LA DISOLUCIÓN DE LOS ESTADOS EN AMÉRICA DEL SUR

 

Convengamos en que la situación boliviana, lo mismo que la ecuatoriana y de otros países de América del Sur, aunque también podría serlo de otros espacios similares, presentan por igual una serie de caracteres en común. Toda vez que en los mismos se ha gestado un movimiento de protesta en contra del gobierno de turno, éste, luego de haber respondido con un tímido intento por mantener el orden, ha inmediatamente cesado en su intención originaria presentando rápidamente el presidente la renuncia o anticipando su salida del poder. En Bolivia hemos visto los recientes casos de Sánchez Losada y de Mesa, en Ecuador el de Gutiérrez y otras situaciones similares, todas las cuales han mostrado como característica común la de que, luego de haber sido jaqueados por diferentes movimientos de protesta a los cuales se negaron a reprimir hasta las últimas consecuencias como hubiera correspondido a un gobernante auténtico, se alejaron raudamente del poder los que ocasionalmente lo ejercían.
En la Argentina, país que en múltiples aspectos puede considerarse como pionero del continente, ha sucedido lo mismo desde que la Democracia se encuentra al frente del Estado. Así pues Alfonsín abandonó seis meses antes su gobierno en razón de una sucesión de saqueos luego del fracaso estrepitoso de su plan económico, De la Rúa se escapó en un helicóptero tras una pueblada en Plaza de Mayo con la muerte de una treintena de personas, Rodríguez Saa huyó a su provincia a una semana de asumir el poder aunque no se produjeran muertes, pero por la persistencia de manifestaciones en su contra y Duhalde, su sucesor, anticipó también en seis meses su partida luego de que, por una “represión” policial, murieran dos piqueteros. Y hoy en día, profundizándose tal perspectiva, el régimen ha reconocido que, para subsistir, debe evitar a cualquier precio “reprimir las protestas” y hasta ha paradojalmente tratado de congraciarse con éstas, ensalzándolas en su valor, a pesar de transgredir aviesamente el orden público e incluso, de manera harto siniestra, tratando de atraerlas hacia sí a fin de que le sirvieran como una especie de fuerza de choque en contra la oposición. Actitud esta última sumamente peligrosa, pues ¿qué pasará el día en que las mismas se salgan de cauce y se dirijan en contra de quien las inspira? Cosa ésta que resulta ser lo más previsible, pero que además no es sino la consecuencia extrema de todas las claudicaciones anteriores.
Estamos pues desde hace un tiempo presenciando el fenómeno de un Estado que se restringe a sí mismo en el monopolio y el uso de la fuerza, es decir de un Estado que se autolimita en el ejercicio del poder, que por lo tanto cede abiertamente y hasta lo manifiesta en forma expresa, a la protesta de los movimientos sociales. La consecuencia natural de todo ello será que con el tiempo sobrevendrá su desaparición o suicidio. Lo que vendrá después es algo difícil de saber, aunque la situación boliviana ya nos lo prenuncie, a través del mentado fenómeno del separatismo de ciertas regiones más ricas, que no es sino la consecuencia necesaria de un proceso propiciado por un Estado renunciatario. Un poder que no se ejerce es obviamente ocupado por otro u otros. Sin embargo debemos agregar también que este fenómeno destructivo que estamos presenciando en un grado de mayor o menor intensidad encuentra su fundamento último en una serie de sofismas ideológicos que se han ido constituyendo indudablemente con la expresa intención de disolver el Estado y consecuentemente las distintas unidades nacionales de nuestro continente. Es decir se ha sembrado en el seno de nuestras sociedades un conjunto de errores con la finalidad expresa de destruir y disolver. El principal sofisma al que aludimos es aquel que sostiene abiertamente que los derechos de la “humanidad”, esto es de los individuos singulares, son más importantes que los del Estado. Que es más grave por lo tanto atentar en contra de aquellos que en contra de este último. Y hasta se llega a una absolución de los primeros en la medida en que se alega que si éstos suceden es porque ha sido el Estado el culpable principal que los ha provocado por su inveterado carácter de “represor”. Cosa que en cambio nunca se le acepta a este último, el cual en ningún caso, de acuerdo a tal filosofía deletérea, podría llegar a ser una víctima, sino siempre un victimario. Que por lo tanto, en razón de tal superioridad reconocida, los eventuales delitos que efectúan las personas singulares pueden prescribir y ser perdonados, pero no así los que eventualmente realizara el Estado. Ello se lo ve en el hecho de que la Constitución argentina de 1994 ha subordinado explícitamente los derechos del Estado nacional a los Derechos humanos universales, a través de la forma de Tratados internacionales, por los cuales atentar en contra de un hombre es más grave que hacerlo en contra de una institución, olvidando a su vez en tal abstracción que la misma también está compuesta por personas. Que las libertades individuales, esto es los caprichos de los ciudadanos soliviantados y mediatizados por los medios masivos de comunicación formadores de opinión pública, son más importantes que los que posee el Estado de ser obedecido y por lo tanto de exigir el mantenimiento del orden público. De acuerdo pues a la filosofía democrática implementada a partir de 1983 lo privado resulta ser así más importante que lo público. Y que esto último debe subordinarse a lo privado, no reprimirlo nunca, sino en cambio actuar frente a él con una paciencia sin límites, tal como la que se expresa en la actitud de nuestras fuerzas de seguridad frente a las avalanchas, tomas y cortes de los piqueteros, a los cuales todo les debe ser garantizado. No nos llamaría la atención ni resultaría descabellado sostener que así como tal filosofía errónea ha sido expresamente inducida para destruir, también la miseria del pueblo, producto de también erróneas políticas económicas, ha sido gestada a fin de favorecer una protesta que sin tal situación desesperada nunca habría encontrado su lugar por más ineficiente y renunciatario que fuese el Estado.
Resulta sumamente coherente con tal filosofía el debate que se ha iniciado en relación al análisis de lo acontecido en la década del ‘70 cuando en nuestro país se librara una guerra entre el Estado nacional y las fuerzas armadas de la subversión respecto de cuál de los dos “terrorismos” era peor. Si el que se excedía en la defensa del orden público o el que en cambio lo hacía con la finalidad de destruirlo. Si se podían poner en un mismo plano a los que fusilaban sin juicio a los guerrilleros o éstos últimos cuando lo hacían con indefensos ciudadanos. Hoy en día, en razón de esta tendencia autodestructiva antes mentada, no se hesita en considerar al primero como el peor de todos, cuando tendría que ser exactamente al revés. Quien se excede en la defensa de la ley y del orden es siempre mejor que el que en cambio lo hace para destruirlo. El ataque dirigido en contra de las Fuerzas Armadas es pues el ataque dirigido en contra del Estado, pues es el que se efectúa en contra de su función esencial que es la de la defensa del orden público sea de las acciones que sobrevienen desde lo interno como desde lo externo.
Frente a lo relatado no queda sino una alternativa. Si el Estado quiere sobrevivir en primer lugar debe sacudirse de todas las ideologías disolventes que lo limitan en su función y lo anulan en los hechos. Ello deberá hacerlo aquel grupo de hombres que con decisión haga primar los sagrados intereses de lo público por sobre lo privado, sin dejarse influir por la moralina burguesa hoy vigente con todos los anatemas que la prensa ha fabricado para desarmar a la Nación.

Buenos Aires, 16-6-05

                                                                                     Marcos Ghio