una declaración firmada por el obispado de Neuquén, por ejemplo, se alertaba siniestramente acerca de lo que se llamaban los “peligros de la guerra”, los que traerían hambre, miseria, desocupación; que las guerras, se decía, según el último Concilio, estaban condenadas todas por igual, y que ni siquiera eran admisibles las defensivas, ya que el terrible poderío nuclear hoy existente, es decir el chantaje permanente de los amos del mundo, hacía imposible cualquier resistencia y que la vida y la paz eran los bienes más altos, más aun que el honor y la justicia. Y ante tanto derrotismo y capciosa recurrencia a la economía cuan válido resultaba para nosotros aquel pensamiento de San Martín de quien hoy se cumplen 150 años de su muerte, expresado el mismo en vísperas de la liberación de Chile en una carta a Alvear: “Nos dirá Ud. que nos faltará comida, comamos entonces pan con cebolla,¿ y la ropa?: que nos la zurzan las mujeres y si no nos alcanza, vayamos en pelotas como nuestros paisanos los indios”.
Pero estaban también aquellos ilusos que decían que tal sabotaje, efectuado bajo las narices mismas del poder ante la impotencia de éste, contando para ello con la plena connivencia de la autoridad eclesiástica, iba a ser diluido y disuelto con la visita papal.
Y fue justamente en la primera quincena de junio, mientras en las Malvinas se dirimía la batalla principal, cuando desde la televisión, recién instalada en nuestro pequeño pueblo, pudimos ver una apoteótica manifestación, tan numerosa como la que congregara a los entusiastas de la gesta malvinense, convocada esta vez tras la figura del heredero del trono de Pedro. Pero pudimos comprobar también que ante nosotros, más que a un jefe religioso proveedor de energías espirituales y de ritos, teníamos a un sutil y calculador gobernante político, el cual, detrás de la máscara de una prédica crudamente pacifista pretendidamente preocupada por el bien de la humanidad, instaba a nuestro pueblo a la franca rendición, y todo ello ante la impotencia de quien entonces nos gobernaba, un deprimido y sorprendido Gral. Galtieri. Y vimos también un rostro cínico y satisfecho, solazado por haber aglutinado tras su figura al mismo pueblo que pocos días antes reclamaba la victoria y que hoy en cambio se resignaba, gracias a una extraña alquimia, sólo posible por quien representaba una tan alta investidura espiritual, a una paz de cobardes y de arrepentidos. No faltaron una vez más los ilusos inveterados y siempre existentes que nos dijeron luego que el pontífice había venido a evitarnos un holocausto nuclear.
Esto de la paz lograda nos permite efectuar dos reflexiones. Hace poco en Japón se acaba de rememorar los 55 años de la más gran tragedia padecida por tal país, cual fuera el holocausto de Hiroshima y Nagasacki. Holocausto que, de paso digámoslo, no ha merecido ningún juicio de Nüremberg, y que significara la muerte casi instantánea de 200.000 japoneses. Pero en realidad el mismo no es nada en comparación con la terrible rendición que ha sobrevenido después con un Japón muerto en sus tradiciones espirituales milenarias, convertido en una máquina de consumos y de materialismos. Y nosotros diríamos lo mismo, qué hubiera sido peor para la Argentina, aun en el supuesto de que hubiera sido cierto que corríamos peligro de un holocausto nuclear, la bomba atómica o estos gobiernos miserables, producto de la rendición, que hemos tenido en estos últimos casi veinte años, los cuales, sin haber tenido necesidad de las guerras de las cuales nos hablaba el obispado de Neuquén han igualmente hundido a nuestro pueblo en la desesperación, el hambre y la miseria. ¿Qué es lo que entonces le tenemos que agradecer al Papa?
Y fue así como, en medio de la desazón que me produjo como a tantos la derrota de Malvinas y en especial la manera en la que ésta se consumó, cayó en mis manos un pequeño folleto realmente revelador. Se titulaba “La doctrina aria de la lucha y la victoria”, cuyo autor era Julius Evola y cuyo editor era un grupo recientemente constituido de orientación neonazi, conocido como CEDADE, hoy ya inexistente. Fue realmente un acierto su edición porque el mismo respondía a la perfección de manera muy sintética ante el enigma que representaba la guerra justamente en un momento en el cual la misma era considerada como un terrible despropósito, en tanto que se la comprendía tan sólo como un medio de rapiña. Aquí se la revalorizaba en cambio como un instrumento adecuado de catarsis y de purificación. Pero además el autor, a quien yo hasta ese entonces no conocía, proponía, desde la óptica misma de la guerra en su función purificadora, una muy original lectura de una obra clásica del Oriente, el Bhagavad-Gita. Intenté ampliar mis conocimientos sobre tal autor y descubrí que su obra era muy extensa y prácticamente no traducida al castellano. En varios meses de búsqueda sólo pude dar con otro folleto sobre el mismo tema de la guerra titulado: La Metafísica de la Guerra y luego otro aun más notable,Orientaciones, en donde nos exponía los principios que debía sustentar un movimiento alternativo que quisiera estructurarse luego de una derrota. También Italia, la patria de Julius Evola, había sido derrotada de manera similar en una guerra en la que se luchaba por el honor. Y también allí los colaboracionistas de los vencedores hoy estaban en el poder, como aquí ahora en la Argentina. 
Tuvieron que pasar tres años desde ese encuentro para mí providencial. Yo, como tantos, vivía los efectos de un país devastado por una plaga peor que la bomba atómica que nos “evitara” el papa, la democracia moderna, que nos trajeran de común acuerdo el mismo Wojtila, Reagan y la Sra. Tatcher, y debía soportar diariamente la labia insolente de un mandatario soberbio y siniestro que con desparpajo increíble agraviaba a la Argentina, ante la indiferencia y el atontamiento colectivo. En mi mente se desarrollaba un hambre de cambio. Al mundo moderno, decía yo, hay que enfrentarlo con ideales más profundos y alternativos que los que sustentara el cardenal Wojtila. Al fin y al cabo la paz y la vida que con tanto fervor él nos propusiera como alternativa era meramente una paz y una vida burguesa, la misma de la que en última instancia disfrutaban aquellos viajeros beneficiarios de la “plata dulce” en las épocas de Martínez de Hoz, y la paz puede existir en diferentes lados, no olvidemos que también en los cementerios hay paz. Y nosotros no queremos vivir en este cementerio que es la sociedad de consumo. El catolicismo al que adhiero es algo más profundo que el papa y la devoción obtusa hacia su figura y a la estructura institucional que él representa. Fue en medio de esta crisis existencial que muchos como yo vivían que desde el continente y el país de donde soy originario, el mismo de Julius Evola, me escribió milagrosamente un familiar con el que mantenía una muy esporádica correspondencia. Me dijo –y esto es lo llamativo del caso– que se había informado de los graves problemas que padecía la Argentina y me preguntó si necesitaba alguna ayuda. Era curioso, pues en esa época aun no había estallado la hiperinflación y se creía aun en el Plan Austral recién implementado. Yo me acordé entonces inmediatamente de aquellos tres pequeños folletos de Evola que había leído y le dije, para dar algún viso a mi pedido, que pensaba hacer una tesis sobre tal autor y si me podía enviar sus obras. Obviamente especulaba con que mi tío no conocía la realidad de la Argentina y menos aun la de la Fac. de Filosofía y Letras de Bs. As. Porque de lo contrario me hubiera contestado que estaba loco. Afortunadamente creyó en lo que le decía y al poco tiempo recibí un aviso de la aduana de Neuquen en donde me invitaban a concurrir a retirar un muy pesado paquete y fue allí que me encontré con unas treinta voluminosas obras de J. Evola, prácticamente su obra completa, o al menos sus principales libros editados.
Más tarde, y gracias principalmente a la lectura de estos escritos, nuestra reflexión nos llevó a comprender más profundamente el por qué en ese entonces el papa se había alineado abiertamente del lado inglés, del de una nación protestante en contra de la Argentina, un país católico de cuya religión él era el representante. Nos recordaba cómo ya varios siglos antes también un papa vaticano se alineó con el sultán en contra de Carlos V, emperador católico, o aun como nos recordara también recientemente Cecilio Jack, cómo permitió la caída de Constantinopla ante los turcos porque sus defensores, cristianos ortodoxos, no querían acatar la soberanía de Roma. Se trataba en ese entonces una vez más de una cuestión política, la misma que había primado en la guerra de Malvinas. La Iglesia había apostado ahora a la caída del comunismo y no quería un conflicto en el cono Sur en donde la Argentina, que ya entonces había vendido trigo a la URSS, se alineara con ésta en contra de la Entente Inglaterra-USA-MEC. Pretendía ahora con líderes como Lech Walesa instituirse como el ala social del capitalismo, siguiendo la misma línea inaugurada con la Democracia Cristiana en Italia, ambas experiencias por suerte concluidas en fracaso estrepitoso. Es decir, subordinaba una dimensión sagrada y metafísica, cual era la sustentación de los valores de la cristiandad, en función de un interés político profano y temporal. Así pues en la guerra de las Malvinas a los Argentinos que han sido capaces de verlo, y mal que les pese a algunos, se les hizo ostensible por vez primera y en forma contundente un fenómeno esencial de nuestra civilización cual es elgüelfismo. Dicho movimiento significa la deserción de la institución espiritual por excelencia, la dadora de ritos, la preservadora de la pureza de los mismos, y por lo tanto representa el verdadero origen de la decadencia, porque bien sabemos que el pez se pudre siempre por la cabeza. La caída y subversión del factor espiritual determina en modo indefectible la de las instancias posteriores: el Estado, la nación, la familia y finalmente el caos y la disolución social.
Y fue así como, hurgando entre esa pluralidad múltiple de libros que completaban esa muy pesada caja, hallé en el fondo de la misma tres muy gruesos tomos de una colección titulada “Introducción a la Magia” que estaba redactada por un grupo de autores integrantes de un muy misterioso grupo de Ur que integraba Julius Evolacomo figura central y firmantes todos con un pseudónimo respectivo. Me sentí intrigado por una obra tan extraña que versaba sobre temas a los que en general había rehusado antes acceder. Debido a mi formación universitaria, siempre había rechazado como poco serio y acientífico el fenómeno del esoterismo y consecuentemente de la magia, de la cual conservaba el conocimiento usual en nuestros días como mero entretenimiento, prestidigitación, cuando no oscura y siniestra brujería. Pero esta tan peculiar obra, la que representa un singular esfuerzo prácticamente único en nuestra historia, tenía el sumo valor de unir la temática del esoterismo con el conocimiento científico, despegando así a las disciplinas que componían aquella esfera del plano de la charlatanería y el macaneo tan habitual en nuestros días.
 Pero había también aquí una temática esencial que se nos perfilaba por primera vez y que nos ayudaba a comprender el significado de nuestra crisis. Se refería justamente a la función del rito. Éste era uno de los temas esenciales de la obra sobre la Magia. La misión principal de una religión, se decía allí, estribaba en el cumplimiento puntual de los ritos, ante el cual debían subordinarse todos los demás fines. Si una religión deja de desarrollar tal función, o al menos disminuye su carácter para descender a otro plano, moralizador o político como en nuestro caso, gravísimas serán las consecuencias para las comunidades que participan de la misma. El rito es el acto por el cual se mantiene el vínculo perenne entre este mundo y el otro mundo, entre la esfera natural y la sobrenatural, entre lo físico y lo metafísico. Si esta acción es descuidada o subordinada, dicha relación queda disuelta y entonces sobrevendrán graves daños y secuelas nefastas para la comunidad que ha padecido tal desvío. La ruptura de un organismo social con el vínculo con lo sagrado representa análogamente como si a un cuerpo viviente se le taponara un arteria esencial.
Y esta disolución, este apartamiento de la fuente originaria y fundamento de lo real es lo que explica una serie de acontecimientos que le sucederán luego a la comunidad que ha incurrido en tal desvío. Aun los fenómenos que acontecen en el plano físico, tan sólo en apariencia ajenos al mundo espiritual, no son sino efectos de lo que ha sucedido antes en una esfera superior y metafísica. Ciertos hechos considerados como infaustos o desgraciados, tales como catástrofes o cataclismos, y que son usualmente atribuidos a causas puramente naturales obedecen en vez a razones que son del orden sobrenatural. Lo que el común de la gente ignora es que todo fenómeno físico va precedido necesariamente por uno metafísico y lo que el hombre realiza no es en nada indiferente por sus acciones a los acontecimientos que luego por reacción acontecerán en el resto del cosmos. Evola en Rebelión contra el mundo moderno nos señalaba al respecto, al hablar de la raza hiperbórea, la raza roja, inmortal y originaria, remoto antecedente de nuestra humanidad cuya sede se hallaba en el polo norte de la tierra, que, tras una caída, tras una inconsecuencia en el mantenimiento del vínculo con lo sagrado, decae y la resultante de ello será el movimiento del eje de la tierra y el posterior congelamiento de los polos, hasta finalizar con la desaparición de tal raza. Es lo que también manifestara el propio San Agustín como un eco de tal verdad superior: “Una vez que se descuida lo sobrenatural, no nos queda lo natural, sino lo infranatural, es decir, el desorden, el caos”.
Se decía en tales obras que el pensamiento moderno, en tanto que todo pretende explicarlo naturalmente, sólo se aplica a las causas eficientes de las cosas, ante la constatación de hechos trascendentales, pertenecientes al plano natural pero de consecuencias históricas indubitables, ignora o rehuye de una explicación por las causas finales que se encuentran por detrás de esos mismos hechos, siendo su visión de la realidad de carácter unidimensional. Por ejemplo, ante un acontecimiento de trascendencia histórica como fuera la destrucción de la Armada Invencible de Felipe II, la que estaba destinada a invadir Inglaterra, y que con tal acción habría podido cambiar todo el curso de la historia, la explicación es simplemente a través de causas naturales, tales como un inconveniente meteorológico, una tempestad, etc.; para el moderno ha sido el mero azar por lo tanto lo que habría hecho que la Armada se hundiera y que Inglaterra no fuera invadida. Lo que no nos explica es por qué justamente tuvo que ser en ese instante en que se desarrolló esa tormenta, por qué justo tenía que pasar por allí la Armada que iba a invadir Inglaterra. ¿Por qué a ésta y no a otra Armada tuvo que pasarle tal cosa? ¿Por qué tuvo que ser el corsario Drake el que vino después de la tormenta y no antes? Ésta es la reflexión del pensamiento tradicional, el que no queda satisfecho con explicaciones meramente naturales. Las desinteligencias entre el poder espiritual y el político, el conflicto por las investiduras es para el pensamiento tradicional la causa última del acontecimiento. Han sido las fuerzas de lo alto las que, a través de un fenómeno perteneciente al plano de la meteorología, han castigado con la derrota a la civilización que había roto el equilibrio espiritual y la consecuencia es el desorden en el plano de la materia.
Esta idea siempre estuvo latente en la tradición. La obra antes mencionada representa una exaltación de Roma, cuyo gran poderío no se habría debido a su fuerza material, sino al carácter religioso y ritual de cada una de sus acciones. Cuando los romanos por ejemplo fueron derrotados por los cartaginenses en la batalla del Lago Trasimeno, el general que conducía los ejércitos manifestó que la derrota se debió, más que a la falta de valor en el combate expuesto por la tropa, a la falta de rigor en el cumplimiento de los ritos. Es decir, que para el hombre tradicional las causas espirituales tienen primacía sobre las meramente materiales.
Y aun hoy cuando ese rabino de Jerusalén manifiesta, ante el horror y agravio de la inmensa mayoría de los judíos y de todos los demócratas del mundo coaligados, que el holocausto de seis millones de sus compatriotas en los campos de exterminio nazi representa el castigo al que ha sido sometido este pueblo por haber pecado, es decir por haberse apartado de lo sagrado, de sus ritos, para entregarse a lo mundano, no hace sino manifestar, desde la perspectiva de la civilización a la que pertenece, un principio metafísico cierto, que aun es rastreable en la misma Biblia hebrea. Quien se aparta de lo sagrado es como si se amputara la arteria esencial que da vida a toda su existencia y la consecuencia es que tarde o temprano hay que descontar por el desvío en que se ha incurrido.
Desde tal óptica pues la victoria en un combate tenía un sentido superior al de un mero despliegue de fuerzas y de valor, la misma representaba un símbolo de una realidad suprema, ella tenía un valor sagrado, significaba en la esfera de la exterioridad lo que en un plano interno del sujeto era el doblegamiento de lo inferior. Era la manifestación de que había logrado vencerse al yo inferior proveniente de la materia, el que está presente en uno mismo. Tal como el esoterismo islámico expone a la perfección cuando hace la analogía entre la grande y la pequeña guerra santa. Y en cambio, cuando ésta no se había operado, las causas debían ser buscadas más en circunstancias sobrehumanas que meramente humanas. No vencía aquel que hubiese tenido los ejércitos más poderosos, sino que la victoria estaba del lado de aquel que había sido capaz de lograr una mayor eficacia en la ejecución del rito. Y cuando la lucha era entre un pueblo espiritual poseedor de ritos y otro bárbaro, carente de éstos, la victoria de este último era el castigo que recibía el primero por haberse apartado del orden metafísico. Tal el caso del resultado de Malvinas.
La relación que se establece con el dios es pues desde esta perspectiva de carácter activo y no pasivo. No puede vencerse en lo externo si antes no se ha vencido en lo interno y vencerse a uno mismo, doblegarse significa haber sido capaz de traer hacia sí al dios para que nos sea afín. Se recuerda al respecto la imagen de Jacob que logra vencer al ángel y lo doblega consiguiendo su bendición. Lo cual corresponde al dicho de Plotino en las Enéadas: “Corresponde que los Dioses vengan a mí y no yo hacia los dioses”.
Ante lo divino pues la actitud no es de ninguna manera el pacifismo, la pasividad de un alma ansiosa y atormentada, que todo lo espera de afuera, sino que se trata en cambio de una conquista, de un doblegamiento, de una victoria. La actitud ante el dios no es así la espera pasiva, la entrega a su voluntad omnímoda a fin de que todo lo disponga aun en contra de nosotros mismos, siendo el alma así un mero títere que, al decir de Pascal, un pensador afín a este estado decadente, es como una mera caña por donde sopla el viento de la divinidad, sino una actitud de conquista, de doblegamiento, de realización victoriosa; hay que hacer que el dios descienda hacia nosotros y no permanecer quieto y pasivo esperando que éste venga y haga su voluntad. Hay que hacer en modo tal que la voluntad del Dios llegue a convertirse en nuestra propia voluntad y de tal forma se multiplique y convierta en invencible. Los dioses para los clásicos no son al respecto ni buenos ni malos, son fuerzas cósmicas superiores a las que debemos ser capaces de atraer hacia nosotros. Por ello el que triunfa no es necesariamente ni el virtuoso, ni el sabio, sino aquel que ha sido capaz de convocarlos. Y en esto consiste pues el sentido mágico del rito.
Para la concepción tradicional la victoria lo es pues todo y cuando se carece de ésta la misma vida se encuentra totalmente vacía. Ser vencido equivale pues a algo peor que estar muerto y la existencia carece totalmente de sentido si no es pensada y ordenada en función de una reivindicación, de una regeneración espiritual, sólo factible a través de una guerra, de una guerra santa, y no de una paz de vencidos y humillados. Por ello es que dijimos en El Fortín que las Malvinas no nos deben ser devueltas, sino que deben ser reconquistadas.
Rendirse en un combate, entregarse al enemigo, otorgar a un dios ajeno a nosotros la iniciativa de la victoria, como hizo gran parte de nuestro ejército, siguiendo los insanos consejos de Wojtila, representa justamente esa actitud pasiva y claudicante propia del virus güelfo y burgués que ha corroído a nuestra civilización. Y hay que buscar sólo allí y no en la superioridad tecnológica del enemigo la causa de nuestra derrota. Fuimos derrotados exteriormente tan sólo porque antes lo habíamos sido interiormente. La debacle en el terreno físico sólo es explicada por la claudicación acontecida previamente en el plano espiritual y metafísico. Tan sólo cuando el dios del combate se había retirado de nosotros y cuando en los templos se imploraba de rodillas por una paz de humillados, sólo allí fue que la victoria se fue de nuestro lado.
 Aun hasta hace pocos años, mucho después de la guerra de Malvinas, ha podido escucharse un eco de este mismo espíritu de la claudicación en algunas frases emitidas por un coronel experto en rendiciones cuando manifestaba tras una de sus tantas rebeliones fallidas: “Fuimos derrotados, pero en el fondo vencimos pues se hizo la voluntad de Dios”, ante lo cual cabe sólo contestar con esta contundente máxima de Plotino extractada de sus Enéadas: “Están los que no tienen armas. Pero el que tiene armas, que combata, porque no existe un Dios que combate en lugar de los que no están en armas”. Y ante este segundo despropósito emitido en 1989 en ocasión de otra frustrada asonada cuando dijera: “Ellos querían que tomáramos el poder para evitar que accediera al mismo Menem, ese argentino que piensa patrióticamente, pero al rendirnos, frustramos sus proyectos y por lo tanto los derrotamos”, también queremos contestar con esta otra contundente frase dePlotino, presente como la otra en el Tomo VI de la obra sobre la Magia: “Es justo que los viles sean dominados por los malvados”. Con tales conceptos no se hace sino expresar en lenguaje estratégico militar ese mismo espíritu güelfo sumiso, interesado meramente en mediatizar las fuerzas espirituales de una nación poniéndolas al servicio de una institución espuria que ha falseado sus fines metafísicos para entregarse promiscuamente al mundo y a sus repartijas de poder.
La función de los ritos es por lo tanto, de acuerdo a la obra del grupo de Ur, la de obtener que esas fuerzas superiores nos sean afines. Lejos se encuentra pues el valor del sacerdocio en el de tratar de pontificar acerca de la validez o no de la guerra, dándonos sobre la misma lecciones de moralidad gandhiana, tal como hizo el papaWojtila; él en cambio debía hacer valer su investidura para obtener que las fuerzas superiores estuvieran de nuestro lado y operaran la derrota sobre el infiel. Esta Cruzada podía haber tenido incluso un significado superior a la de tantas otras cruzadas, como no la tuvo propiamente la que se desplegó contra el Islam, pues era una lucha entre concepciones diferentes de Dios; aquí en cambio era contra el mundo moderno que se intentaba luchar y la Iglesia debía ponerse a la cabeza de la misma haciendo valer el poder de sus ritos otorgados por el Dios-Hombre Jesucristo. Pero en cambio a la inversa, tal como presenciáramos en vivo, vino a doblegar nuestras energías de combate a favor de una rendición.
No quiero terminar estas palabras sin rendir un pequeño y muy personal homenaje. Hace pocos meses falleció ese tío mío que cumpliera con la magnífica tarea de enviarme en manera por lo demás generosa la totalidad de las obras de Evola y del Grupo de Ur. Debemos estarle todos sumamente agradecidos. Sin ese gesto totalmente desinteresado esta prolífica obra emprendida por Ediciones Heracles, con sus ya 20 obras editadas sobre el pensamiento tradicional, no habría existido. Esta figura anónima que no lo conocía a Evola y que incluso discrepaba con su manera de pensar, repitiendo a coro lo que decían los medios para descalificarlo, ha sido sin proponérselo siquiera tremendamente importante en la divulgación de un pensamiento alternativo que nos cabe duda alguna será el que asumirá en sus principios esenciales la nueva generación metafísica del próximo milenio a punto de iniciarse. Sea pues en su honor que hoy presentamos este tomo final de la obra sobre la Magia.