METAFÍSICA DEL MATRIMONIO GAY

Ahora que la clase depredadora ha aprobado plenamente la ley del matrimonio gay hagamos un par de reflexiones al respecto así como en relación a la evolución que han tenido tales conceptos en el seno de nuestra sociedad civil y política en un proceso de democracia que podemos hacer arrancar desde 1888 que es cuando se aprobó la ley de matrimonio civil.
Antes de esa fecha en la sociedad argentina era la Iglesia la institución encargada de administrar lo relativo a las uniones conyugales y se alegó, en pleno proceso inmigratorio, que era conveniente que tal función estuviese a cargo de una institución ‘neutra’ como el Estado. Es interesante al respecto recordar lo que José Manuel Estrada, a la sazón representante principal de la postura católico clerical en el parlamento, manifestaba en defensa del mantenimiento del statu quo. El argumento principal en contra de la nueva ley y que ya había desarrollado anteriormente durante la época del ‘tirano’ Rosas (es de recordar que Estrada fue un furibundo antirosista) era que el Estado no debía entrometerse en cuestiones relativas a la vida privada. De este modo se aceptaba así con otros argumentos el carácter neutral del mismo cuando lo correcto hubiese sido en cambio comprometerlo en una tarea claramente discriminatoria entre lo que es una institución fundada en un sacramento como el matrimonio y otra que es un mero contrato circunstancial como la unión civil o concubinato, los cuales aunque pudiesen constituirse a través de una formalidad, eran en cambio instituciones claramente diferenciadas. Mientras que el matrimonio, en tanto cosa sagrada, es de carácter permanente y no admite la disolución, salvo casos excepcionales, el concubinato en cambio, en la medida que se encuentra basado en los simples apetitos circunstanciales, es un mero acuerdo de voluntades, es decir un simple contrato con capacidad de disolverse cuando las causas que lo motivaron así lo determinan. Por tal razón resultaba ya en ese entonces absurdo sostener la veda del divorcio para aquella institución que no es un matrimonio en un sentido sacramental. Solamente en tanto se conciben principios trascendentes que van más allá de la simple vida es lícito plantearse el carácter indisoluble del vínculo matrimonial. (1) (2) Haber aceptado a toda unión entre dos personas independientemente del carácter sagrado como matrimonio ello fue la gran derrota acontecida en 1888 y no que tales uniones hubiesen sido administradas por el Estado y que no hubiesen admitido el divorcio ya que insistimos el mismo sólo tiene sentido en un primer caso y de ninguna manera en el segundo.
Esta dicotomía entre dos tipos de uniones es hallable también en la Antigüedad pre-cristiana. Los romanos sabían distinguir socialmente entre lo que era el connubium, una unión de carácter permanente y con ritos especiales, propia de la clase superior de los patricios, de lo que era la confarreatio, es decir lo propio de las uniones efectuadas por la plebe, las que eran more ferarum (al modo de las bestias) en tanto basadas en simples compatibilidades corporales o psíquicas afectivas, pero no espirituales, y por lo tanto mutables como los apetitos y pasiones.
El matrimonio tenía pues una perspectiva de carácter superior a la meramente ‘humana’ y temporal, era la búsqueda y realización de un camino de perfección. Se concebía que el hombre en tanto poseedor de un determinado sexo manifiesta un estado de carencia e imperfección que se completa en la posesión y unión plena con el otro polo opuesto. Masculino y femenino, concebidos como dos formas diferentes de vivir la vida, una pasiva y otra activa, una volcada hacia lo que es materia (de Mater= madre) y otra a lo que es forma, hallaban en tal sacramento un acto de perfección y restitución de una unidad perdida. Todas las grandes tradiciones nos hablan implícita o explícitamente de un primer hombre de carácter andrógino, que denotaba su perfección en la posesión plena de los dos sexos, siendo la caída un acto de separación de una antigua unidad, la que es restaurada a través del sacramento matrimonial el cual, en tanto no es el mero producto de una simple pasión pasajera o enamoramiento, por tales características es para siempre. Y tales uniones en tanto podían en sus comienzos haber sido cimentadas a través del apetito, aunque no exclusivamente por ello, de ninguna manera se agotaban con éste, en tanto hallaban en la procreación de la especie, en la familia, un carácter y testimonio de durabilidad y permanencia. Por tal razón las sociedades tradicionales, así como concibieron en el matrimonio la unión sagrada entre dos principios opuestos que debían ser restaurados, consideraban también que para que el mismo fuese realmente tal y lo más perfecto posible que cada sexo tuviese que cultivar de manera plena sus propias peculiaridades. El varón las que son de éste y la mujer también las propias. Cuanto más femenina fuese la mujer y más masculino el varón mayores eran las posibilidades de un éxito en los matrimonios en tanto lo esencial en los mismos era la atracción de los polos. Por tal razón se insistía en que desde la misma educación los sexos estuviesen separados y toda la vida social exigía esa discriminación de roles propios de sexos específicos a fin de que en el matrimonio hallasen la síntesis superadora en la unión de los opuestos.
Pero la fiebre igualitaria que ha invadido al planeta especialmente a través de la gran subversión francesa de 1789 ha invertido todos los roles y valores. Lejos de concebirse que la naturaleza física fuese la expresión simbólica de una realidad superior por la que se manifiestan principios diferentes, consideró a ésta como un simple capricho, casualidad o arbitrario de la propia voluntad. De esta manera se pensó que ser hombre y mujer eran meras cuestiones accidentales y en modo alguno modos sustancialmente diferentes de manifestarse. La educación comenzó a hacerse también igualitaria empezando con las escuelas que se hicieron mixtas, con las modas que se convirtieron con el tiempo en ‘unisex’, con las disciplinas y actividades propias que fueron ejercidas indiscriminadamente por todos llegándose así a extremos tales como el de la mujer boxeadora y el hombre amo de casa y así sucesivamente. Y el igualitarismo que es como un virus que no ahorra absolutamente nada y que es una marcha incesante hacia el abismo en su afán por hundirse siempre más en la nada llega a su límite extremo en materia de sexualidad a través de la promoción de la homosexualidad.
Este tema merece una reflexión especial debido al vasto debate que se ha desarrollado en estos días. Es cierto que siempre hubo homosexuales pero, salvo en los casos de decadencia extrema en donde tales prácticas fueron estimuladas, por lo general las sociedades siempre combatieron tal condición como un desvío. Y esto no por lo que tiempo atrás dijera un conocido dirigente homosexual muerto por Sida en el sentido de que tal condición era deseable ahora en tanto representaba un freno ante el exasperado fenómeno de superpoblación del planeta, en tanto se trataba aquí de un sexo sin reproducción. Casualmente los actuales homosexuales suelen refutar tal argumento originario demostrando que los modernos métodos conceptivos de inseminación in vitro pueden lograr que ellos también se reproduzcan. El tema es más vasto y debe ser encarado desde una perspectiva superior. A pesar de vincularse la problemática gay con una visión progresista y moderna de la realidad, el homosexual no es otra cosa que una imitación del hombre originario andrógino en la medida que también en él, a diferencia del heterosexual, están presentes en forma notoria los dos sexos, el masculino y el femenino. Propiamente él es un ser en el que, a diferencia del común de las personas, se produce la confluencia de dos condiciones opuestas de la sexualidad. Tiene cuerpo de un determinado sexo y alma del opuesto. Pero la gran diferencia con el andrógino u hombre originario estriba en el hecho de que éste en tanto era simultáneamente hombre y mujer absolutos era autosuficiente y no necesitaba de otro para completarse. El homosexual en cambio, a pesar de participar de los dos sexos opuestos, no es propiamente ninguno de ellos en su plenitud, es mitad hombre y mitad mujer por lo que toda su condición es de carencia respecto de la otra parte que le falta y por lo tanto es lícito recordar aquí los distintos desórdenes que se producen en tales uniones en tanto que a través de la sucesión ilimitada de las mismas intenta llenar un vacío existencial en donde pueda satisfacer tal carencia.
Exactamente al revés sucede en cambio en un orden tradicional. Para éste ser hombre o mujer no son situaciones circunstanciales, sino el producto de una elección trascendental. Representa el modo, pasivo o activo, con el cual un ser que ha venido a vivir en esta vida se vincula con la trascendencia. Y así como la persona es un individuo que se constituye a través de la propia existencia separándose del mundo simplemente animal y gregario, el hombre y la mujer también son seres que se hacen y construyen de acuerdo a la naturaleza propia que han elegido. De esta manera ellos deben a lo largo de su vida desplegar y desarrollar aquello que les resulta propio en modo tal de que la mujer logre ser cada vez más mujer hasta aproximarse a la figura de la mujer absoluta aquella que se destaca por un entrega plena y total hacia el otro sin exigir nada a cambio y el hombre a su vez, a diferencia exacta de lo que acontece en un mundo de igualitarismo homosexual, debe por el contrario esmerarse por ser cada vez más hombre, es decir cada vez más autosuficiente y dador de sentido a sus acciones, lo cual es lo propio de su condición activa, venciendo en sí lo que puede haber de femenino, de la misma manera que la mujer lo hace con lo que es en cambio masculino. (3) Es decir al revés exacto de lo que acontece en nuestra sociedad democrática en donde por el contrario la mujer tiende a imitar cada vez más al hombre y el hombre a feminizarse cada vez más siendo así la conclusión de ello la naturaleza homosexual que, al pretender ser simultáneamente hombre y mujer, no es propiamente ninguna de las dos cosas, representando así una nada o una tendencia exasperada hacia la misma.

Conclusiones

Como resumen de estas reflexiones, cuyo desarrollo exigiría al menos un libro entero, el que afortunadamente ya ha sido escrito (4), digamos que ante el Estado neutro que nos proponen simultáneamente güelfos y demócratas, que no se entromete en la vida privada y que no ‘discrimina’ entre lo justo e injusto, nosotros sostenemos en cambio un Estado sumamente comprometido y principalmente formativo de la comunidad. Mientras que el actual tiende a conformar las tendencias existentes en la sociedad sin importarle si son buenas o justas, sino simplemente, en función de su consuetudinaria demagogia, si son mayoritarias o si obedecen a las encuestas, el tradicional en cambio prescinde totalmente de tales cosas. No pretende ser popular, sino justo. Debe, a diferencia de lo que decía J. M. Estrada, tener por meta principal el matrimonio diferenciándolo con claridad del simple concubinato y considerar que en tanto éste es sacro tiene derechos superiores al resto en tanto se reputa como un paradigma. Debe fomentar esta institución a través de una educación acorde con el mismo estableciendo claras diferenciaciones entre los sexos en cuanto a su educación (escuelas separadas a fin de que el hombre se masculinice y la mujer se feminice), con clara distinción en las funciones acordes con cada una de las naturalezas. Y principalmente combatir la homosexualidad la cual no debe ser considerada en manera alguna como una condición normal de la vida sexual sino como una verdadera y propia desviación a la que conduce necesariamente el sistema democrático actual con todas sus perversiones y permisividades. Es claramente notorio hoy en día que el actual orden promueve abiertamente la homosexualidad a través del principal medio de perversión que existe en nuestra sociedad que es la televisión en donde una cantidad numerosa de ‘trabajadores’ de la misma son homosexuales confesos y además hay una permanente promoción morbosa de tal situación así como del travestismo (5). Es decir la homosexualidad debe ser tolerada, pero no promovida como existe actualmente. De ningún modo en una sociedad todos deben tener los mismos derechos. La sociedad debe ser jerárquica y no democrática (6).


(1) Los defensores a ultranza del antidivorcio aun en matrimonios que no se encuentran fundados en un vínculo sagrado suelen insistir en el daño que les haría a los hijos tal actitud, lo cual bien sabemos que es un argumento sumamente discutible pues habitualmente las parejas en las cuales ha desaparecido el vínculo afectivo suelen convertirse en más dañinas para la convivencia y la educación que aquellas que en cambio han resuelto disolver el vínculo.
(2) Ciertas religiones que no son el catolicismo llegaban incluso más lejos que éste en el carácter de la indisolubilidad. En la India brahamánica el conyugue no podía volver a casarse ni siquiera cuando enviudaba pues el vínculo establecido iba más allá de esta existencia en tanto que se volvía a reunir con el otro en las vías del cielo.
(3) Los antiguos dioses griegos, de la misma manera que las divinidades hindúes eran sexuados en modo tal de representar esos paradigmas de mujeres y hombres absolutos a los que había que llegar a imitar.
(4) Queremos remitirnos aquí especialmente al iluminado capítulo de Rebelión contra el mundo moderno de Julius Evola, titulado Hombre y Mujer.
(5) En una muestra desfachatada de cinismo e hipocresía distintos integrantes de la comunidad homosexual para solicitar su aceptación en sociedad han insistido por un lado en decirnos que la homosexualidad no es una cosa que se adquiere por el hecho de estar rodeado de homosexuales, pero por otra parte en sus diferentes lloriqueos se han cansado de decirnos que la mayoría de ellos ha llegado a serlo por una determinada educación. La realidad es que en la inmensa mayoría de los casos la homosexualidad es una cosa adquirida y no hereditaria por lo cual mayor razón debe haber para que los distintos gobiernos por lo menos no la promuevan, tal como hacen ahora con fines claramente electorales y mezquinos.
(6) Como un ejemplo más del estado actual de degradación y desorden en que nos encontramos no podemos menos que sonreír ante la tónica que ha tomado en la sociedad argentina el debate sobre la homosexualidad en matrimonio. Resulta ser que la Iglesia católica que se ha erigido en gran bastión en contra de tal proyecto ha formulado en un número muy importante de obispos la necesidad de llamar a un plebiscito acerca de si se homologa el derecho matrimonial a todos. A lo cual con razón ha sido el movimiento homosexual el que ha protestado manifestando que hay derechos naturales que no pueden ni deben ser sometidos al arbitrio de las muchedumbres. En este reino del revés no podemos menos que conjeturar que se trata en ambos casos de un oportunismo. La iglesia que con seguridad no propondría un plebiscito respecto de si es lícito que toda la comunidad argentina le abone los sueldos a sus miembros, en este caso lo formula porque sabe que el común de las personas siente un rechazo todavía hacia los homosexuales por lo que intuye que lo ganaría con facilidad. Estos últimos es por una razón similar que se han convertido en cambio en principistas.

Marcos Ghio
17/07/10