9 DE DICIEMBRE DE 1983

 

Yauhar recordó los 35 años de la vuelta a la democracia | Línea Sur Noticias

El inicio de la peor de las decadencias argentinas.

En el matutino La Nación del pasado domingo el periodista Mariano Grondona comenta, en ocasión de la próxima conmemoración de los 20 años de democracia en la Argentina, que, si bien hemos superado en duración al anterior período de continuidad de tal sistema inaugurado en 1916 y abruptamente concluido en 1930 (14 años), sin embargo los resultados obtenidos esta vez, tal como sabemos todos, han sido sumamente peores que en la circunstancia anterior. Reconoce el autor que, junto a la profunda decadencia de nuestra capacidad productiva, hoy en día más del cincuenta por ciento de la población se encuentra por debajo de la línea de pobreza, hecho que ha resultado totalmente inédito en nuestra historia, y que obviamente no ha sido jamás vivido durante los terrificantes “años de plomo”, lo cual, pensamos nosotros y no así el aludido periodista, podría ser un claro índice de inconveniencia en seguir practicando dicho sistema. Sin embargo tal análisis, si bien acierta en la divulgación de las cifras apuntadas, yerra a nuestro entender en no hacer notar las sustanciales diferencias habidas entre el proceso inaugurado en 1916 y el que se iniciara el 10 de diciembre de 1983.
Hay que resaltar aquí que la democracia, tal como fuera instituida a partir de la ley Sáenz Peña y plenamente implementada en 1916, fue en sus inicios tan sólo un sistema propio de la institución estatal. Mientras que el organismo rector de la comunidad estaba cimentado en el principio de la soberanía popular, no sucedía lo mismo con las instituciones que componían a la nación en su conjunto. Éstas, lejos de estar organizadas “democráticamente”, tenían su fundamento en un principio monárquico de autoridad, siendo en todas ellas el jefe aquel que les otorgaba su sentido y orientación esencial. Acontecía allí lo opuesto exacto de lo que en cambio sucedía en la sociedad política. Puesto que, de acuerdo al principio liberal imperante, la misma se cimentaba en la voluntad del pueblo y ésta, como bien sabemos, es algo mutable y caprichoso, así como fácilmente sugestionable por la propaganda demagógica, resultaba una cosa obvia y forzosa que con el tiempo tal institución entrara en crisis y que consecuentemente los ciudadanos, cansados del desgobierno y de la corrupción imperante, solicitaran a gritos la salida de los políticos demócratas del poder del Estado. En dicha circunstancia entonces acontecía que era la misma sociedad civil, la nación, la que, en tanto cimentada en principios opuestos a los de la política, corregía el rumbo democrático del país restaurando así la existencia del Estado. Tal función era asumida por las Fuerzas Armadas quienes llenaban el vacío de poder cada vez que éste venía a menos en razón de la profundización de sus contradicciones intrínsecas. Sin embargo, el problema que tuvieron los gobiernos militares fue el de haber oscilado siempre entre dos errores concurrentes. Mientras que un sector de éstos consideró que su presencia era transitoria hasta tanto se pudiese sanear y estabilizar a la democracia, otro en cambio consideraba que, como la clase política era por naturaleza inepta, debían ser los mismos militares los que asumiesen la función del Estado en forma permanente. Las dos posiciones eran erradas. En el primer caso porque la democracia nunca puede ser sana ya que es la forma de gobierno que asumen las sociedades en su fase de decadencia y corrupción; a su vez la misma siempre será inestable pues se basa en la “voluntad del pueblo”, el que es por naturaleza voluble. Tampoco la función de gobierno es propia del sector militar, tal como erradamente opinaba el segundo grupo, ya que la misma exige un aprendizaje y especialización que no es la que se recibe en el cuartel. Las Fuerzas Armadas deberían haber aprovechado su presencia en el Estado para ayudar a constituir una fuerza política alternativa, sentando así las bases para la formación de una nueva clase encargada en lo sucesivo de ejercer la tarea de gobernar. Nada de esto lamentablemente fue hecho, sino que los militares, lejos de haber insinuado sentar los cimientos de un verdadero cambio revolucionario llamando a su alrededor a los sectores más idóneos y con principios sólidamente antidemocráticos y jerárquicos, en cambio solieron rodearse de civiles adulones, carentes de cualquier formación superior, por lo cual la mayoría de los cuales, y es lo que se viera en la última restauración democrática, una vez que se eclipsara el régimen militar se cambiaron rápidamente de bando pasando a ocupar puestos en el nuevo sistema.
Lo que ha tenido de novedoso y revolucionario la experiencia de 1983 es que esta vez la democracia dejó de ser una mera forma asumida por el Estado, para convertirse en una forma de vida propia del resto de la sociedad. Y esto fue explícitamente formulado por los demócratas, una vez que retomaron el poder ayudadas por el triunfo de las armas británicas y el vertiginoso abandono del gobierno por parte del régimen militar. Ellos dijeron que si se quería que la democracia fuese de aquí en más permanente, toda la sociedad en su conjunto debía convertirse en democrática. Así pues a las Fuerzas Armadas se las “democratizó” a través de un proceso del estilo de Nüremberg cuya finalidad última ha sido demonizarlas en forma permanente ante el resto de la sociedad, aconteciendo lo mismo por proyección con las restantes fuerzas de seguridad, en tanto se las identificó con todo principio de autoridad, reputado como algo negativo y condenable. Además, para eliminar su influencia “autoritaria” sobre la juventud, se suprimió el servicio militar obligatorio, dejando así a la televisión y a una escuela degradada que se encargaran de “formar” moralmente a los jóvenes. A la familia a su vez se la ha “democratizado” con una serie de leyes concurrentes, pero principalmente a través de la de la patria potestad compartida en donde el padre ha dejado de ser la autoridad superior en aras de constituir también aquí una sociedad “pluralista y democrática” en donde todo se discute y cuestiona. La escuela a su vez ha visto socavada la autoridad del director, suplantado por un Consejo compuesto de padres, alumnos, ordenanzas, etc., en donde es el “pueblo” el que allí decide, del mismo modo que la del profesor quien ha pasado a ser un mero coordinador de actividades áulicas, que en todo caso instruye pero nunca educa, pues tal función ha sido asumida ya en forma agresiva por la televisión hoy convertida en un verdadero centro de deformación cultural y cretinización de las personas. Y a la Iglesia católica se la ha asediado con campañas difamatorias dirigidas especialmente a aquellos pastores que no se desatacasen por manifestar una mentalidad progresista, para de esta manera destruir su influencia sobre el resto de la comunidad. Ha sido pues a través de la demolición de la sociedad civil que la democracia ha podido mantenerse a pesar de todos sus fracasos. Por ello las destrucciones económicas y sociales reconocidas por el señor Grondona y por todos los que soportamos la crisis galopante en los más diferentes niveles no son sino la consecuencia de una destrucción mayor y más vasta que es la de la moral, la religión y la relativa a las costumbres de nuestra nación, sumida en el caos por parte de una dirigencia inescrupulosa, tan sólo interesada en el dinero y el poder.
El desesperado grito del “¡Que se vayan todos!”, lanzado por la población en sus momentos de mayor angustia y desazón, denota justamente la carencia de una alternativa ante la democracia corrupta y crepuscular, por parte de una sociedad a la cual se le han socavado sus últimas reservas. Ésta es la única razón que explica por qué, a pesar de todos los desastres padecidos, los políticos sigan “gobernando”. Dicha consigna debería ser suplantada por la de “¡Hay que expulsarlos a todos!”. Pero para ello una vez más deben sentarse las bases de un movimiento que restaure el Estado, de acuerdo al modelo que tuviera la Argentina en el siglo XIX con Juan Manuel de Rosas, con las pertinentes adaptaciones a los tiempos actuales.
El 9 de diciembre de 1983 fue el último día en que los argentinos, con todas las limitaciones del caso, tuvimos la dicha de no vivir en democracia. Valga pues nuestro homenaje recordatorio a tal fecha histórica.
 

Buenos Aires, 9 de diciembre de 2003.