SINE PAPA

 

Acostumbrada como está en la época actual a prestarle atención a lo que dicen los analistas y críticos antes de hacerlo con los hechos mismos, nuestra masificada opinión pública se encuentra sumamente concentrada hoy en día en una bizantinísima discusión acerca de cuáles fueron las razones últimas por las cuales Su Santidad Benedicto XVI, es decir el dentro de muy poco nuevamente Cardenal Ratzinger, ha resuelto intempestivamente renunciar a su cargo estableciendo así la modalidad novedosa de la jubilación en el tradicional funcionamiento de la institución papal.
Desde haberse acudido al trillado y monótono argumento del complot masónico en contra de la Iglesia (como si acaso hubiese habido necesidad alguna de interferirla por parte de tal institución), hasta señalarse puntuales denuncias de corrupción moral y financiera, dentro del contexto de una interminable seguidilla de indicios que en forma por demás reiterativa aparecen en los medios, se ha dicho ya de todo menos prestarle, como corresponde, la debida atención a lo que verdaderamente ha acontecido. Nos preguntamos al respecto: ¿por qué, en vez de todo esto, no atenernos a las palabras puntuales del papa Ratzinger en su mensaje de despedida? Él dijo que renunciaba porque no se sentía más con fuerzas físicas suficientes, debido a lo avanzado de su edad y a su salud precaria, de llevar a cabo todas las actividades relativas al buen desempeño de su cargo. Dio a entender así que, para el ejercicio de tal función, en razón del intenso trabajo y actividad que hoy debe tener un papa, hay que estar en un excelente estado de salud y que por lo tanto, en caso de no suceder tal cosa, de aquí en más sería lícito que el mismo abandone el cargo, es decir que se jubile de Papa. Henos aquí entonces que, a diferencia de lo que sucediera siempre desde que la Iglesia es tal, hoy en día un papa es una persona que trabaja, sería pues, usando un léxico muy en boga, un trabajador de la religión y por lo tanto, de la misma manera que sucede con todos los demás empleos que se tienen, cuando la parte física ya deja de funcionar adecuadamente, por lo general debido a la edad, se jubila y pasa a retiro. Esto además hace comprensibles las distintas expresiones de afecto y simpatía que han exhibido los diferentes sectores fieles a su figura que han resaltado y con razón, su carácter plenamente humano y por lo tanto similar al de cualquier par de los que transitan por el planeta.
Pero esto, lo repetimos, no era lo que sucedía habitualmente, pues un papa antes no trabajaba, es decir no desplegaba mayores actividades físicas, y hasta podríamos decir que era muy poco humano.  De acuerdo  al sentido etimológico de su función, él era un pontífice, es decir alguien que establecía un puente entre el otro mundo, entre la esfera metafísica, y este mundo, esto es, la puramente física y temporal. Participaba de este modo de dos naturalezas diferentes, la humana en tanto poseedor de un cuerpo corruptible y la sobrehumana, en tanto emisario de Dios en la tierra. Por tal razón su conducta no era ni podía ser nunca la de un hombre común, como cualquiera de nosotros, sino que en la mayoría de los casos era como Dios actuando en este mundo. Así pues, del mismo modo que Éste se encuentra en todas partes sin estar presente físicamente en ninguna, tradicionalmente el Papa no se movilizaba ni viajaba hacia ningún lado y permanecía sin retirarse casi de su sede, de la misma manera que un motor inmóvil que mueve y atrae hacia sí sin moverse ni ser movido. Por tal causa un Papa, en tanto no trabajaba como el hombre común, podía prescindir totalmente de gozar de buena salud para el ejercicio de sus funciones y morir en el desempeño de su cargo pues, aun enfermo y sin mostrarse en público, actuaba a distancia como un imán, siendo tal cosa lo que permitía la presencia de su carisma universal.
Explicar el cambio acontecido exigiría un análisis muy largo que escapa totalmente de los fines de esta nota, la que pretende solamente señalar la existencia de un hecho. Sin querer remontarnos al origen último de la crisis de la Iglesia que, de acuerdo a la tesis gibelina se encuentra en plena Edad Media en el conflicto por las investiduras, podemos hallar un inicio de este fenómeno de aceleración de la caída en una constante histórica acentuada desde la misma Revolución Francesa en donde, lejos de sostener posturas de radical antagonismo frente al mundo moderno, trató en cambio de conciliar y cristianizar tales procesos por temor a quedar a contramano de los hechos históricos. Se tuvieron sin embargo algunos momentos de contraste especialmente en el siglo XIX con la figura de Pío IX, el papa prisionero en la ciudad de Roma ocupada por el recién constituido gobierno italiano. Esta prisión del papa, al producir una mayor concentración en los principios, permitió también generar el mejor documento crítico de la modernidad que corroía los mismos cimientos de la religión, a través del famoso Sillabus. Sin embargo en el mismo, el que es rescatado plenamente por la figura de Evola hasta llegar a sostener que se convertiría a tal religión si la Iglesia volviese a tal espíritu, si bien se critican los distintos postulados de la modernidad, se deja sin tocar su espíritu último que es la democracia, la cual nunca será explícitamente condenada por la Iglesia. Tendremos así que un papa no modernista como Pío XII, finalizando la segunda gran contienda bélica del pasado siglo, emitió por radio una famosa homilía a favor de tal sistema nefasto.
Sin lugar a dudas que el golpe más demoledor que recibirá el catolicismo será producido por los dos papas siguientes, Juan XXIII y Paulo VI, con la institución de los principios plenamente mundanos del Concilio Vaticano II que llegó a corroer a tal religión hasta en sus mismos ritos. Pero salvando el breve reinado de Juan Pablo I, cuya muerte nunca fuera aclarada adecuadamente, el siguiente, a pesar de sostener de palabra un intento por rectificar los terribles males producidos por sus antecesores, por el contrario significó la agudización del mismo proceso de humanización y democracia habiendo sido justamente éste quien inaugurara la actitud peripatética seguida luego por su sucesor hasta el extremo de ser aquello que determinara su anticipado retiro. Aun conservamos frescos en la retina la imagen del papa viajero Juan Pablo II que, en el mismo ocaso de un largo reinado de casi 30 años, aun en un estado de total decrepitud física, no renunciaba a viajar y a exhibirse públicamente. El principio democrático por el cual una autoridad que emana de lo bajo es puesta al alcance de todos ha sido aquello que ha estado presente en todo esto y es el gran mal que la Iglesia nunca ha condenado plenamente ni siquiera en los mejores momentos.
Ante aquellos que hoy en día se preocupan por quién será el nuevo papa, digamos que con seguridad esta vez tratará de ser más joven que el anterior y con grandes dotes físicas para poder movilizarse a todas partes a fin de estar siempre presente. El músculo suplantará definitivamente al espíritu.

Marcos Ghio

VOLVER A PÁGINA PRINCIPAL