CRÓNICAS EUROPEAS

por Marcos Ghio


Invitado por distintos grupos afines europeos emprendimos entre mediados del pasado mes de octubre y los primeros días de noviembre una gira por España y Portugal en nuestra ya pregonada meta de difusión de los principios esenciales del pensamiento evoliano, concebido como alternativa válida ante el actual sistema en su etapa crepuscular. Fue así como hablamos primero en la zona vasca de España, luego lo hicimos en Oporto, Portugal, para concluir en lo que consideramos que representa la verdadera Meca para todo aquel que por tales fines visita el viejo continente, cual es la Librería Europa de Barcelona, a la que calificamos varias veces como el verdadero templo de la libertad que allí existe. Esta vez, a diferencia de nuestras anteriores visitas en 2007 y 2008, con la lamentable peculiaridad de que el dueño de tal centro cultural, Pedro Varela, se encontraba preso debido a los inconvenientes pensamientos (suyos y de otros) volcados al papel, lo cual es de reconocer que representaba un terrible peligro para un crepúsculo que se esfuerza vanamente por seguir estando a pesar de haber comenzado a correr ya, como veremos, su tiempo de descuento. Tuvimos así el gran privilegio de poder visitar, ya en la etapa final de nuestro viaje, al hombre más libre de toda Europa; de todo lo cual hablaremos en notas sucesivas.
Para ordenar nuestro trabajo lo dividiremos en tres partes. En la primera efectuaremos una síntesis de las ideas principales volcadas en las tres sucesivas conferencias brindadas. En la segunda efectuaremos una serie de reflexiones relativas a la situación que actualmente vive el continente europeo a partir de nuestras experiencias personales, en el contexto de la acción de Cabalgar el tigre en 2011 y en la tercera nos referiremos especialmente a nuestra visita y conversación con Pedro Varela en la prisión de Brian en las afueras de Barcelona.


I- LOS PUNTOS ESENCIALES DEL PENSAMIENTO EVOLIANO

Conferencia brindada en la ciudad de Oporto (Portugal)

a) La doctrina del dualismo de civilizaciones

Tal como hemos repetido en diferentes oportunidades, la doctrina elaborada por Julius Evola a través del casi centenar de libros editados no representa en modo alguno una novedad pergeñada con la finalidad de convertirse en una moda vistosa lista para ser asumida por un conjunto de vanidades empeñadas en destacarse y hacerse notar en un mundo caduco. Nuestro autor se ha abocado en cambio a formular, en un léxico acorde a sus tiempos, lo que son principios perennes pertenecientes a una humanidad que siempre ha existido y que por lo tanto ha hallado sus expositores distintos en épocas diferentes, pero que, al encontrarse especialmente viviendo en un mundo hostil y totalmente apartado de los mismos, ha precisado de una formulación nueva acompañada a su vez de un diagnóstico adecuado relativo a la manera cómo tales principios pueden llegar a plasmarse y de qué modo puede ser posible una rectificación oportuna de los acontecimientos.
Desde tal óptica la obra de Evola no es solamente importante por su carácter apologético, sino principalmente por haberse formulado en un momento de crisis, cuando la circunstancia de anomalía extrema, representada por el mundo moderno estaba comenzando a transitar ya en su proceso terminal. La obra esencial de nuestro autor, Rebelión contra el mundo moderno, tiene así una analogía estrecha con otra escrita 1500 años antes, la Ciudad de Dios de San Agustín.
En ambos casos, aunque en circunstancias y contextos culturales diferentes, se relata allí una fase terminal de la historia, un momento decisivo y con capacidades especiales de producir una gran instancia rectificadora, en este último caso se trataba del final del Imperio Romano mientras que en el que aquí nos aboca nos hallamos en cambio con el ocaso de la Modernidad, es decir de aquella sociedad constituida a partir de los principios de la Revolución Francesa. En las dos obras aparece formulado por igual un dualismo radical de civilizaciones o ciudades, tal como califica San Agustín a un mismo fenómeno. Existen dos tipos de ciudades, decía el filósofo cristiano: aquella que ha puesto su eje en valores puramente humanos y temporales, la Ciudad del hombre, y la que en cambio tiene por meta la trascendencia, la Ciudad de Dios. Y ambas fueron construidas a su vez por dos tipos de hombre o ciudadanos distintos aunque no necesariamente en cuanto a sus apariencias. Si bien los dos son físicamente similares y resulta imposible distinguirlos meramente por su fisonomía externa, representan a dos tipos de humanidades que habitan bajo un mismo pellejo, siendo sin embargo su modo de ser diametralmente opuesto. El primero ha echado raíces en este mundo en modo tal de no poder concebir ninguna otra realidad que se le superponga. El otro en cambio es un ‘peregrino del siglo’, se encuentra aquí de paso en función de una meta superior y trascendente. En razón de tal antagonismo radical ambos ciudadanos se combaten entre sí desde el mismo comienzo de la historia. San Agustín concibe tal antagonismo esencial en modo paradigmático en la primera de las parejas humanas, la de Caín y Abel, que representa la lucha entre dos principios antagónicos, el de lo sedentario y lo nomádico. El sedentarismo de Caín representa simbólicamente al individuo que se encuentra apegado a esta vida y a este mundo y que se asombra y repudia la posibilidad de otra forma de ser que no sea la propia, en cambio el nomadismo en el segundo caso expresa un estado de ansiedad y búsqueda por parte de un sujeto que no se halla satisfecho con lo que lo circunda y que se encuentra en cambio siempre en la actitud de búsqueda de algo superior, de allí su falta de arraigo en un lugar determinado. El hecho de que los dos nos sean presentados como hermanos, pertenecientes a una misma familia, pero sustancialmente diferentes en cuanto a lo interior y que su combate sea irreversible y absoluto, expresa pues esa idea de coexistencia de dos tipos de hombre diferentes bajo una misma forma externa.
Este dualismo radical aparece también en Evola en su esencial doctrina del dualismo de civilizaciones, aunque despojada, a diferencia del caso del filósofo africano, de un contexto teológico. Evola también considera que hay dos tipos de hombre contrapuestos desde los mismos orígenes de la humanidad. El moderno, que ha puesto como eje de su existencia todo lo que pertenece a la simple vida y al mundo del devenir y de lo que cambia incesantemente y el hombre de la tradición que ha centrado la misma en lo permanente, en el ser, en lo que es más que mera vida, en lo eterno en vez que en lo temporal. Cuando estos dos tipos de hombre se manifiestan constituyen civilizaciones diferentes. Moderna es pues una civilización fundada en el devenir y lo que cambia, tradicional en cambio es aquella que se basa en valores permanentes y eternos. Desde tal óptica lo moderno y tradicional no tienen que ver aquí con fenómenos históricos, sino con modalidades propias de ser que pueden aparecer en medidas diferentes en épocas distintas. Por ejemplo hombres modernos los ha habido también en abundancia en la Antigüedad greco-romana y, en tanto éstos llegaron a tomar la primacía y la informaron con valores puramente mundanos y efímeros, llevaron a la misma hacia el colapso, en tanto terminaron incluyéndola como una fase más de un largo proceso biológico de ‘evolución’ y ‘progreso’. Hombres tradicionales también los hay en estos tiempos en los cuales la civilización moderna pareciera haberse hecho omnicomprensiva y totalitaria en modo tal de no poder aceptar ni remotamente la existencia de otra forma posible de ser que no sea la propia.
Es dentro del contexto aquí mentado que podemos decir que la obra de Evola, Rebelión contra el mundo moderno, tiene muy poco que ver con otras similares aparecidas en la misma época que también nos hablaban de crisis y de final irreversible de una determinada civilización, como podría ser por ejemplo La Decadencia de Occidente de Spengler. Aquí habría que decir por contraste con esta última que, si bien nuestro autor afirma que nos encontramos en una situación de crisis terminal y en ‘decadencia’, no considera que éste sea un fenómeno reductible a un determinado espacio cultural, el ‘occidente’, ni menos aun el producto de una circunstancia normal de carácter meramente vital, tal como formulaba el pensador germánico. La civilización que se encuentra en crisis es solamente la moderna la cual ha sobrevenido en el momento en el cual el mundo de la tradición, a través de un acto voluntario por parte de sus élites, de carácter no fatal como en cambio acontece en el ámbito de la naturaleza física, ha dejado de sostener ciertos principios esenciales habiéndose producido por extensión y consecuencia un estado de oscurecimiento colectivo y dando lugar así al mundo moderno.

b) La doctrina de la preexistencia

Es ésta la segunda doctrina esencial que nos difunde Evola en su obra y en tal aspecto podemos decir que la misma se remonta a una tradición que está más lejos aun de San Agustín.
Y esto podría encontrar su explicación en que la circunstancia de crisis terminal en que se encuentra el mundo moderno en estos días podría ser comparada con esos estados de deshielo profundo que ponen al descubierto ciertas superficies que antes resultaban desconocidas aunque siempre hubiesen estado presentes. La caída del imperio romano de la cual había hablado San Agustín acertadamente como el resultado de la crisis de la modernidad (aunque no con tales términos), lejos de haber producido un verdadero proceso de rectificación, trajo sin embargo un estado aun mayor de oscurecimiento tras el triunfo de la cosmovisión judeo-cristiana, la cual nuestro autor diferencia en forma tajante de lo que fuera el catolicismo, al menos en sus virtualidades no consumadas totalmente bajo la forma del gibelinismo, el cual fuera una forma heroica de restauración de una sociedad tradicional asumiendo figuras propias de la religión triunfante. El judeo- cristianismo y en especial en su instancia más caduca, el güelfismo, lejos de haber significado la superación de la decadencia que había dado cabida al fin del Imperio Romano, ha representado en cambio la profundización de la misma con el retorno manifiesto de antiguas formas de religiosidad matriarcal y lunar, que habían sido superadas y vencidas en la antigua Roma con la derrota de las cosmovisiones etruscas que concebían al hombre como un ser absolutamente dependiente y sumiso respecto de una entidad superior a él mismo que lo explicaba y regía en su devenir. Así como el Jehová judaico se caracteriza por otorgar premios y castigos de acuerdo al grado de obediencia a sus designios, la iglesia güelfa, en su carácter autoproclamado de intermediaria de tal entidad superior, se atribuye su capacidad de salvar o condenar de acuerdo al grado de sumisión asumida por las diferentes ‘criaturas’ que le han otorgado su fe, hallándose así los fieles como los hijos en relación a una madre, no habiendo sido así una casualidad que la Iglesia se calificara a sí misma con tal término.
Es de acotar también que tal sello matriarcal y por lo tanto ‘materialista’ (de Mater=Madre) y fatalista, en tanto negador de la libertad esencial del hombre, no desaparecerá para nada luego con los diferentes procesos de secularización que sobrevendrán más tarde tras la decadencia de tal concepción religiosa. De la misma manera que el judeo-cristianismo no representó la superación de la crisis de la antigua romanidad decadente, sino por el contrario la profundización de la misma, las diferentes filosofías o ideologías elaboradas por el mundo occidental en función de una pretendida superación se remitieron tan sólo a suplantar la figura de un dios personal (Jehová o el dios Trino) por entidades impersonales pero asignadas de su misma función en tanto encargadas en todos los casos de ofrecer justificativos a los distintos sujetos para seguir estando vivos con la única condición de que aceptasen convertirse en partes de un proceso que los trascendía y comprendía. Así es como nos encontramos con la creación de diferentes fetiches nuevos y ‘secularizados’ tales como la Razón universal y astuta (Hegel), la Historia (los distintos relativismos geopolíticos y culturalistas), la Economía (liberalismo y marxismo más caducos), el Sexo (freudismo y sus consecuencias más terminales), la Raza (nazismo biológico, especialmente blanco y distintas secuelas del sionismo), etc.
A lo largo del tiempo, a cambio de su sometimiento a los mismos, se le fueron proponiendo al sujeto dos formas distintas de paraíso, diferentes en las apariencias aunque sustancialmente iguales, uno existente en el más allá otorgado por Jehová o por el dios güelfo a sus incondicionales seguidores. El otro surgido tras un largo proceso de duda, impaciencia y desesperanza, así como de falta de tangibilidad a través de sucesivas revoluciones lo terminó sustituyendo por otras formas más asequibles y ‘de este mundo’. La sociedad sin clases, el reino tecnológico de la paz universal y de los estómagos saciados en situación de abundancia y consumo infinito, la plenitud alcanzada por el sexo completo y total, la raza perfecta que lograba a regenerarse y ser inmortal gracias a los descubrimientos de nuevas ciencias y tecnologías, la democracia total y absoluta en donde gobernándose todos a sí mismos con independencia de horizonte y nivel se produce de manera espontánea un gran bienestar colectivo en razón de una sabia armonía preestablecida que con una mano invisible gobierna el universo convirtiendo a los egoísmos y violencias existentes en actos de profunda generosidad y bondad colectiva, etc.
Todas estas quimeras, que solicitaron a su vez de fervorosas fe y confianzas absolutas por parte de sus seguidores, comenzaron a entrar en crisis durante los períodos que dieron cabida a esas tremendas catástrofes universales que fueron las 2 grandes guerras mundiales. Fue especialmente en el interregno de las dos o apenas finalizada la segunda cuando, además de haberse escrito la aludida obra de Evola, fueron apareciendo ciertos movimientos alternativos sea al judeo cristianismo como a sus secuelas secularizadas, llámense historicismo, marxismo, liberalismo, etc. Esta protesta, de acuerdo a Evola, se manifestará en forma extrema con el existencialismo cuando por vez primera se formula juntamente al cuestionamiento radical respecto del por qué estamos aquí debiendo aceptar vivir subordinados a diferentes fetiches, se pregunta también respecto de quién fue el que nos consultó para venir a esta vida. He aquí pues según Evola cómo ha acontecido que tras las tremendas hecatombes padecidas en el mundo los hielos derretidos han dejado al descubierto una antigua doctrina presente en la tradición metafísica pre-cristiana, en Platón y Plotino especialmente, respecto de la preexistencia del hombre. Pero al respecto el existencialismo, lejos de haber profundizado en tal descubrimiento, no ha salido en modo alguno del pantano en el que se encontraba previamente, sino que por el contrario ha terminado profundizando sus mismas consecuencias. Lejos de concebir a la existencia como una decisión propia y trascendental por la que el yo ha decidido encarnarse en función de una meta a cumplir, el mismo sostiene que la misma ha sido en cambio recibida como una ‘condena’. ‘Estamos condenados a ser libres’ (Sartre) o ‘somos para la muerte’ (Heidegger) son sus consignas, concibiendo de este modo la mera finitud y temporalidad como algo que debe ser asumido fatalmente sin ninguna otra cosa que vaya más allá de ello y convirtiéndose así en el fundamento último de este pretendido movimiento de superación de la Modernidad que es la Postmodernidad.
Aquí es donde aparece la gran diferencia aportada por el pensamiento evoliano que es en tal aspecto una verdadera rebelión en contra del mundo moderno. Una vez aceptado que el yo ya era antes de esta existencia, quedarían por ver las razones por las cuales se ha resuelto estar aquí. Aceptar la idea de existencia como ‘condena’ no se aleja de la doctrina judeo-cristiana de la creatio ex nihilo por la cual sería una circunstancia ajena a nuestra voluntad el hecho de estar aquí. En tal aspecto tal concepción religiosa no se contrapone a la ciencia moderna cuando formula que somos simplemente el producto azaroso de un encuentro casual entre un óvulo y un espermatozoide. Haya sido Dios o el azar, en los dos casos nuestra voluntad no intervino para nada en el acto de existir.
Para hallar una explicación respecto de tal circunstancia es bueno retornar a los principios formulados por Platón y expresados en forma alegórica al común de las personas. Es indudable que el conocimiento respecto de la preexistencia del yo, del mismo modo que el de la post-existencia, aceptado también por el judeo-cristianismo, debe basarse esencialmente en un procedimiento no físico sino metafísico. Y al respecto en tal esfera superior lo meramente sensitivo opera como un símbolo y no como una simple intuición, tal como acontece en cambio en la primera. Aquí de lo que se trata en cambio es de otro tipo de intuición de carácter intelectual y no sensible, para nada asimilable a los procedimientos democráticos de la ciencia moderna, que es un fenómeno propio de masas y no de aristocracias. Los seres superiores que alcanzan tal forma de saber, que en tanto tal no se encuentra al alcance de todo el mundo, la formulan en forma alegórica para que pueda ser accesible al común de los mortales. Y a tal respecto el pensamiento tradicional, así como concibe la existencia de dos dimensiones diferentes, la física y la metafísica, también nos habla de dos formas distintas de ser, la temporal y la eterna, las que desde el punto de vista del sujeto se diferencian a través de la dicotomía que existe entre lo psíquico y lo espiritual. Mientras que lo propio de lo eterno es un presente que siempre es y nunca deviene, el tiempo se caracteriza en cambio por un estado de incesante devenir y fluencia, dividido en tres instancias sucesivas que son el pasado, el presente y el futuro, en donde lo único que verdaderamente es es el presente en tanto que las otras dos instancias no son en la medida que ya fueron o aun no han llegado a ser. San Agustín lo llamaba como una línea ideal entre dos momentos que no son, pasado y futuro, pues en el mismo instante que lo mencionamos como tal, ya ha dejado de ser. Pero el tiempo puede a su vez ser de dos tipos, infinito o finito. Este último representa un estado de fluencia limitado por la situación de muerte. En cambio el otro tipo de tiempo estaría representado por un tipo de humanidad que nunca llegase a morir en la medida que su estado de fluencia no tuviese nunca un punto final. Es de alguna manera lo que la ciencia moderna pretende obtener hoy en día a través de las técnicas de trasplantes de órganos, cuya finalidad sería no la de superar a la vida sino de prolongarla hasta lo infinito.
Acotemos además que el hombre moderno, infatuado como se encuentra de democracia, suele burlarse de la doctrina de la preexistencia alegando que no existen ‘pruebas’ respecto de la misma. Más allá de que la palabra ‘prueba’ ya indica la asunción dogmática de que solamente existe lo físico y no lo metafísico, podemos condescender lo mismo en demostrarle que, a pesar de todo, las hay y que las mismas se encuentran en el relato casi unánime brindado por las grandes religiones que nos hablan de la existencia de una humanidad adámica e inmortal que, tras una caída, ha ingresado al mundo de lo mortal y perecedero. Le quedaría entonces por explicar a la ciencia moderna las razones de tal unanimidad, existente en los contextos culturales más dispares, en haber concebido tal ‘superstición’ discrepante con la del evolucionismo que en cambio remonta el origen humano al mundo meramente animal.
Y bien, saliendo ahora del contexto simbólico que pueden significar tales relatos habría que recordar a Platón cuando decía que el alma humana decidía encarnarse en función de una meta determinada. En este caso de lo que se trataría sería la de superar la dimensión temporal con el fin de alcanzar la esfera eterna pasando para ello de un estado de infinitud e inmortalidad a uno de finitud y muerte. Y este pasaje abrupto y cambio de estado implica necesariamente una caída y por lo tanto un olvido respecto de las razones por las cuales se está aquí. Es en este punto en donde interviene en forma subsidiaria la doctrina de la reminiscencia que consiste en considerar que el conocimiento verdadero acontece a través del recuerdo de los motivos que indujeron a venir a esta vida a través de la presencia activa de signos y de maestros que así nos lo señalen. Si sobreviene el extravío el hombre queda reducido al mundo de la muerte y no puede alcanzar esa dimensión superior que es la eternidad, que representa el motivo verdadero por el que vino a este mundo.
Esto es lo que explica pues la existencia de dos humanidades diferentes, la de aquellos que en tanto sumidos en una situación de olvido se han sumergido en los fenómenos propios de esta vida y que por lo tanto nunca se preguntan respecto del por qué y el para qué, en tanto que se encuentran sumamente ocupados en los menesteres de este mundo, en sus éxitos, quimeras y ratings y los otros, los hombres de la tradición, quienes, en tanto han comprendido las razones de por qué están aquí, se aprestan a conquistar la inmortalidad verdadera que brinda la dimensión de lo eterno. Esto es lo que distingue también entre el que es meramente individuo, o ser masificado y como tal parte de un todo que lo trasciende y explica, y el que es en cambio persona, es decir un ente libre y autosuficiente.

(Continuará)

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