Catalunya: dilemma quod non est

"España no se justifica por tener una lengua, ni por ser una raza, ni por ser un acervo de costumbres, sino que España se justifica por una vocación imperial para unir lenguas, para unir razas, para unir pueblos y para unir costumbres en un destino universal". José Antonio Primo de Rivera

 

Aunque siempre latentes, ocasionalmente arrecian con fuerza reivindicaciones secesionistas alrededor de nuestros estados modernos, especialmente los occidentales. Esta muestra de práctica enunciativa, de escasos testimonios y carácter marginal, orquestada la mayoría de veces por las altas instancias políticas como cortina de humo a amenazas en ciernes de mayor magnitud, verbigracia la desesperación social que arrastra nuestra crisis presente, es una vieja función surtida por los mismos actores y acrobacias que no nos declama gran inquietud, pero dada su vigencia crónica estamos obligados a exponer nuestro pronunciamiento. La gestación de los estados modernos a la francesa, manados en la aurora de su histórica revolución burguesa, convirtió abruptamente la realidad orgánica de los mismos en un hueco concepto nominativo, imponiéndose el criterio de ciudadanía en detrimento y extinción del sistema jerárquico de castas y rasgo de hombres definidos. La idea tradicional de Imperio, desdeñada por la demarcación de naciones enclaustradas, dio como resultado la creación de estados artificiales. En tal voluntad anómala, dichos estados, en su casi totalidad, y siguiendo las pautas del pasado y predecesores con los que se identifica, han fracasado en la conciliación de la diversidad de habitantes y pueblos que los integran, surgiendo así dos frentes en pugna perpetua: quienes defienden gobiernos centralistas, y quienes, disconformes con sus demandas insatisfechas y falta de representación foral, exigen un separatismo y Estado propio. Es la respuesta natural a un contencioso nacionalista que, bajo dos cauces formales distintos, comparte no obstante una simétrica vena y talante. Cuando un Estado tiene a sus componentes enfrentados entre sí, dicho estado en realidad no existe. Precisando aún más, podemos decir que ese Estado está aún por edificar, de ahí las disputas internas de sus moradores. Dicho sentimiento moderno de los nacionalismos avanza imparable hacia su multiplicidad como ineludible reflejo de su naturaleza. No parece que la cantidad de nuevos países surgidos en el siglo XX haya saciado este proceso. Tal atomización de microestados en el que un nacionalismo va dejando lugar a otro aveza mayor desunión, confusión y partidismo según va abriéndose camino. Escribimos estas letras, con singular atención a la reivindicación independentista de Catalunya en la nación española, así como a su pertinente ideología opositora. Diremos, al caso, en cadencia al contumaz nihilismo imperante, que ambos discursos nacionalistas, centralista y separatista, se sustentan fundamentalmente en los valores más vacuos que una nación pueda defender: la lengua y la economía. Ni las rentas o el idioma de un pueblo o nación son valores permanentes, sino perecederos, por lo que centrar su lucha como principal contienda de soberanía es un equívoco y un sinsentido. Huelga decir cuán absurdo es que algún territorio o región occidental proclame su «independencia» en un mundo globalizado, interdependiente y esclavo de los intereses del sionismo disgregante que rige sus designios. No cabe hablar aquí de independencia, sino de una nueva dependencia, tan brumosa o más que su contemporánea.

En toda forma tradicional de Estado, son la defensa de Dios y sus leyes supremas las que el pueblo se identifica y en tal razón defiende, toda demás expresión es una simple particularidad del mismo. En tal cordura, es un demérito vanagloriar aspectos inherentes y propios del pueblo en el que se ha nacido, esto es, su folclore, costumbres o idioma. No decretamos que dichas facultades sean y deban ser desechables, sino que carecen de valor si no se sitúan en un contexto superior que les de sentido y defina trascendencia. Tradicionalmente, para un Imperium, los modismos culturales son parte integrante de éste, pero no la causa y fin de su existencia. En nuestras modernas y humeantes democracias tal sistema de valor y orden no sólo no existe, sino que tampoco es concebible. La economía, el más vulgar estrato por el cual el hombre deba preocuparse, es hoy día el alfa y omega de nuestras vidas, el elemento que confiere su fuerza ideológica última, incluso en su dimensión impugnativa. En tanto a la defensa del idioma, ésta se encuentra asimismo rígidamente determinada en torno a resultados económicos, más que en una legítima batalla por su preservación, pues los bienes y riquezas, como decimos, son el verdadero objeto de ambición de todo estado moderno, tanto en su esfera pública como en la privada. En algunos casos, y tomaremos como paradigma el ilustrativo ejemplo de Catalunya, la superstición alcanza a pensar que si un sistema económico concreto entrase en bancarrota, la lengua hablada por sus concurrentes sufriría la misma suerte. En tal mar de incongruencias advertimos que las reivindicaciones idiomáticas catalanas subyacen únicamente en articular su respectiva lengua por la boca. Cualquier individuo que viva en Catalunya, por extranjero que sea, por diferente raza, etnia o religión a la que pertenezca, es considerado catalán si es capaz de hablar dicho idioma con aceptable acento o coherencia. Estas ideas no sólo no son relevantes con patriotismo alguno, sino que no tienen nada de patrióticas y carecen por tanto de fundamento real que exija tal prioridad. Contrariamente, obedecen a la ley del cosmopolitismo, la homogeneidad y la ausencia de identidad real de un pueblo. Prosiguiendo en esta ofuscación e inversión de falso patriotismo, vemos abundar en Catalunya representaciones artísticas que, pese a no tener nada de catalanas, se asume su catalanidad por ser meramente expresadas en tal lengua vernácula: mixtificaciones musicales como rumbas y habaneras, reggae, jazz, rock, pop, género Broadway, cine y televisión americana, teatro y literatura hedonista y alienante, y otros tantos deshaucios culturales que sería ocioso seguir escribiendo. Las expresiones artísticas genuinamente catalanas ya no son más que un residuo en esas tierras. Ser catalán se limita únicamente a hablar el propio idioma, a lo más, a asistir puntualmente a los eventos nacionalistas del 11 septiembre o algún concierto de sardanas, forma musical moderna nuevamente apócrifa, que sin más raigambre que la readaptación de su baile coreográfico, surgió por voluntad de la clase autóctona burguesa como anhelo diferenciador de identidad. Es apreciable que ya no se trata de arte catalán, sino de arte en catalán. Dicha obsesión lingüística, de fácil y burda identidad, ha empujado a que muchos castellano-parlantes y extranjeros afincados en Catalunya simpaticen con la causa independentista sin que los patrios locales ladeen sus cabezas.

Pero no menos lamentable es la vital defensa de la «unidad de España» y su identidad «española». Tal término y significado de «español» está sustentado en el vacío, que ni sus propios paladines saben darle concisa explicación, más que repetir un discurso digno de tautología: «ser español» significa «sentirse español», y viceversa. También en este caso, sin mayor entidad que la sentimental, el componente idiomático y económico fijan su coexistencia y predominio. Mientras se propugna una «unidad económica» que nada representa, se abandera la lengua española como única cohesión de identidad nacional. Un entendimiento de «patriotismo» análogo a la deconstrucción de civilización estadounidense, donde ser americano estriba poco más que en el conocimiento de la lengua anglosajona por parte de sus conciudadanos nacionalizados. Sin embargo, dicha «españolidad» de ininteligible alcance e inhabilitada por tanto para atajar las constantes disidencias, sí tiene algún elemento común, el cual es promocionado por el Estado español como folclore nacional. Nos referimos al flamenco y las sevillanas. Es cuanto menos chocante que un costumbrismo andaluz, es decir, regional, se haya convertido en identidad nacional del país. Mayor grado de preocupación secunda la empatía que respiran tales folclores altamente adulterados por el mestizaje cultural gitano, espíritu artístico iluminado por la luz del Sur que remembra el clamor del esclavo contrariado con toda forma de autoridad, el sentir del plebeyo, del subversivo, del pueblo errante sin cuna ni abolengo que codicia una libertad de sesgo anárquico. Que los españoles se hayan identificado con la cultura de un pueblo extranjero, siempre tildado desde su llegada a las Españas como unidad insurrecta e indomable a toda ley de Estado, con fama de vivir en cuevas, asaltar caminos y otras formas delictivas que no nos incumbe mencionar, corresponde al cambio implícito de una nación exhausta, desnortada y de impronta derrotista, que abandonado su orgullo y pundonor, abrazó una pasión e idiosincrasia ajena, acorde, pese a todo, a su nueva estirpe de hombre dado.

No nos ocupa lugar de interés defender tal «españolidad» o «catalanidad», pues son la sístole y diástole de un mismo trasfondo militante y preocupación común. No distinguimos en ellas ningún valor real trascendente, más que el síntoma de infecciones del mundo moderno estratificadas en los tres álveos argumentativos que le son propios: economía, idioma, identidad. Naturalmente, frente a la reivindicaciones secesionistas propias del Cuarto Estado, estamos animados a apoyar un proyecto centralista afín al Tercer Estado. En cualquier caso, resolveremos que no nos compete el reconocimiento de un centralismo de orden franquista, pues aunque dicho modelo de régimen sería preferible con mucho a nuestra actual y disoluta democracia, éste creció notablemente impregnado de los ideales de los nuevos estados emergentes, mirando más hacia el mundo moderno occidental que a formas y rasgos verdaderamente tradicionales. Si bien los sumados al alzamiento apoyaron la investidura del general Franco como caudillo de España, ante el comunismo criminal que pretendía asentarse en la nación a las órdenes satélites de Stalin, pronto mostró el militar su deslealtad con el fascismo en general para inclinarse al atlantismo funcional de los magnates y banqueros anglosionistas que financiaron su régimen. No nos concierne la «democracia orgánica» instaurada por Franco al servicio del güelfismo católico, sino el proyecto original falangista de José Antonio Primo de Rivera y su cosmovisión cristiano gibelina. Es el valor de «Hispanidad» el que deseamos restaurar, una idea supranacional y trascendente, basada en los valores heroicos y solares que consolidan y edifican un Imperium, noción ciertamente a las antípodas de lo que hoy se entiende por «españolidad».

Es preciso no sucumbir ni a fiebres nacionalistas o chovinistas, ni a localismos idiomáticos o fiscales para justificar la existencia de un Estado. Quien no logre entender el presente en su luz metafísica y entrever que tales paralogias pertenecen al inframundo de la multiplicidad, la división y el desorden, y no a una búsqueda de una unidad trascendente, fracasará en toda su tesón y buen propósito. Cabe desvincularse enérgicamente de toda patriotería yacente en las oscuras aguas de la revolución francesa y de los delirios y orgías de la democracia, así como del liberalismo y su incesante trasiego de hombres y mercancías. Tal arquetipo de vida moderna entorpece férreamente la comprensión misma de la esencia del mundo y nuestra misión de destino adscrita en él. Negarse a vivir aquiescente a una ''cultura'' común que se obstina en desplazar lo antiguo para hacer sitio a lo nuevo, romper el gigante muro de vaguedades y su espíritu cotidiano de mezquinas cuitas mundanas, disipar la luz que irradia las tinieblas y avivar su alba ígnea interior, es el único deber de un hombre tradicional. Detener la extraviada mirada, sentir la nostalgia del Paraíso Perdido para conocerse a sí mismo, y salir súbitamente a su encuentro, tal es el deseo ávido de reintegrarse en el «eterno retorno». Hacerse a sí mismo de sí mismo en sí mismo por sí mismo. Volver a ser lo que eramos y no podemos dejar de ser. Como decían los clásicos: «Ver para no perecer».

VOLVER A PÁGINA PRINCIPAL