LAS VERDADERAS CAUSAS DEL SUICIDO DE KIRCHNER (2a parte)

 

Se cumplen en estos días los 70 años del suicidio de Kirchner, el pintor germánico expresionista, cuyo nombre ha vuelto a tener importancia luego de que un tocayo suyo llegara a ser presidente en un lejano país de Sudamérica.
Y ha sido en razón de esta aludida semejanza en el apellido y al curioso y significativo cuadro al que le dedicara una especial atención que tratamos de indagar en otra nota (1) respecto de las razones por las cuales el aludido se decidiera a tomar una decisión tan drástica y dramática como la de quitarse la vida. A casi un año de la aparición de aquella nota debemos reconocer que en la misma cometimos el error de dejarnos llevar por la opinión generalizada que dieran los críticos que explicaron el acontecimiento. De acuerdo a éstos, el Kirchner pintor habría caído en un profundo estado de depresión originado en el clima de rechazo y hostigamiento que se había desencadenado sobre su obra en una época en la cual en su país gobernaba totalitariamente el nacional socialismo el que, en tanto sustentaba valores estéticos contrapuestos a los suyos, un año antes de su trágica muerte había exhibido alguno de sus trabajos en el Museo de Arte Degenerado, institución creada especialmente para señalar aquel tipo de expresión artística que se debía rechazar.
Sin embargo, debido al interés que nos ha despertado dicho tema por las circunstancias muy actuales que el mismo posee, hemos profundizado en nuestra investigación y estamos en condiciones de rectificarnos de aquella primera apresurada apreciación que era también la que había primado entre los críticos. Si bien es cierto que en una primera etapa, tal como sucede con la mayoría de los artistas, él había estado interesado en la fama y el éxito social, Kirchner desde mucho tiempo antes se encontraba desentendido respecto del valor que pudiese otorgar el público a sus obras. Hacía ya años que él se había retirado del mundo y se hallaba ensimismado en su trabajo. Más aun hasta suponemos que, debido al intenso aislamiento expresamente buscado, ni siquiera se debe haber enterado de ese evento descalificatorio respecto del valor de su pintura. Y es importante señalar aquí el sentido que él pretendía otorgar a su obra. A diferencia del común de los pintores de su tiempo él consideraba que su disciplina no era un medio de entretenimiento y expansión o de simple exteriorización de los propios estados de ánimo que debían ser comunicados a los demás a fin de sentirse confirmados, sino que en cambio era el vehículo que el hombre tenía para expresar una realidad diferente de la que el común de las personas percibiera. Si  las demás artes audiovisuales tan en boga en ese entonces, como la fotografía o el cine, nos señalaban la imagen de aquello que pretendía ser un reflejo más completo y pormenorizado de las percepciones sensibles propias de las masas, a la pintura en cambio le tocaba la tarea de expresar otro tipo de dimensión, justamente de aquello que se encuentra más allá de la mera percepción. Desde hacía tiempo nuestro artista había llegado a la convicción de que existían otras esferas diferentes de la realidad que determinaban a su vez otras formas de captar las cosas que no eran necesariamente las propias y habituales del común de los mortales. Si el modo humano consuetudinario y físico capta los hechos en forma separada y sucesiva para luego encadenarlos en la conciencia, él estaba convencido de que había una forma sintética por la cual en una sola imagen era posible percibir la totalidad de un segmento del tiempo sea del transcurrido como del que habría de transcurrir y que cuando ello sucediera plenamente entonces el artista, a diferencia de lo que acontece habitualmente, debía como dejarse atrapar por esta nueva dimensión y convertirse en un vehículo de un proceso que lo trascendía como simple individuo plasmándose en un verdadero instrumento en el cual el medio se confunde y hace una misma cosa con el contenido de la obra. Por tal razón los últimos diez años de su vida estuvieron dedicados intensamente y hasta diríamos en exclusividad a pintar un determinado cuadro, el que tituló "La Cabalgata Circense", al que le fue agregando siempre más detalles y correcciones no realizando otra actividad artística que no fueran los sucesivos y a veces imperceptibles retoques que le brindara en una tarea que casi se le había convertido en obsesiva y excluyente. No sabemos si la muerte lo sorprendió antes de la culminación de su trabajo o si la resolvió en el mismo momento en que su pintura se hallaba concluida resultando así su suicido propiamente como la finalización de la totalidad de su obra. Pero, si bien ésta es la hipótesis que más barajamos, consideramos que en última instancia ello representa un detalle subordinado en relación al sentido que él le otorgara a la misma y al homenaje que le queremos brindar intentando interpretarla.
Aquello que la multitud califica como realidad y a la que entrega la totalidad de sus afanes es concebido en el cuadro aludido propiamente como un circo que nos entretiene y permite establecer profundas distancias. Sólo un país con la peculiaridad de generar grandes espectáculos puede producir también verdaderos artistas. Muy posiblemente Borges no hubiera alcanzado tales alturas si no hubiese contado con el entretenimiento que le brindara el peronismo en la Argentina.
En este circo peculiar que representa la vida política cotidiana se destaca especialmente aquí una pareja que realiza inverosímiles piruetas ante el asombro colectivo debido a lo arriesgado de las acciones a través de las cuales todo pareciera encontrarse siempre a punto de estallar y caer y la estabilidad del espectáculo pender de un hilo muy delgado. El espíritu circense tiende a su vez a universalizarse. Son múltiples las carpas que se han establecido alrededor de la principal debido al sumo interés que suscita, así como los personajes altamente pintorescos que contribuyen a ornar la función y también las personas que la observan y participan con sentimientos que pasan alternativamente por diferentes estados. Desde el miedo, la curiosidad extrema, la tensión desencadenada hasta el delirio e incluso una sensación no disimulada de náusea por la actitud de querer transgredir ciertas leyes del buen gusto. El jinete mayor lleva sobre sus espaldas a una equilibrista. Posiblemente sea su pareja pues deben haber ensayado por años enteros el espectáculo principal que habrían de brindar, habiéndose establecido entre ambos una relación de familiaridad estrechamente asociada al arte del malabarismo. Pero he aquí que cuando están a punto de efectuar la mayor de todas las piruetas en la cual han estado dedicando jornadas enteras, hasta diríamos la totalidad de la propia vida, la pareja femenina trastabilla y queda como suspendida en el vacío, obligando a su compañero jinete a aferrarse nerviosamente del caballo para no caer él también en el esfuerzo. El público, artificialmente dividido entre rubios y morochos, unos a la derecha y otros a la izquierda, queda sumido de repente en un silencio casi sepulcral. Se produce un estrepitoso derrumbe, acompañado de un caos extremo y generalizado en el cual por un tiempo sumamente largo el espectador queda sumergido en la incertidumbre. De repente, luego del fracaso, aparece el jinete en una inesperada secuencia de un medio audiovisual subsidiario del arte pictórico que intenta discursivamente señalar ciertos detalles para el gran público que no pueden interpretarse en la obra. Es curioso constatar cómo le perduran los mismos moretones en el rostro que el cuadro apenas atisba. Es el momento preciso en el que emite allí la famosa frase de un suicida inminente. "Se rompe, pero no se dobla". Es que quiere cumplir con la profecía. Kirchner está por terminar su obra.
Tal como decía Nietzsche, la historia es un eterno retorno hacia lo mismo, todo acontecimiento vuelve a repetirse igual, lo que sucediera hace 70 años es más actual de lo que acontecerá mañana.

Marcos Ghio
Buenos Aires, 14/07/08