SIGNIFICADO Y FUNCIÓN DE LA MONARQUÍA


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El ensayo de K. Loewenstein ha ofrecido al lector una visión de conjunto de las múltiples formas de monarquía y de las posibilidades que, de acuerdo a este autor, le quedan a un régimen monárquico en la época actual. La monarquía no es tomada aquí en el sentido literal del término (gobierno de uno solo, poder concentrado en un solo hombre) sino, justamente en su sentido tradicional y más corriente, es decir con referencia a un Rey.

Las conclusiones de Lowenstein son más bien pesimistas. Para poder existir en nuestros días la monarquía debería resignarse a ser una sombra de lo que había sido en su momento. La misma podría solamente ser concebida en un marco democrático y, propiamente, en la forma de una monarquía parlamentaria. Aparte de Inglaterra, que constituiría un caso en sí mismo, el modelo ofrecido por las monarquías de los pequeños Estados de Europa septentrional y occidental –Suecia, Noruega, Dinamarca, Bélgica, Holanda, Luxemburgo– es aquel que eventualmente se debería tener ante los ojos.

En el análisis de los diferentes argumentos aducidos en favor del régimen monárquico, Loewenstein ha tratado de ser objetivo, no logrando sin embargo serlo siempre. En él es sumamente visible la precisa aversión hacia todo principio de verdadera autoridad, mientras que es dado un relieve insuficiente a los factores de carácter ético e inmaterial.

Ahora bien, creemos que si se estuviese obligados a concebir una monarquía solamente en la mencionada forma vaciada y democratizada, por lo demás posible únicamente porque se trata de pequeños Estados marginales, aun no comprometidos con el dinamismo de las grandes fuerzas de la época, deberíamos cerrar la partida sin más en la cuenta de lo negativo.

Se debe reconocer por otro lado que las conclusiones pesimistas en relación a la monarquía aparecen en gran medida como justificadas allí donde se resalte la situación del mundo actual y se repute que la misma sea irreversible, estando destinada a retirarse indefinidamente. Esta situación es definida por un materialismo generalizado, consistente en la primacía de los bajos intereses, por el error igualitario, por el régimen de las masas, por la tecnocracia y por la denominada ‘civilización de los consumos’. Sin embargo comienzan a multiplicarse las señales de una profunda crisis de este mundo de un bienestar y de un orden ficticios. Formas variadas de rebelión ya son advertibles por lo cual no está excluido que se arribe a un estado de tensión y a un punto de ruptura y que, en especial ante posibles situaciones límite, se despierten mañana diferentes formas de sensibilidad, se verifiquen reacciones similares a aquellas de las cuales es capaz un organismo cuando es amenazado mortalmente en su más profundo ser.

El advenimiento en mayor o menor medida de este nuevo clima es el elemento decisivo también para el problema de la monarquía. De acuerdo a nosotros el mismo debería ser formulado en los siguientes términos: ¿Qué significado podría tener la monarquía en el caso de que acontezca un tal cambio de clima, y en cuál forma la misma podría constituir un centro para la reconstrucción de un orden ‘normal’, normal por supuesto en un sentido superior? Por cierto, en una nación la presencia de una verdadera monarquía tendría un poder rectificador; pero éste es un círculo vicioso: sin la premisa mencionada por nosotros, toda restauración tendría un carácter contingente, no orgánico y, en un cierto sentido, innatural.

El desorden actual en el campo político hace que todo se nos presente como inestable, como peligrosamente abierto a la subversión –sea al marxismo como al comunismo– la que deriva sustancialmente de la carencia de un superior principio de autoridad y que consiste en la intolerancia casi histérica hacia un principio de tal tipo, por lo cual ciertas experiencias políticas de tiempos recientes sirven a la mayoría como cómodos justificativos y coartadas. Hablando de un superior principio de autoridad, nosotros nos referimos a una autoridad que tenga una efectiva legitimación y un carácter, en un cierto modo, ‘trascendente’, porque sin ello la autoridad se encontraría privada de base, sería contingente y revocable. Un centro verdaderamente estable faltaría.

Es importante resaltar claramente este punto esencial para diferenciar a la monarquía sobre la cual vierte aquí el discurso, de la monarquía en sentido vasto de poder o gobierno de uno solo. En efecto, son concebibles y se han también realizado formas espurias y falsificadas de autoridad. También los regímenes comunistas se apoyan de hecho sobre un autoritarismo que puede revestir formas más crudas y tiránicas por más que se le quieran mendazmente dar justificativos. En la misma línea puede ponerse el fenómeno dictatorial si se lo concibe en forma diferente al de los casos de emergencia, tal como aconteciera en la antigua Roma.

Por lo demás la antítesis muchas veces formulada entre dictadura y democracia, es relativa, de tan sólo examinar el fondo existencial de ambos fenómenos políticos, fondo que es el de un ‘estado de masa’. Si la dictadura no posee caracteres puramente funcionales y técnicos (un ejemplo de ello puede ser el ofrecido actualmente por el régimen de Salazar en Portugal), si la misma se apoya sobre un pathos como en algunas formas plebiscitarias y populistas, el galvanizarla resulta ser el mismo elemento activado por cualquier demagogia democrática. El dictador actúa como una parodia del monarca al remitirse a fuerzas que buscan confusamente un punto de apoyo, un centro, cualquiera que éste fuese, con tal de salir del caos, del desorden, de situaciones que se han convertido en insoportables. Esto explica además el fenómeno de posibles y virulentos cambios de polaridad a continuación de algún trauma que ha suspendido la fuerza cohesiva y dadora de sentido del sistema, así como cuando en un campo magnético la corriente llega a faltar. El caso principal es el ofrecido quizás a tal respecto por el increíble cambio de clima político colectivo que se ha verificado en Alemania actual, luego del entusiasmo casi frenético de la masa que había caracterizado el período anterior dictatorial. Es significativo que en vez un análogo fenómeno de inversión no se había producido en Alemania luego de la primera guerra mundial, porque el antecedente no había sido una dictadura sino más bien una tradición monárquica.

En razón de la ‘trascendencia’ del principio de autoridad propio de una realeza, el régimen monárquico constituye la única verdadera antítesis sea a una dictadura como a una democracia absoluta. En tal cosa debe indicarse el fundamento de su superior derecho. Las diferentes formas que puede revestir y las ideas o los símbolos con los cuales puede legitimarse esta trascendencia según los tiempos, no afectan lo esencial: lo esencial es el principio. Tiene razón Loewenstein cuando dice que en un mundo desacralizado por las ciencias naturales, en el cual la misma religión ha sido minada, ya no puede hablarse de aquella mística de la monarquía que en otros tiempos se apoyaba en ciertas concepciones teológicas y en una cierta liturgia. Pero si se presta atención al mundo de los portadores de corona en todos los tiempos y lugares, se puede resaltar como temática común y constante el reconocimiento de la necesidad de un centro estable, de un polo, de algo que para ser verdaderamente estable debe tener en un cierto modo el propio principio en sí mismo o desde lo alto, que no debe poseer un carácter derivado. A tal respecto F. Wollf-Windegg, en su obra Die Gekrönten, manifestó oportunamente: “Una realeza puramente política nunca ha existido”. En tiempos no muy lejanos el “por la gracia de Dios”, la soberanía de derecho divino no implicó en los súbditos consideraciones teológicas específicas; la misma valía, por decirlo así, en términos existenciales, correspondía justamente a la necesidad de un punto superior de referencia, punto que viene absolutamente a menos cuando el rey es tal únicamente por “voluntad de la nación” o “del pueblo”. Por otro lado, sólo en aquel presupuesto se podían desarrollar en los súbditos, bajo el signo de la lealtad, aquellas disposiciones, aquellas formas de comportamiento y de costumbre de un superior valor ético, del cual luego hablaremos.

Así pues no podemos compartir la opinión de Loewenstein de que el argumento ‘ideal’ a favor de la monarquía ya se encuentra invalidado. Es verdad por cierto lo que él dice en el sentido de que la declinación de la monarquía se ha debido no tanto a la democracia cuanto al advenimiento de las máquinas  y de los aviones, del automóvil, de la televisión, es decir de la civilización industrial tecnológica. Pero aquí cabría preguntarse que si nos encontramos en el derecho de convertir a esta civilización en una realidad subsistente por sí misma en cuál medida el hombre quiere acordar a todo esto un valor diferente de el de un conjunto de simples medios banales, los cuales, en la ‘civilización de los consumos’, dejan un absoluto vacío interior. Repitámoslo una vez más: se trata aquí sobre todo de la ‘dignidad’ de la monarquía, de un prestigio y de un derecho que siempre y en todas partes  se recabaron de una esfera supraindividual y espiritual: investiduras sagradas, derecho divino, filiaciones y genealogías místicas o legendarias, y así sucesivamente, no fueron sino formas figuradas para expresar un hecho sustancial siempre reconocido, es decir que un orden político, una unidad colectiva verdaderamente orgánica y viviente se convierte en posible solamente en donde existan un centro estable y un principio que se encuentra por encima de cualquier interés particular y de la dimensión puramente ‘física’ de la sociedad, principio que tiene como propio una correspondiente intangible y legítima autoridad. Por lo tanto, a nivel de los principios es absolutamente justo aquello que ha escrito Han Blüher: “Un rey que permite que su función soberana sea confirmada por el pueblo, admitiendo de este modo ser responsable ante el pueblo –en vez de ser responsable por el pueblo ante Dios – un tal rey ha renunciado a su realeza. Ninguna infamia cometida por un rey –y Dios sabe si éstos las han cometido – destruye la sanción mística objetiva del soberano. Pero una elección democrática la destruye de manera inmediata”.

Si en otros tiempos el lazo de fidelidad que unía al súbdito con el soberano pudo ser asimilado a un sacramento –sacramentum fidelitatis– algo de esto se ha conservado también más tarde como el fondo sumamente perceptible de una ética especial, de la ética, justamente, de la lealtad y del honor, la cual podía adquirir una particular fuerza en el presupuesto, recién mencionado, de la presencia de un símbolo personalizado. En tiempos normales, el hecho de que el soberano como individuo no estuviese siempre a la altura del principio, importaba poco; su función  permanecía imprescriptible e intangible porque no era al hombre sino al rey que se obedecía y su persona valía esencialmente como un soporte a fin de que se despertasen o fuesen propiciadas aquellas capacidades de entrega supraindividual, aquel orgullo de servir libremente y eventualmente incluso aquella prontitud en el sacrificio (como en momentos dramáticos la totalidad de un pueblo se congregaba alrededor de su soberano) que constituyen una vía de elevación y de dignificación para el sujeto y, al mismo tiempo, la fuerza más poderosa para mantener unido al conjunto del organismo político así como para reducir en éste todo aquello que hay de anodino y de carente de alma, lo que en los tiempos últimos ha tomado una peligrosa extensión.

Que todo esto no pueda realizarse de la misma manera de lo que sucede en otro orden político es algo sumamente evidente. Un presidente de la república puede ser reverenciado, pero en él no podrá reconocerse otra cosa que un ‘funcionario’, un ‘burgués’ como cualquier otro, el cual tan sólo extrínsecamente, no en base a una legitimidad intrínseca, es investido de una autoridad pasajera y condicionada. Aquel que conserva una cierta sensibilidad sutil percibe que el ‘estar al servicio del propio rey’, el ‘combatir por el propio rey’ (incluso el combatir ‘por la propia patria’ a pesar de la coloración romántica, tiene en relación con ello algo de menos noble, de más naturalista y colectivista), el ‘representar al rey’ posee una cualidad específica; en cambio todo esto presenta un carácter de parodia, por no decir de grotesco, cuando se tratase del ‘propio presidente’. Sobre todo en el caso del ejército, de la alta burocracia y de la diplomacia (prescindiendo de la nobleza), todo esto aparece como sumamente evidente. El mismo juramento cuando no es prestado a un soberano sino a la república o a una determinada abstracción representa algo vacío y sin alma. Con una república democrática algo de carácter inmaterial, pero también esencial e insustituible, es fatalmente perdido. Prevalecen allí lo profano y lo anodino. Una nación de carácter monárquico que se convierte en república, es en cierto modo una nación ‘desclasada’.

Si nos hemos referido a aquella especie de fluido que se forma alrededor del símbolo de la Corona, ello es sumamente diferente de aquello que pueda referirse a los ‘estados de multitud’ tal como puede suscitarlos o favorecerlos la demagogia de los jefes del pueblo. La diferencia existe también en lo relativo a todo tipo de mística nacionalista. Por cierto el soberano encarna también a la nación, simboliza su unidad sobre un plano superior, estableciendo casi con ésta una ‘unidad de destino’. Pero aquí nos encontramos con lo opuesto de todo patriotismo jacobino; no tendemos a ninguno de aquellos mitos confusos colectivistas que hablan al puro demos y que llegan casi a divinificarlo. Se puede decir que la monarquía modera, limita y purifica el simple nacionalismo; que así como la misma previene que cada dictadura se erija como una ventaja para el que la ejerce, de la misma manera previene todo nacionalismo excesivo, en tanto ella defiende un orden articulado, jerárquico y equilibrado. Bien sabemos que todos los excesos y subversiones de nuestros tiempos calamitosos deben atribuirse esencialmente a nacionalismos desencadenados.

Luego de todo lo que hemos dicho es evidente que nosotros no compartimos para nada la idea de que la monarquía se tenga que democratizar, que el monarca deba asumir casi rasgos burgueses. No creemos que: “Debería descender de las augustas alturas de otros tiempos y presentarse y actuar de manera democrática”, tal como pretende Loewenstein. Esto significaría simplemente destruir su dignidad y razón de ser, indicada en todo lo que hemos dicho. El rey de los países nord-europeos que lleva consigo la valija, que va a hacer compras en los negocios, que consiente que la radio y la televisión presenten ante el pueblo su buena vida familiar, incluso a las niñas que hacen travesuras, o bien con la Casa Real que se presta a la curiosidad y a los chismes de la farándula y todo lo que se piensa para convertirlo cada vez más cercano al pueblo soberano, incluyendo en todo esto un cierto benevolente aspecto paterno (siempre que se conciba al padre en una blanda forma burguesa), todo esto no puede no lesionar a la esencia verdadera de la monarquía. La ‘majestad’ se convierte así en un vacío epíteto ceremonial. Con razón se ha dicho que “el poderoso que por un mal comprendido sentido de la popularidad consiente en dejar que se le aproximen, termina mal”.

Por supuesto que sostener todas estas cosas significa ir contra la corriente. Pero nuevamente se formula una alternativa: se trata de aceptar como irreversible un estado de hecho: que el existir de la monarquía sólo puede ser bajo la forma de inútiles vestigios. Uno de los elementos a considerar a tal respecto es la intolerancia por parte del mundo actual por la distancia. El éxito de las dictaduras y de otras formas políticas espurias se debe en parte  justamente al hecho de que en el jefe es visto a “uno de los nuestros”, el “Gran Compañero”; tan sólo en tales términos se lo acepta como guía y se lo obedece. Al encontrarse las cosas formuladas de esta manera la preocupación por la ‘popularidad’ y por los modos ‘democráticos’ es sumamente comprensible. Pero todo esto en el fondo no es para nada natural; no se entiende por qué nos tengamos que subordinar cuando el jefe en última instancia es simplemente ‘uno como nosotros’, cuando no es advertida en él una distancia esencial, como en el caso del soberano verdadero. De este modo un “pathos de la distancia” –para usar una expresión de Nietzsche – debería sustituir a uno de la cercanía, estableciendo relaciones que excluyen toda soberbia jactancia por un lado, todo servilismo por el otro. Se trata aquí de un punto basilar, de carácter existencial para poder restaurar una verdadera monarquía. Sin volver a despertar formas anacrónicas, en vez de una propaganda que ‘humanice’ al soberano para granjearse a la masa, casi en la misma línea de la propaganda electoral presidencial norteamericana, se debería ver hasta qué punto pueda tener una acción profunda los rasgos de una figura caracterizada por una cierta innata superioridad y dignidad, en un marco adecuado. Una especie de ascesis y de liturgia de la potencia podría aquí cumplir un papel esencial. Justamente estos rasgos, mientras que por un lado reforzarán el prestigio de quien encarna un símbolo, deberían poder ejercer sobre el hombre no vulgar una fuerza de atracción, incluso un orgullo en el súbdito. Por lo demás, aun en tiempos bastante recientes se ha tenido el ejemplo del emperador Francisco José que, aun realizando entre sí mismo y los súbditos el antiguo y severo ceremonial, aun no imitando para nada a los reyes ‘democráticos’ de los pequeños Estados nórdicos, gozó de una particular y no vulgar popularidad.

Resumiendo, el principal presupuesto para un renacimiento de la monarquía según la dignidad y la función de la cual se ha hablado, consiste a nuestro parecer en el despertar de una nueva sensibilidad hacia un orden que se desapegue del plano más material y aun simplemente ‘social’, y tienda a todo aquello que es honor, fidelidad y responsabilidad puesto que tales valores tienen en la monarquía su natural centro de gravedad; mientras que a su vez la monarquía resultará degradada, reducida a una simple supervivencia formal y decorativa cuando tales valores no se encuentren vivos y operantes sobre todo en una élite, en una verdadera clase dirigente. No son las mismas cuerdas que el defensor de la idea monárquica y el de cualquier otro sistema deben hacer sonar en el sujeto y en la colectividad. Así pues resulta absurdo confiar el destino de la idea monárquica a una propaganda y a una praxis partidista que copie los métodos de la parte opuesta en un clima democrático. Aun si se despertasen hoy en día tendencias hacia un centro autoritario, hacia una ‘monarquía’ en el sentido literal (=monocracia), ello no bastaría, luego de lo que hemos dicho sobre las diferencias profundas que pueden presentar las distintas manifestaciones del principio de unidad y de autoridad. El sentido de aquello que no se deja ni vender ni comprar ni usurpar en las dignidades y en la participación en la vida política es un factor decisivo y escapa como agua entre los dedos a quien piensa tan sólo en términos de materia, de ventaja personal, de hedonismo, de funcionalidad y de racionalidad. Si de aquel sentido no se tuviese más que hablar por efecto del famoso “sentido de la historia” marxista, que se pretende de carácter irrevocable, se debería dejar a un lado definitivamente la causa monárquica. Esto por lo demás equivaldría también a profesar el más tétrico pesimismo en lo relativo a aquello a lo cual aun puede hacerse apelación en el hombre de los tiempos últimos.

 

II

 

Luego de haber considerado el aspecto espiritual del problema de la monarquía, es necesario indicar los aspectos que se refieren al plano positivo, institucional y constitucional. Sobre un tal plano habrá que precisar la función específica a atribuir a la monarquía y aquello que la diferencia de otros sistemas. Asombra que un tal problema no sea para nada asumido por la propaganda de los grupos monárquicos. En las elecciones que se tuvieron también en Italia se han tenido discursos monárquicos que han acusado, en forma similar a los de otros sectores de la oposición, las disfunciones del Estado republicano y partidocrático, así como el peligro del comunismo, pero sin embargo cuidándose de indicar, sin medios términos y sin miedo, en cuáles términos la presencia de la monarquía sería aquella institución con la capacidad de eliminar en forma positiva sea a las unas como a las otras o, para mejor decirlo, en virtud de cuáles particulares prerrogativas sólo la monarquía sería capaz de realizarlo.

Si se es verdaderamente monárquico no se puede admitir que la monarquía se reduzca a una simple institución decorativa o de mera representación, como una especie de adorno o, según la imagen recordada por Loewenstein, algo así como la figura dorada que se ponía en la proa de un galeón; el Estado en lo concreto quedaría como el mismo de las democracias parlamentarias republicanas, correspondiendo al rey tan sólo la función de ratificar, tal como lo haría un presidente en una república parlamentaria, todo aquello sobre lo cual el gobierno y el parlamento han previamente deliberado. La restauración debería en vez en cambio implicar una especie de revolución (o contrarrevolución) monárquica.

A la notoria fórmula “el rey reina pero no gobierna”, se le debería contraponer la otra: “el rey reina y gobierna”, aclarando que gobierna naturalmente, no en los términos de las monarquías absolutas de otros tiempos, sino, en forma normal en los marcos de un derecho y de una constitución establecidos. A tal respecto el mejor ejemplo ha sido justamente el que nos ofrecieran las anteriores monarquías centro-europeas, por las cuales Loewenstein no ha escondido su decidida antipatía. Al soberano le debería quedar reservado no sólo un poder de regulación, moderador y arbitral respecto de las diferentes fuerzas políticas, sino también el de una instancia suprema. Respecto de la constitución y del derecho no deben hacerse fetiches. Constitución y derecho no caen del cielo en forma perfecta, son formaciones históricas y su intangibilidad se encuentra condicionada por el curso normal de las cosas. Cuando este curso viene a menos, cuando el mismo se encuentra ante situaciones de emergencia, se debe hacer valer un poder superior que por haber permanecido latente e inactivo en condiciones normales, no por ello cesa de constituir el centro del sistema. El rey es el sujeto legítimo de tal poder. Él puede y debe ejercerlo cada vez que sea necesario diciendo: “Hasta aquí se llega y no más”, previniendo sea todo movimiento revolucionario subversivo (previniéndolo a través de una revolución desde lo alto), sea también toda tendencia dictatorial cuya única justificación sea la falta de un verdadero centro de autoridad.

No queda dicho que un poder similar tenga que ser ejercido directamente por el soberano; el mismo puede también serlo por parte de un Canciller o un primer ministro capaz y decidido que, siendo fuerte por el apoyo de la Corona y responsable esencialmente ante la misma, puede hacer frente a la situación. El caso de Bismarck en el ‘conflicto institucional’ recordado por Loewenstein corresponde a esta posibilidad. Sintiéndose seguro por la confianza del soberano, Bismarck pudo también no tener para nada en cuenta la oposición del parlamento y siguiendo firmemente su camino hizo la grandeza de Alemania, recibiendo luego, en una nueva constitución, la sanción de lo que había efectuado.

Podríamos arriesgarnos a decir que, en parte, una situación análoga se la tuvo en un primer momento cuando el rey de Italia apoyó a Mussolini al concederle poderes que, sin embargo él mismo, Víctor Emanuel, si no se hubiese sentido tan vinculado constitucionalmente, habría podido ejercer, en modo tal de imponer un orden a la Italia perturbada por la subversión y por la crisis social, a través de nuevas estructuras, sin tener necesidad del fascismo y previniendo aquellos desarrollos –que algunos calificaron como ‘diarquía- que finalmente minaron en una cierta medida su posición en razón de la presencia casi de un Estado adentro del mismo Estado. En las horas decisivas un soberano no debería olvidar nunca el dicho de la antigua sabiduría: Rex est qui nihil metuit (Es rey quien nada teme). En razón de un mal entendido humanitarismo, en casos extremos incluso el peligro de luchas en las cuales podría llegar a correr sangre no debería asustar puesto que aquí no se trata de las personas, sino de hacer reinar, por encima de todo, a la autoridad, el orden, la justicia en contra de las eventuales agitaciones de las partes. La fórmula ya fue indicada: “Hasta aquí y no más allá”. En situaciones no excepcionales la concepción de Benjamin Constant de la Corona como “cuarto poder”, como una función arbitral y de equilibrio puede ser aceptada. También los derechos reconocidos por Bagehot a la Corona: derecho a ser interpelada, derecho a incitar, derecho a dar orientaciones, resultan imprescindibles.

Por lo tanto, con una restauración monárquica debería ser efectuado un desplazamiento del centro de gravedad. Una representación nacional puede también ser elegida por el ‘pueblo’, según una u otra modalidad (volveremos sobre esto), pero la misma debería ser responsable, in primis et ante omnia, ante el soberano, de acuerdo a relaciones de responsabilidad personalizada que ya por sí misma cerraría el camino a tantas formas de corrupción democrática. El rey debería ser pues el supremo punto de referencia, y deberían ser sentidos los mencionados valores de lealtad y de honor, en vez de serlo los representantes, los instrumentos de los partidos y de la misteriosa y lábil entidad ‘pueblo’ instrumentada por ellos y a la cual únicamente le corresponde el poder de confirmar y revocar, de acuerdo a un sistema de democracia absoluta, es decir el sufragio universal igualitario.

Por otro lado para una verdadera renovación monárquica sería necesario tener presente el ideal de un Estado orgánico por lo cual no puede evitarse el problema de la compatibilidad entre la monarquía y el sistema de la democracia absoluta parlamentaria. La mezcla entre ambos sólo puede dar lugar a una cosa híbrida. Debe reputarse que si se logra el mencionado cambio de mentalidad se verá paulatinamente lo absurdo que representa el sistema de las representaciones basadas en el sufragio universal indiscriminado, es decir sobre la ley del puro número, que tiene por presupuesto obvio no la concepción del ciudadano como una ‘persona’ sino su reducción degradante a la condición de átomo indiferenciado e intercambiable.

A tal respecto debe tenerse presente que una cosa es la democracia en su forma absoluta moderna, y otra es un sistema de representación que no puede en manera alguna coincidir con la primera. Se sabe que un sistema de representación existió también en los Estados monárquicos tradicionales, pero en manera general como representaciones orgánicas, es decir de cuerpos, de órdenes, de Stände, y no de partidos ideológicos. De querer considerar a los partidos, el mejor sistema sería el bipartidista, que admite una oposición que actúa constructiva y dinámicamente adentro del sistema, no afuera del mismo o en contra de éste. Resulta al respecto una cosa absurda que un partido como el comunista o de ideología afín, meramente porque observe ciertas normas o formalidades, pueda ser considerado como ‘legal’ y ser admitido en una asamblea nacional a pesar de que su programa, tácito o declarado, manifieste la sustitución del orden existente incluso por vía violenta. Además de la solución bipartidista, ya adoptada en forma ventajosa en la Inglaterra monárquica, el sistema representativo que por su carácter orgánico se armonizaría mejor con la monarquía sería el corporativo, en el sentido más vasto, tradicional, sin referencias al intento que se efectuara durante el fascismo con la creación de una Cámara corporativa. El mismo sería mucho más afín que el partidocrático. Quizás el actual sistema portugués de Oliveira Salazar –mucho  más que el español de Franco– se acerque al orden deseado. Loewenstein ha puesto en luz la alternativa que se presentaría en el caso de una restauración, en donde o el soberano se apoya en las clases superiores, más inclinadas a la monarquía, y entonces haría el juego de quienes se encuentran preparados para acusarlo de reaccionario y conservador; o bien se apoya en las clases trabajadoras y se aboca a hacerse el ‘rey del pueblo’, y entonces se enajenaría en forma peligrosa el apoyo de la otra parte de la nación.

Ahora bien una tal encrucijada presupone obviamente el mantenimiento, la perpetuación del estado de lucha de clases, en los términos de la ideología marxista. Pero nosotros reputamos que uno de los presupuestos del orden nuevo, orgánico y monárquico debe ser visto justamente en la superación de esta división antagónica de las fuerzas nacionales. A tal cosa debería justamente apuntar la reforma corporativa, la cual de ser puesta en práctica evitaría tal encrucijada. Aun si en lo interior de las corporaciones, o como se quiera llamar al órgano representativo primario, se hicieran valer tendencias opuestas, debe pensarse que la preeminencia a dar al principio de las competencias reduciría ampliamente en tales divergencias el factor ideológico.

En un sector convertido siempre más en importante el sistema de las representaciones corporativas según competencias podría presentar un carácter actual en razón del desarrollo casi monstruoso presentado por el elemento tecnocrático y en forma genérica por la economía. Se sabe respecto de las críticas dirigidas a la sociedad tecnológica de los consumos en la sociedad industrial más avanzada; los aspectos destructivos que le son propios han sido indicados, ha sido expresada la exigencia de poner un freno a  procesos económicos convertidos ya en independientes, como la imagen del ‘gigante desencadenado’ utilizada atinadamente por W. Sombart. Así como se encuentran las cosas ya no es posible un freno al sistema, una contención que no sea a través de la intervención de un poder superior de carácter político. La tarea de frenar y ordenar adecuadamente en base a una jerarquía más completa de intereses y de valores a las fuerzas en movimiento en la antes mencionada sociedad, obviando también una situación paradojal verificada en los tiempos últimos, la de un Estado siempre más fuerte con una cabeza siempre más débil, hallaría evidentemente el ambiente más favorable para su realización en un verdadero Estado monárquico. Institucionalmente el órgano podría ser provisto o por una asamblea única que sin embargo se encuentre respaldada por representantes de las fuerzas económicas y productivas, y que comprenda también a las representaciones de la vida espiritual y cultural (tal como sucediera en los “Estados Generales” y en análogas asambleas o Dietas de los antiguos regímenes tradicionales monárquicos). O bien por el sistema de la doble Cámara, de una Cámara Alta y de una Cámara Baja, siendo la segunda la propiamente corporativa, haciéndose valer en la primera en cambio instancias superiores. Se sabe que la última ‘conquista’ de la democracia absoluta ha sido la de haber reducido la Cámara Alta, es decir el Senado, a una inútil copia de la otra Cámara puesto que también para ésta ha sido hecho valer el principio de la elección masificada y de los cargos temporarios (por lo menos para la mayoría de sus componentes). Tal como sucediera aun en la Italia de ayer, la definición de Cámara Alta debería ser en vez una de las tareas esenciales de la monarquía, aun convenientemente asistida, permaneciendo el carácter formal del nombramiento desde lo alto.

Por tal senda la Cámara Alta permanecería como el cuerpo político más cercano a la Corona y sería natural que en el mismo la lealtad, la fidelidad y la impersonalidad activa estuviesen presentes en el grado más alto. La misma debería tener un poder, una autoridad, un prestigio y un significado diferentes de los que resultan propios de la Cámara Baja. En tanto custodio de los valores y de los intereses superiores, la misma constituiría el verdadero núcleo central del Estado, la ‘cabeza’ del mismo. Habría pues que poner bien de relieve su carácter funcional activo a nivel de co-determinación de la línea política, carácter que la diferenciará profundamente de aquello que había sido en la Italia monárquica de después del Risorgimento, el Senado: una asamblea de personas dignas, de ‘altos ingenios’, de notables de acuerdo al censo, y sin embargo en apariencias esencialmente decorativa, sin ninguna verdadera y vigorosa función orgánica.

Sin detenernos en detalles, resulta claro que un sistema de tal tipo superaría las aberraciones de la democracia absoluta y de la partidocracia republicana y en la monarquía el mismo tendría su natural integración. Aquí la monarquía no sería una cosa heterogénea, casi como un residuo de otro mundo, superpuesto al sistema parlamentario corriente. Por lo tanto, en rigor, el problema de la monarquía tiene que ver con un problema más vasto, el del redimensionamiento ‘revolucionario’ de lo interior del Estado moderno.

Pero para las funciones de la monarquía que hemos tratado de reseñar, a fin de que la misma pueda no sólo ‘reinar’, sino también tener una parte activa en mayor o menor medida de acuerdo a las circunstancias, en el ‘gobierno’, resulta claro que sería necesaria una particular calificación por parte del soberano, no tan sólo en el plano del carácter, según la severa educación tradicional de los príncipes, sino también en materia de competencia, de conocimientos y de experiencia. Esto es convertido en necesario por el carácter sea de la época como del Estado moderno. Sugestiva es la antigua concepción extremo-oriental del wei-wu-wei del ‘actuar sin actuar’ regio, que hace alusión no a una acción material directa, sino a una acción ‘por presencia’, como centro y poder sublimado. Este aspecto, aun manteniendo su intrínseca validez en los términos antes mencionados, cuando, tal como en los tiempos actuales y probablemente, aun más, como en aquellos que se preanuncian, todo se encuentra en movimiento y las fuerzas tienden a salir de su órbita normal, tiene necesidad de ser integrado, si bien teniendo especial cuidado de que por tal camino el mismo no se encuentre menoscabado. Tal como hemos dicho, en otros tiempos en el monarca el símbolo podía también tener la preeminencia sobre la persona; dado el clima general y dada la fuerza de una larga tradición y de una legitimidad, el mismo podía no ser determinado por los aspectos meramente humanos de las persona que en uno u otro caso lo encarnaba. Si hoy o mañana se tuviese que arribar a una restauración monárquica, ello no sería más posible: el representante debería estar en su mayor medida a la altura del principio, no en razón de una ostentación de la persona, sino por lo contrario. Debería tener también las cualidades de un verdadero jefe, de un hombre capaz de regir el cetro no tan sólo simbólica y ritualmente. Una tal calificación en nuestros días no puede ser sólo la de las épocas de las dinastías guerreras. Las dotes de carácter, de coraje y de energía, aun permaneciendo como la base esencial, deberían unirse a las de una mente iluminada y poseedora de conocimientos políticos esenciales, adecuados a la estructura compleja del Estado moderno y de las fuerzas que hoy actúan en la civilización contemporánea.

El declive de los regímenes tradicionales ha tenido dos causas que han actuado solidariamente aun antes de que se agregase el clima materialista de la civilización moderna y de la sociedad industrial. Por un lado, en lo alto, nos hemos hallado con la creciente incapacidad en encarnar completamente el principio, en especial cuando las estructuras generales comenzaban a resquebrajarse; por el otro, en lo bajo, se ha tenido un venir a menos en los pueblos convertidos en ‘masas’ de una determinada sensibilidad, de ciertas capacidades de reconocimiento. Por lo tanto la posibilidad de una restauración monárquica padece una doble hipoteca y aparece como condicionada por la remoción de ambos factores negativos. Se precisarían por un lado soberanos que no deban su prestigio tan sólo a su superior función, al símbolo que los caracteriza, sino que sean también capaces de hacer frente a cualquier situación como exponentes de una idea y de un poder superior. Por el otro lado se precisaría aquella mutación del nivel mental y moral de las masas, respecto del cual nos hemos cansado de subrayar tal necesidad.

En el día de hoy ambas condiciones se nos aparecen como hipotéticas. Pero si no se quiere arribar a las conclusiones esencialmente negativas a recabar de los estudios sobre la monarquía en el Estado moderno, como el emprendido por Loewenstein, si la misma no debe ser considerada tan sólo como una institución que, en tanto pálida sombra de lo que fuera la monarquía, se encuentra ahora casi enteramente privada de su significado y de su esencial razón de ser, no hay otra manera para formular el problema. Conviene pues repetir que el destino de la monarquía parece ser en cierto modo solidario con el de la entera sociedad moderna y más propiamente depende de aquello que podrá ser la solución de una crisis la cual, tal como aparece de múltiples indicios, está invadiendo los cimientos mismos de aquella civilización.