LA ILUSIÓN REENCARNACIONISTA

    

     Si las religiones y mitologías de los antiguos pueblos que enmarcaban sus avatares dentro de los parámetros de la Tradición reservaban sus respectivos paraísos de ultratumba (Campos Elíseos, Olimpo, Walhalla,…) tan sólo para una minoría (héroes, guerreros muertos en combate, personas que habían conseguido altas cotas de realización interior,…), otras religiones surgidas en épocas más tardías, tal como el cristianismo, prometieron el Cielo para prácticamente toda su comunidad de creyentes. Para esta forma religiosa únicamente con el cumplimiento de una serie de ritos –desprovistos de poder real de transformación interna del practicante-, ceremonias, preceptos y dogmas morales se aseguraba –y se asegura- la vida eterna celestial. Ésta, de acuerdo con tales requisitos, está al alcance de todos. La mayoría puede acceder a ella sin demasiados sacrificios, méritos ni cualificaciones innatas. Es de fácil acceso para la generalidad de los creyentes. Queda, pues, democratizada su consecución, en total contraste, por el contrario, con el carácter elitista, selectivo, minoritario y aristocrático que tenía en las religiones y mitologías de los antiguos pueblos Tradicionales.
     Las alteraciones que sufrió el budismo de los orígenes (fijado en el canon pali), que en un principio era exclusivamente una vía iniciática -una doctrina esotérica- que perseguía, como estadio último, el Despertar o Iluminación, las alteraciones, señalábamos, que sufrió al convertirse en religión, al masificarse, al degenerar en formas exotéricas y populares acabaron originando doctrinas como la de la reencarnación. Asimismo la incomprensión que, con el discurrir del tiempo, sufrieron ciertas enseñanzas de los textos védicos también acarreó en el hinduismo –como religión- la creencia popular en la reencarnación.
     Estas distorsiones padecidas por los mencionados textos sapienciales originarios llegaron a su paroxismo cuando en el siglo XIX empezaron a ser introducidas en Occidente de la mano de personajes como Elena Petrovna Blavastky y de corrientes antitradicionales como la del teosofismo por ella fundado.
     Los teosofistas le dieron a esta, ya de por sí, adulteración que supone el reencarnacionismo un carácter progresista. Sí, no podía ser de otra manera en unos tiempos en los que la quimera del progreso indefinido (tan indisociable al intríngulis del mundo moderno) se había, ya por entonces, convertido en dogma incontestable y en pilar básico de cualquier corriente filosófica, doctrina social, económica o política que pretendiera tener repercusión y/o triunfar en los tiempos deletéreos que corrían.
     Así pues, de acuerdo a este planteamiento progresista, tras la muerte cada individuo se reencarnaba en otro de superior cualificación espiritual. Así sucedería una y otra vez hasta llegar al más alto escalafón de perfección que conduciría al nirvana y, ¡cómo no!, a la iluminación. Éste sería el camino que seguirían, a pocos méritos que hiciesen, todos los seres humanos. Se vuelve de nuevo a la ya apuntada democratización de los más altos logros metafísicos a los que la persona puede aspirar.
     Como hemos indicado al inicio de este escrito estos postulados nada tienen en común (es más, se hallan en sus antípodas) con las creencias de las antiguas religiosidades del mundo de la Tradición. Para así corroborarlo podemos recordar que para la mayoría de los hombres (que no habían tenido una existencia más que vulgar y arrastrada por las leyes del devenir y de lo perecedero), para la mayoría, decíamos, de ellos tras la muerte esperaba una especie de existencia larvaria en la que cualquier atisbo de conciencia desaparecería. Esta especie de existencia larvaria acontecía en lo que los griegos denominaban el Hades o los nórdico-germánicos el Niflheim.
    
     Hasta aquí hemos hablado básicamente de creencias y, en este terreno, nos hemos tenido que circunscribir al marco estrictamente religioso, pero si en lugar de creencias quisiésemos hablar de certidumbres deberíamos recurrir a lo que nos enseñan los textos sagrados sapienciales, esotéricos y/o metafísicos, pues es en éstos en los que se refleja el Saber de la Tradición Primordial; gracias a que a ellos dicho Saber llegó a través de una cadena regular iniciática ininterrumpida –el conocido como ´cordón dorado´- a lo largo del devenir de los tiempos.
     En algunos de estos textos se nos explica con detalle qué es lo que realmente sucede tras la muerte física y como resulta que sobre ello ya escribimos algo en un ensayo anterior titulado “José Antonio y Evola”, vamos a reproducir la mayor parte de lo que entonces expusimos y que hace referencia explícita a “la idea que sobre la inmortalidad defiende Evola cuando habla en el capítulo titulado ´Las dos vías de la ultratumba´ de su obra ´Rebelión contra el mundo moderno´ (1), de que tras la muerte física son dos las vías que se le presentan al fallecido: una sería la ´vía de los antepasados´ o pitra-yana y la otra sería la ´vía de los dioses´ o deva-yana (términos de la tradición hindú). La primera de ellas sería el destino de la mayoría de los individuos cuya existencia no pasó nunca de ser la del hombre vulgar, esclavo del devenir y que consistiría en la disolución de las fuerzas y energías sutiles que hicieron posible la vida de dichos individuos (puesto que se hallan en el origen del funcionamiento de su entramado psíquico-físico),su disolución, apuntábamos, en la descendencia de su mismo clan, gens, sippe o zadruga (2) pasando a formar parte (dichas fuerzas o energías) del genio, manes, tótem, demon o dáimon que confiere la peculiaridad y el impulso particular que caracterizan al mencionado clan. Esta vía, en realidad, no supone la inmortalidad del individuo, pues éste (o, mejor dicho, ´sus´ fuerzas o energías sutiles) vuelve a reintegrarse en la corriente del mundo manifestado, del mundo del devenir y del continuo fluir. La segunda de las vías, la de los dioses, sí que supone la verdadera inmortalidad de la persona que en su existencia terrena supo desligarse de todo aquello que condiciona al individuo y experimentó una auténtica transubstanciación o transfiguración que espiritualizó su alma liberada de ataduras y la logró hacer compartir la Esencia Suprema de aquel Principio Superior, metafísico y suprasensorial que se halla en el origen del Cosmos manifestado. Por lo que, tras el óbito, si no antes, el Yo Superior o el Alma Espiritualizada de la persona habrá conquistado la inmortalidad, la eternidad y habrá escapado de la cadena de transmutaciones y cambios que son propios de la manifestación. Sólo unos pocos, sólo una minoría conquistará el ´paraíso´; logro, pues, de carácter aristocrático y nada democrático.”  

     Lo apuntado en esta cita al respecto de la ´vía de los dioses´ o deva-yana lo podemos –y debemos- ampliar con lo que otros textos Tradicionales como “El libro egipcio de los muertos” o “El libro tibetano de la muerte” (o Bardo Thödol) (3) nos exponen. Así pues, de acuerdo con lo que se puede leer en este último, la persona que, tras un arduo y riguroso proceso iniciático, hubiese llegado al Despertar durante su existencia terrena se hallaría con que, tras la muerte física, su Alma Espiritualizada se ´toparía´ con lo Incondicionado, con el Principio Supremo, con lo Trascendente, con lo Absoluto indefinible e imperecedero que se encuentra en el origen de todo el proceso de la manifestación cósmica: con el No-Ser descrito por una determinada metafísica. Se ´toparía´ con el Principio Primero y al haberlo –en vida- Conocido, experimentado y haberse fundido en uno con Él lo reconocería como de su misma esencia y se integraría en Él.
     Si, a lo largo de la existencia finita, la vía que lleva a la Iluminación no se hubiera completado totalmente el Yo Superior (o Conciencia Superior) de la persona fallecida puede (dependiendo del grado en que no hubiese recorrido todo el camino iniciático de transfiguración interior)  experimentar las siguientes situaciones de ultratumba:
     -Ante lo sobrecogedor que le resulta la contemplación del No-Ser, del Vacío ilimitado, de la inmensidad sin forma y sin delimitación de un Principio en el que no hallará ningún soporte ni ninguna referencia inherentes al mundo manifestado (del que no logró descondicionarse y desligarse del todo), ante lo sobrecogedor, decíamos, de esa visión que nunca llegó a conocer en vida sentirá una suerte de pavor que le hará huir de ella. Con lo cual no podrá, de momento, integrarse en la Causa Primera y formar parte de lo Eterno y de la Realidad Superior.
     -La huida le enfrentará con otra experiencia post mortem: la de la contemplación de aquellas entidades divinas propias de la religiosidad que conoció más de cerca por ser la más característica del entorno sociocultural en el que vivió. Si se identifica con ellas, si siente su esencia similar o cercana a ellas, se quedará en este plano de la realidad metafísica. Realidad inmaterial pero condicionada, puesto que las entidades divinas poseen figura, forma; la de la representación que en su cultura religiosa se les da.
     El Yo Superior debería de continuar, una vez situado y anclado en este plano, el proceso de descondicionamiento total que en vida no pudo concluir. Y lo debería de continuar para aspirar a volver a ´toparse´ con la primera experiencia de ultratumba que tuvo e integrarse, esta vez sí, en el No-Ser.
     -Si incluso no se siente identificado con aquellas entidades divinas será porque también le sobrecoge su cercana y embargadora presencia, ya que, en vida las adoró durante buena parte de su existencia y no consiguió nunca del todo percibir que tan sólo formaban parte del mundo manifestado (inmateriales, sí, pero sujetas a las formas; esto es, condicionadas), sino que siempre llegó a considerarlas como a las más altas jerarquías del Espíritu, por encima y más allá de las cuales no habría nada más; por lo que siempre las acabó contemplando aduladoramente desde una posición empequeñecida. Es por esta razón por la que emprenderá una nueva huida y experimentará una nueva experiencia post mortem:
      -Entonces el Alma Espiritualizada de la persona que había dejado la vida terrenal se enfrentará con sus propias pequeñeces, con sus propios temores, miedos y limitaciones. Unas pequeñeces y temores que no logró superar antes de la muerte y que son las que le han hecho sentir cierto pavor ante la magnitud y la presencia de las mencionadas divinidades (dioses, ángeles,…: todo dependiendo de la religión vivida). Sus propios temores y miedos pueden adoptar (dependiendo de si existían en la mitología de su entorno terrenal) la forma de dioses o diosas de aspecto monstruoso, terrible y pavoroso.
     Si consigue sobreponerse al miedo infundido por estas imágenes aterradoras se integrará en la dimensión de la realidad por ellas representada y continuará su proceso descondicionador para aspirar a encontrarse de nuevo con las entidades divinas del plano superior, con el fin de identificarse con ellas y con el posterior objetivo de continuar dicho proceso descondicionador que le lleve nuevamente ante la presencia de la Ausencia (valga la contradicción de los términos); esto es, del Vacío ilimitado, del No-Ser, del Principio Supremo, del Motor Inmóvil del que hablaba Aristóteles. Principio Superior con el que, ahora sí, se identificará y en el que se integrará definitivamente.
     -Si no consigue superar sus temores y miedos, si siente pavor ante la presencia de esas divinidades de aspecto terrorífico, es señal de que el camino iniciático de desapego que recorrió en vida dejó mucho que desear: fue poco intenso y/o poco duradero. Pero aunque de escasa valía, por lo menos sí que experimentó un pequeño despegue con respecto al hombre común, al hombre vulgar, al individuo amorfo arrastrado por las pasiones y los bajos impulsos e instintos. Por lo cual, aunque este Yo Superior deberá retornar a la existencia terrena, finita y perecedera para transmigrar y convertirse en el alma, psique o mente de otro individuo, tendrá el privilegio de elegir de qué embrión (a partir del que se gestará un nuevo ser humano) formará parte. Tendrá la opción, por ejemplo, de elegir el embrión del que se formará un individuo que -por entorno familiar, social o vocacional- gozará de una mayor facilidad y predisposición, así como de mejores ´herramientas´ y más óptimos medios, para emprender, con ciertos visos de éxito, el metódico y riguroso camino del desapego, de la transmutación interior y del Despertar y de la Gnosis de lo Absoluto. Podrá elegir convertirse en el alma, por ejemplo, de un individuo (allá donde aún hoy subsistan) de las castas o estamentos superiores.

 

     Tras estos comentarios vertidos a propósito de lo enunciado por el Bardo Thödol, quede claro el hecho de que son unos pocos seres dotados de una cualificación interior especial los que llegarán a experimentar alguna, varias o todas estas experiencias de ultratumba inherentes a la ´vía de los dioses´ o deva-yana, mientras que la mayoría caerán irremisiblemente en la ´vía de los antepasados´ o pitra-yana reservada al hombre mediocre y vulgar. Remárquese de nuevo, en consecuencia, el carácter aristocrático, antidemocrático y antiigualitario de la consecución de la auténtica inmortalidad, de la arribada al ´paraíso´.
 
     Recuérdese, asimismo, que el pitra-yana sólo contempla la incorporación de las energías y fuerzas sutiles del muerto al genio o tótem del clan al que perteneció y que esto se debe a que la personalidad que dicho individuo fue consolidando en vida se disolverá tras su deceso, por lo cual nadie puede (reivindicando la farsa reencarnacionista) sustentar la idea de que se puedan recordar existencias pasadas, ya que, repetimos, la individuación (y con ella el carácter, la personalidad adquirida, los pensamientos y la memoria) a la que un ser humano haya llegado durante su periplo terrenal se deshace y disuelve tras su fallecimiento.
     Y, para concluir, téngase, igualmente, en cuenta que ese Yo Superior o Alma Espiritualizada que aquel que tiene el privilegio de transitar por el deva-yana ha ido forjando en vida es un Yo Superior que ya durante su existencia terrena se liberó, en mayor o menor medida, de su ego (de aquello que lo individualiza y apega a lo bajo y a lo caduco) y que, además, tal como se ha señalado anteriormente, tras la muerte ha asistido a la disolución de lo que pudiera quedar de su personalidad; memoria incluida. Memoria de la que sólo una especie de sucedáneo o un tenue reflejo, inconsistente, subsiste, como llevada por la inercia, acompañando a ese Yo Superior que (debido a no haber logrado en vida su total desapego) comparecerá ante la presencia de dioses de carácter ´amable´ o, tal vez, ante la de otros de signo terrorífico. Esta especie de sombra de aquella memoria que se diluyó tras acaecer el óbito, acabará por desaparecer irremisiblemente; también en aquel Yo Superior –insuficientemente descondicionado- que se habrá de convertir en el alma del embrión al que transmigre.

 

                                                          NOTAS

  1. Traducida al castellano bajo este título, en 1994, por Ediciones Heracles.  Escrita originariamente, en 1.934, como “Rivolta contra il mondo moderno”.

      
            (2) Clan, gens, sippe o zadruga hacen referencia al mismo concepto pero referido, respectivamente, a las tradiciones celta, romana, germánica y
 eslava.

            (3) Un excelente resumen de “El libro tibetano de la muerte” se puede leer en uno de los apéndices que aparecen al final de la obra de Evola “Lo yoga della potenza” y que lleva por título “Bardo: acciones después de la muerte”. Libro del cual existe una versión publicada en castellano, en 1.991, por la editorial Edaf como “El yoga tántrico”.

 

                                                                   EDUARD ALCÁNTARA
                                                                     SEPTENTRIONIS LUX