ESBOZOS SOBRE LA DOCTRINA DE LA PREEXISTENCIA EN EL SIGLO XXI

 

Este texto de Evola que hemos rastreado, entre la inmensa cantidad de artículos aun no traducidos a nuestra lengua, señala una serie de temáticas fundamentales y hasta diríamos principales correspondientes al cuerpo doctrinario del pensamiento tradicional alternativo. La doctrina formulada por el italiano, lo volvemos a decir, no es una novedad, sino simplemente una reiteración de lo que en todo momento la humanidad normal formuló a través de sus principales maestros, tales como Platón, Plotino o San Agustín en el Occidente, o el Buddha y Lao Tse en el Oriente, entre otros.
De acuerdo a la misma se tuvo en claro siempre que esta vida en la cual nos encontramos es simplemente un tránsito, una instancia efímera y pasajera existente en función de una realidad superior que la trasciende. Y al respecto se formuló siempre la existencia de dos dimensiones diferentes, la de lo que se encuentra antes de esta vida y la de lo que está después de ella. En tal sentido la función de Evola fue la de explicitar, ante las incesantes confusiones generadas por la decadencia moderna, tales puntos de vista tradicionales, de acuerdo a las temáticas y léxicos actuales. En nuestros tiempos últimos, en los cuales la simple vida se ha convertido en la única realidad aceptable, ha cundido, simultáneamente a ello y como un cierto correlato de tal postura, una verdadera y propia falsificación respecto de la doctrina tradicional de la pre- y de la post-existencia. Nos referimos al reencarnacionismo, una invención del siglo pasado producto de un movimiento oscuro originado en Gran Bretaña, cuya fundadora fuera Madame Blavatsky, y que si en su primer momento asumió el nombre de teosofismo, en la actualidad forma parte del bagaje conceptual de diferentes expresiones de una corriente común denominada genéricamente como el New Age, es decir un tipo de espiritualidad de tiempos terminales, una pseudoespiritualidad surgida como contrapeso y consuelo ante las angustias existenciales de los hombres de esta época quienes, en ciertos momentos de detención tras las incesantes alucinaciones producidas por un concierto de placeres y distractivos pasajeros, piensan y se preocupan por un fenómeno irreversible del cual no pueden escaparse por más que, en razón de su estado habitual de ebriedad, no se hayan puesto habitualmente a reflexionar en ello, cual es el de la muerte.  La doctrina de la reencarnación consiste en consolar al que sufre por tal situación así como al que ha padecido ciertos fracasos en la vida, convenciéndolos  de que con ésta no se termina todo, sino que en realidad habría otras posteriores en donde poder reivindicarse, a través de reencarnaciones sucesivas, hasta arribar a un detenimiento final que sería un retorno al principio desde el que se provino, el cual queda arrinconado en un futuro siempre posible de nuevas y siempre diferentes manifestaciones. Es decir que, influido por el optimismo del progreso propio de la modernidad, pero volcado hacia un plano ‘no científico’ y de la ‘espiritualidad’, estas doctrinas en el fondo consideran que si en esta vida a uno le ha ido mal, siempre existirá la posibilidad de otra en la cual corregir los inconvenientes padecidos o de ‘salvarse’, quedando así la muerte arrinconada y sometida a un nuevo olvido cual es un cierto infinito representado por distintas vidas sucesivas.
A tal respecto es bueno señalar aquí que en este mismo texto que reproducimos Evola contrasta una vez más con sus falsificadores habituales, especialmente del continente europeo, que se han encargado de pintárnoslo como enemigo declarado de las ‘religiones del libro’ y meramente ‘pagano’, al mencionar, justamente en esta crítica al reencarnacionismo, al mejor testimonio recabado de la doctrina católica cuando sostiene junto a ésta el carácter único e irrepetible de la existencia. El alma humana, de acuerdo al catolicismo (y podríamos decir también de acuerdo a las demás grandes religiones) no puede ser pensada en el estado propio de la vida como disociada de su cuerpo. Es decir que si de existencia temporal es de lo que se trata, ésta no puede existir en otro cuerpo que no sea el propio y no en otro. A una determinada alma le corresponde pues un cuerpo determinado. Esta intuición esencial de dicha religión concuerda a su vez con la psicología tradicional, es decir con la que aun no ha sido contaminada por las diferentes perversiones modernas que, con excusas pseudocientíficas, tienden a negar la misma existencia del alma. El yo psíquico, es decir el alma, es aquella unidad sintética que se constituye a través de la actividad organizadora de una serie de experiencias mentales acontecidas en contacto permanente con el cuerpo a través de los instintos, impulsos y pulsiones provenientes de éste. Este orden, que corresponde al estado de despierto del yo, suele interrumpirse diariamente en la situación de sueño, momento en el cual el yo, al descender a una circunstancia de inconciencia, ingresa provisoriamente a lo que podría denominarse como un estado de muerte transitorio, el que es nuevamente interrumpido en el momento del despertar, que es cuando el yo vuelve al gobierno del cuerpo. La muerte sería pues equiparable a un sueño profundo y continuado en el que se produce un estado de disociación permanente entre ambas realidades. Un yo que muere pues es un alma que se disuelve y disgrega en sus diferentes vivencias acontecidas.
Sin embargo, tal como Evola nos hace ver en otros textos, la muerte significa la disolución de una realidad en los diferentes elementos que la componen, pero, de la misma manera que un cuerpo cuando muere no se convierte en nada, sino que se produce un proceso de disolución de sus componentes en estado cadavérico, sucede lo mismo con el yo psíquico. Al desatarse el nudo de la conciencia y al ser la muerte un estado de sueño definitivo, las diferentes manifestaciones del yo, liberadas del control y gobierno de ésta, se desintegran paulatinamente y muchas veces, en razón de la intensidad de la percepción vivida, se convierten en obsesiones que resisten a desintegrarse y por lo tanto deambulan en la búsqueda de cuerpos y de personas en las cuales encarnarse. Esto último es lo que suele acontecer con las experiencias del tipo del espiritismo o de la hipnosis, -y que muchas veces les sirven a los reencarnacionistas para testimoniar la verosimilitud de su doctrina-, en donde el médium o aun simples sujetos en estado de posesión colectiva y masificación, más que recibir el espíritu de un muerto, lo que hace es recibir los diferentes residuos psíquicos cadavéricos que pueden ingresar fácilmente a su ‘yo’ en la medida en que éste, simultáneamente con convocarlos, en función de ello ha anulado o reducido a la mínima expresión su estado de conciencia.
A tal respecto Evola encuentra una segunda manifestación tradicional en el catolicismo. Es indudable que, si enfocamos tal religión desde un punto de vista convencional, el catolicismo, que había estado en lo cierto al sostener la unicidad de la existencia para un alma determinada, yerra en cambio al considerar que la misma es a su vez inmortal. Sin embargo, una visión esotérica del hecho nos permite encontrar una respuesta diferente. Cuando tal religión se refiere al infierno comprendido como un estado de muerte eterna para aquellas almas que no se han salvado, en realidad en forma simbólica se está refiriendo al lugar en donde se está produciendo la muerte del alma, es decir, de la desintegración de los residuos psíquicos cadavéricos. Se asimila ello a otras expresiones tradicionales como el Gehena o el Hades. Allí no hay propiamente inmortalidad, sino un estado de lenta disolución de elementos residuales de una existencia anterior. Pero también existe el paraíso que es donde se encuentra la verdadera inmortalidad, lo cual también es perfectamente conciliable con la tradición a través de figuras similares como la de los Campos Elíseos.
Desde tal óptica en la tradición, a diferencia del saber vulgar y moderno, se habla no de dos entidades en el hombre, alma y cuerpo, sino de una tercera, que es el espíritu. Es este último el verdaderamente inmortal. Pero dicha dimensión es como una semilla que no llega a brotar en todos. Volviendo al reencarnacionismo, mientras que éste, por su optimismo progresista, considera que tarde o temprano todos se salvan a través de sucesivas reencarnaciones, el pensamiento tradicional, incluyendo en ello al mejor catolicismo, considera en cambio que tal circunstancia, consistente en alcanzar la verdadera inmortalidad, sólo acontece en algunos, los que también pueden ser muchos. Es decir que el reencarnacionismo es a nivel espiritual lo que la democracia es a nivel político y en cambio el pensamiento tradicional es por el contrario aristocrático.
La vida del hombre desde esta última óptica es pues un proceso abierto a una disyuntiva, lo cual a su vez también se encuentra en la doctrina católica del libre albedrío. El hombre puede elegir salvarse o condenarse. Si lo hace con lo primero entonces ello significa que ha logrado despertar en sí mismo la dimensión más profunda que es la espiritual, significa que ha producido su segundo nacimiento, que ha hecho brotar de su alma el espíritu, es decir el elemento divino que existe en él en estado de latencia. Aquel que no ha logrado hacerlo, no se reencarna, muere simplemente, va al Hades o al Infierno y disuelve allí las últimas fuerzas que aun lo apegan a la vida.
Pero queda aun un capítulo fundamental que es apenas esbozado en el texto. Es el que se refiere al por qué y para qué de esta vida y propiamente al origen de la misma.
Aquí es donde se produce el contraste mayor con las religiones convencionales, especialmente en lo relativo a la doctrina del creacionismo. El catolicismo, como las restantes religiones, manifiesta que el hombre ha recibido el ser por parte de otro que es en este caso Dios. Y en esto, sin percibirlo, concuerda también con el pensamiento moderno cuando afirma que la existencia es algo que existe por una circunstancia respecto de la cual yo soy ajeno. “Hemos sido condenados a existir”, decía el filósofo Sartre. Lo cual no es muy diferente, en el fondo y a pesar de todo su ateísmo, de la doctrina de la creación católica. Existe otro que ha resuelto que yo esté aquí, alguien que me ha ‘condenado’ a hacerlo y respecto de lo cual yo soy ajeno. La libertad ilimitada postulada por la modernidad choca pues con el determinismo de la existencia en su elección. No hemos elegido existir. Somos el producto de un azaroso abrazo nocturno o también de la decisión de un Dios que caprichosamente ha resuelto lanzarnos a esta vida.
Y es aquí en este punto esencial en donde aparece la gran distancia entre modernidad y tradición en lo que puede denominarse como la doctrina de la elección trascendental. Tomemos por un instante un pensamiento profundo de Nietzsche. ‘¿Si es cierto que Dios existe, cómo puedo aceptar no ser yo también dios?’. O también ‘dios crea dioses y no seres dependientes y pecaminosos’. Lo que es propio de un dios es la posesión de una libertad plena y absoluta, la cual existe en la dimensión más profunda de uno mismo que es el espíritu. Y esta libertad no puede tener el límite de haber recibido de otro el ser, pues en tal caso se convertiría en necesidad y dependencia. Yo mismo me he dado el ser, yo mismo he elegido estar aquí y ahora, en este mismo momento, en este cuerpo y en esta raza y lugar.
Falta en el maestro italiano explicarnos la razón de esta decisión asumida en la preexistencia. Y bien, trataremos de esbozarla ahora hallando una vez más atisbos de ella en las grandes religiones. El yo vivía en un antes de esta existencia en un tiempo infinito en el cual no existía la muerte, tal como el universo adámico antes del pecado. Los cuerpos se regeneraban ilimitamente así como los dientes de leche dan lugar a nuevos pero de manera incesante y se existía en una situación ilimitada de sucesión de momentos en donde, de la misma manera que en nuestra dimensión, el presente era, al decir de San Agustín, una línea ideal y efímera entre dos momentos que no son, el pasado y el futuro; uno porque ya no es y otro porque no lo es todavía. En un estado de letanía y angustia por el incesante devenir se trataba de querer trascender el tiempo y alcanzar la eternidad, que es un estado de presente duradero en el cual el no ser del futuro y del pasado están ahí y dejan de fluir. Se sabía que para ello había que ponerse a prueba encarnándose en una dimensión en la cual se viviera el límite y la muerte. Es propiamente lo que acontece en el universo adámico al ingresar al mundo del pecado, caracterizado por esfuerzo, sudor, muerte, dolor. Había pues que cruzar un gran río tormentoso para poder arribar sanos y salvos a la otra orilla. Pero también, y es Platón el que nos lo recuerda, sobreviene, a causa de tal abrupto cambio de estado, una situación de olvido, de abismamiento en el no ser y por lo tanto tendencia hacia la disolución en la nada. Era San Gregorio de Nissa quien decía que lo ángeles envidiaban al hombre porque él y no ellos había sido elegido por Dios. Y esto se vincula con los hermetistas cuando afirman que su grandeza y superioridad con respecto a los ángeles es que mientras que éstos sólo tienen la naturaleza inmortal, el hombre tiene las dos, la mortal y la inmortal, en tanto que participa de ambas. Tiene ante sí esa gran libertad: o la de elevarse hasta la condición de un dios, o descender hacia la más baja situación de las bestias. En realidad habría que decir que los ángeles son aquellas almas que no se han decidido a la gran prueba consistente en llegar a estar en esta vida, salir de la monótona inmortalidad del tiempo infinito para alcanzar la eternidad. Tuvieron miedo de morir, tal como les sucede a los que no ‘recuerdan’, se extravían y se abisman en la nada.
Aquí, esclarecido este punto esencial, se hace también clara la otra doctrina relativa a las afinidades electivas, que aparece en el texto. Debido a que las almas antes de existir son de una determinada manera, cuando eligen encarnarse lo hacen de acuerdo a sus afinidades propias que son diferenciadas. Por ello el mundo tradicional se distinguía en razas, castas y estirpes, las que existían en función de un orden superior. Cada expresión propia asignaba la manera por la cual el hombre podía reconocerse a sí mismo y enfilar así hacia su fin trascendente que era el despertar del espíritu y la participación en la dimensión eterna. De esta manera, encontrando su lugar propio, el hombre no tenía que esmerarse en perder su tiempo para construirse una morada diferente de su naturaleza. Su tiempo debía ser dedicado a lo esencial que era lo sacro. Y de ello se participaba por grados diferentes de acuerdo a la medida propia. La angustia de la mujer por querer ser como el hombre, o del artesano por querer ser guerrero o gobernante, como uno de los tantos ejemplos posibles, aparta al hombre de su meta principal que es la conquista de la eternidad a la que se arriba de acuerdo a lo que se es por naturaleza propia. El hombre tradicional encontraba pues una trama de símbolos y ritos que le permitían hallarse a sí mismo en esta vida y recordar así el por qué y para qué de ella, encontrando allí el sosiego necesario para abocarse a la razón principal de su existencia, de los motivos por las cuales ha decidido estar aquí. Y junto a ellos y principalmente, en función de tal recuerdo esencial, es que se encontraban aquellos seres paradigmáticos que permitían despertar y salir del olvido, aplacar los apetitos por lo intrascendente y efímero, tales eran los santos y los héroes.

Marcos Ghio