IMPERIO Y MERCADO
(A propósito del MERCOSUR)

 

Al examinar la política internacional resulta curioso constatar la casi unanimidad que hoy existe. Ante el hecho novedoso que es el de que haya una sola potencia en el planeta, cabe preguntarse ¿cuál es la postura que frente a la misma adoptan las restantes naciones? O también ¿existe hoy en día alguna nación o conjunto de naciones que se opongan verdaderamente a los EEUU?
Digamos enseguida que ninguna. Tanto Europa como América Latina participan de un discurso común en gran medida engañoso. Se afirma en ambos casos que para evitar el predominio norteamericano y lo que se denomina como el “proceso globalizador” las naciones que componen sendos continentes deben unirse entre sí y luego aliarse para presentar un compacto polo de contención y detener así su avance desaforado. Es decir que a  una Norteamérica potencia habría que contraponerle una Europa y una América Latina también potencias. Este planteo, que a primera vista no suscitaría objeciones, pues pretende sostener una acción mancomunada de defensa de los propios intereses, adolece sin embargo de una serie de equívocos que es indispensable primeramente esclarecer. Cuando los regímenes europeos y latinoamericanos hablan de potencia, del mismo modo que también lo hicieran China y Japón, se refieren obviamente al concepto burgués que de la misma ha primado en los últimos tiempos y que ha podido realizarse plenamente tan sólo en los Estados Unidos, es decir, aquel concepto de potencia que centra en el factor económico el elemento principal. O también aquel que considera que la economía es la llave de entrada para obtener todo lo demás. Que resolviendo su situación y alcanzando un éxito en la misma todos lo demás factores, como el político, el social, o el cultural se darían por añadidura. No ha sido pues una mera casualidad que tales conglomerados de naciones se hayan constituido a sí mismos asumiendo orgullosamente el nombre de Mercados (Mercado Común Europeo, MERCOSUR), como si se tratase de una feria en la cual lo esencial consiste en la compra y la venta de productos considerando así, a la manera arquetípicamente yanqui, que la economía es en última instancia el destino obligado de todas las naciones y que quien logre controlarla y destacarse habrá sin más de consolidarse como una potencia independiente capaz de tomar decisiones autónomas en la política universal. Una vez más nos encontramos aquí con el viejo adagio que imprimió la decadencia romana: primum vivere deinde philosophare. Y al respecto es interesante también constatar la manera como están organizados tales conglomerados mercantiles. A pesar de pretender llegar a competir con los EEUU, ninguno de ellos posee sin embargo un poder central y único, rasgo éste que en cambio caracteriza a una verdadera potencia, y del que pueden sin más jactarse los norteamericanos, sino que son simplemente un parlamento confederado de naciones que tan sólo acuerdan entre sí principalmente en cuestiones relativas a la economía y las finanzas; unión efímera pues que puede en cualquier momento disolverse en caso de discrepancias o de mejores provechos divisables en otro contexto dentro del volátil mundo de los negocios. Y este centrarse en la economía, asumida como praxis principal, hace que todo lo demás (la política, la cultura, etc.) esté determinado de acuerdo a tales cánones. La Europa de los mercaderes repudia pues la guerra y sólo está dispuesta a hacerla cuando no existen graves peligros para su seguridad burguesa y cuando a su vez represente un negocio rentable. Se lo ha visto en el reciente conflicto con Irak, en que sus naciones se dividieron, no respecto de la justicia o no de la acción a emprender, sino respecto de la conveniencia crematística que la misma conllevaría. Hubo así divisiones de criterio respecto de aquello que resultara más ventajoso, pero bastó un simple atentado con dos centenares de muertos para que quienes habían decidido intervenir militarmente inmediatamente se salieran casi corriendo del conflicto. Y ello es fácilmente comprensible. Si la economía es lo principal, la vida que permite obtenerla también lo es. No puede disfrutarse de bienes estando muerto. Tal es la mentalidad burguesa que hoy campea y que es imposible negar como trasfondo a pesar de todas las interpretaciones moralistas que quieran hacerse luego del hecho consumado. Por tal razón incluso cuando ha habido que hacer la guerra en el propio territorio se acudió a la tan repudiada potencia extranjera y globalizadora, los EEUU, para que pusiera orden en Serbia y en Kosovo. Podrán discrepar entre sí tales naciones en materia de política internacional en relación a Norteamérica con respecto a mandar o no tropas a Irak, pero ello estará determinado siempre por la circunstancia económica. Unos podrán decir que si se participa se podrá disfrutar de las ganancias obtenidas por las conquistas territoriales, otros en cambio harán notar que es preferible dejar a otros hacer el trabajo sucio para después intervenir entre los que proponen poner el orden final. Tal ha sido por ejemplo el caso de Francia la que, tras haberse opuesto con pretendida vehemencia a la invasión norteamericana, ha sido el primer país en reconocer al gobierno títere colonial impuesto por tal potencia. En pocas palabras las rimbombantes declamaciones pretenden esconder el hecho esencial de que en el fondo todos coinciden siempre en participar con EEUU en la necesidad de imponer en el mundo el american way of life del cual ellos, en tanto han aceptado a la economía como destino, participan calurosamente. Digamos pues que Europa sólo podrá ser una potencia en el momento en el cual posea un Estado centralizado y único que imponga una política propia, sin posibilidad alguna de disidencia en la decisión final y lo principal, que la misma sea diferente en los principios de lo que sostienen los EEUU. Más aun hasta podríamos decir que no existe tal Estado porque los principios no son distintos.
Una situación muy parecida es la que existe aquí en nuestro continente. Se insiste hasta el hartazgo en que tenemos que estar unidos y se repiten viejos aforismos de “próceres” como Perón y Bolívar de que Latinoamérica debe encontrarnos unidos en el nuevo milenio, sino de lo contrario seremos dominados, como si acaso no pudiesen darse las dos cosas simultáneamente. En la actualidad distintos políticos como Duhalde en Argentina, Chávez en Venezuela, o Lula en Brasil nos hablan ya abiertamente de los Estados Unidos de Sudamérica, recreando el viejo sueño bolivariano. Ante ello habría que recordar no sólo que Bolívar fue simpatizante del imperio británico y masón, sino también preguntarse lo principal cual es alrededor de cuáles principios nos tenemos que unir. Si la unión es simplemente para ser más competitivos y poder tener más influencia en el concierto de naciones que participan de una misma concepción del mundo es algo que lo reputamos como totalmente sin valor y hasta contraproducente. Más aun pensamos que ciertas unidades son preferibles para la potencia norteamericana pues representan una manera de controlar mejor el estar todos concentrados en una sola parte y no desparramados por doquier y con caracteres imprevisibles.
La única unidad que aceptamos es aquella que no esté fundada en principios modernos y burgueses, sino en nuestra tradición más raigal. No una confederación anárquica de Estados soberanos como nos proponen Chávez y Duhalde, a semejanza del Mercado Común Europeo, sino una unidad de carácter imperial tal como existiera también en nuestro territorio y durante más de mil años, desde los Mochicas, los Aztecas, los Incas, hasta nuestra pertenencia al Imperio en el que nunca se ponía el sol. Imperio en el cual lo sagrado se hallaba por encima de lo profano y consecuentemente lejos se estaba de subordinar la política a la economía como ahora, debiendo el mercado estar apartado del templo y del gobierno, pues la economía era una función subsidiaria y nunca la esencial.  Y porque además, estando subordinada a lo superior, era la única forma de que cumpliera con su función principal cual era la satisfacción de las necesidades materiales. Menos de 200 años de herejía moderna y decadencia en nuestra historia no harán que olvidemos nuestra tradición primigenia. Por ello es que repudiamos el MERCOSUR con el mismo vigor con que lo hacemos con el Mercado Común Europeo y con Norteamérica, en tanto partícipes todos por igual de un mismo principio.

Marcos Ghio

Buenos Aires, 14-7-04