EL JUDÍO TROTSKY Y LA “REVOLUCIÓN PERMANENTE”


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En pocos meses más se celebrará el centenario de la revolución comunista rusa llevada a cabo principalmente por dos figuras emblemáticas, Trotsky y Lenin. En ocasión de tal hecho este Centro se abocará a publicar los distintos textos que Julius Evola editara en vida sobre tal trágico evento de la humanidad develando la trama oculta del mismo. Tanto esta nota como otras que se publicarán oportunamente pasarán a formar parte de un futuro libro que se titularáEscritos sobre el comunismo y que tendrá como fin principal separar en forma definitiva a la figura de nuestro autor de ciertos distorsionadores habituales que han pretendido mezclarlo con tal doctrina deletérea. Y pensamos especialmente en el euroasiático Dugin.

Al final de esta nota efectuaremos las precisiones y actualizaciones pertinentes.


Es muy notoria la obra de Leyba Braunstein, más conocido como Trotsky, titulada La revolución permanente que ha aparecido editada en varias lenguas. Se trata de una obra sumamente interesante pues muestra cómo, en lo interior mismo de la ideología comunista, esencialmente sobre la base de la mentalidad hebraica, se arriba a aquellas conclusiones de radicalismo revolucionario ante las cuales, a pesar de su notoria perversión, el bolchevique o comunista de raza ariana muchas veces no se anima a formular.

La disidencia entre el ‘trotskismo’ y los representantes oficiales del actual régimen debe ser comprendida de alguna manera en estos mismos términos. León Trotzky, hijo del gueto, se erige como el exponente de la pura ortodoxia comunista en contraste con aquellos que la habrían traicionado, los cuales serían sobre todo los secuaces de Stalin. Los sanguinarios tiranos actuales de la demolida tierra rusa para él ya se han convertido en burgueses y en reaccionarios o, en la mejor de las hipótesis, en diletantes que han abandonado el camino justo y que se encuentran a punto de comprometer en la manera más deplorable la causa en nombre de una idea –horror- larvadamente nacional. Pero quien pretende tener al comunismo y a la revolución al cien por cien en la pureza de un elemento químico, como derivada directamente del verbo de su profeta Mardochai, alias Carlos Marx, se debe dirigir a él, a León Trotzky y no a tales desviacionistas.

La doctrina de la raza quiere que tan sólo sobre la base de una misma sangre se pueda verdaderamente asimilar y desarrollar una misma idea. La herencia del judío Marx por descendencia legítima le toca pues al judío Trotzky, más que a cualquier otro, cuya adhesión al marxismo es sólo ideal si desapegada de la voz profunda de la sangre y más aun ignorante o casi de las finalidades últimas del frente de la subversión mundial. Y que el marxismo, a su vez, no sea sino puro hebraísmo secularizado, creatura doble del sueño cosmopolita milenario de Israel desplazado hacia el plano más bajo y del resentimiento y del instinto revolucionario del mismo modo seculares de la raza elegida, ello es algo sumamente notorio para cualquier estudioso de la cuestión judaica, por lo cual no vale la pena insistir aquí sobre ello. Sin embargo, de pasada, no reputamos como una cosa superflua repetir aquí un testimonio poco conocido que, en lo relativo a Marx, nos ha entregado un correligionario suyo, Baruch Hagani (Le sionisme politique, París 1918, pgs. 27-28):

Marx, ese descendiente de rabinos y de doctores de la ley, heredó toda la fuerza lógica de sus antepasados; él fue un talmudista lúcido y claro, al cual las minucias de la práctica no podían poner en problemas; fue un talmudista que hizo sociología política aplicando aquellas cualidades suyas innatas propias de un exegeta a la crítica de la economía. Estuvo animado de aquel antiguo materialismo hebraico, que soñó perpetuamente un paraíso sobre la tierra y siempre rechazó aquella lejana y problemática esperanza de un edén luego de la muerte; pero él no fue solamente un lógico, fue también un rebelde, un agitador, un áspero polemista, y abrevó sus dotes de sarcasmo y de invectiva, de allí desde donde también Heine las había recibido: de las fuentes hebraicas.”

Vale la pena ver aquí cómo tal ‘tradición’ se continúa en Trotzky examinando en este caso su idea de ‘revolución permanente’ por medio de la cual él acusa de herejía a los bolcheviques oficiales, mientras que éstos por la misma razón ven en él a un peligroso disidente. Si bien tales contrastes para el que se encuentra afuera parezcan simples rencillas familiares, sin embargo las mismas, tras haber hecho referencia al aspecto racial, tienen un significado que no debe para nada descuidarse.

Qué es lo que significa para Trotzky la ‘revolución permanente’? Se trata aquí de ‘una revolución que no quiere transar con ninguna forma de dominio de clases, que no se detiene en el estadio democrático, sino que pasa a medidas abiertamente socialistas y a la guerra en contra de la reacción exterior; es una revolución, en la cual cada etapa se encuentra contenida en germen en la etapa precedente, una revolución que concluye sólo cuando la sociedad clasista ha sido eliminada totalmente” (pg. 33).

Esta postura es particularmente importante en cuanto que con la misma se afirma la unidad y la continuidad fundamental del proceso revolucionario, cosa que aun hoy se le escapa a muchos ilusos, los cuales creen que el régimen democrático o republicano en sentido estricto sea una forma dotada de vida propia en vez que una fase de un proceso fatal, destinada a subvertirlo y a ir más allá de ella, hasta arribar al punto último, que es la disolución integral de todo concepto de clase o de nación. Esta idea trotskista y por lo demás ya marxista de la ‘revolución permanente’, tal como es aquí enunciada sin la menor reticencia, constituye pues un importantísimo principio metodológico, para todo aquel que quiera verdaderamente profundizar, en su esencia y no meramente en alguna manifestación singular, el fenómeno revolucionario.

Nosotros concordamos plenamente con Trotzky: de la misma manera que en la teología aristotélica el primer motor, que corresponde al término final del pasaje de las diferentes potencias a su acto, se presupone a todo su desarrollo, hasta el de las fases más inconscientes y oscuras del mismo, de la misma manera la dictadura del proletariado es el verdadero terminus ad quem, el sentido último y el fatal estadio final de todo proceso revolucionario, de la subversión o inversión antitradicional. Partiendo de tal premisa, Trotzky tiene perfectamente razón en su polémica contra quienes consideran  como necesaria la gradual maduración de la revolución a través de una fase primera burguesa democrática, luego socialista-nacional y finalmente proletaria internacional. Todos estos grados pueden ser salteados: puesto que se sabe ya adónde se quiere arribar, allí donde ello sea posible, el proletariado debe hacer de todo para actuar directamente y adueñarse sin más del poder. De otra manera existe el peligro de detenerse en medio del camino y terminar en peligrosas desviaciones: el ejemplo de la revolución comunista china abortada es para Trotzky uno de los más instructivos a tal respecto. Justamente en los países que ‘menos han progresado’ (es decir menos putrefactos) es la teoría de la acción directa lo que se impone. Una vez alcanzado el poder, el proletariado deberá ‘elevar hasta el propio nivel’ la sustancia restante del pueblo, puesto que naturalmente otro carácter de la revolución permanente es su elemento totalizador, su desprecio por la formas ‘pacifistas’ de evolución, sino en el fondo también por todo límite por todo elemento positivo:

las subversiones en la economía, en la técnica, en la ciencia, en la familia, en los modos y costumbres forman, en el momento de su realización, combinaciones y coyunturas tan complejas, que la sociedad no puede arribar nunca a un estado de equilibrio. En lo cual se revela el carácter permanente de la misma revolución socialista” (pg. 36).

El segundo aspecto fundamental de la teoría de la revolución permanente es su decidido internacionalismo. Trotzky polemiza violentamente contra aquellos para los cuales

la conquista del poder en los marcos nacionales representa en el fondo no el acto inicial, sino el acto final de la revolución: luego de lo cual se tendría que dar un período de reformas que conduzcan a la sociedad socialista nacional”.

Aun reducida a un semejante residuo miserable, la idea de patria despierta en el judío Trotzky la más invencible repugnancia. Trotzky está convencido de que Rusia se encuentra a punto de intentar esta ‘aventura’ del socialismo ‘nacional’ viendo en tal cosa el cáncer que corroe al organismo soviético y que lo conducirá hasta su ruina, por lo que lanza su grito de alarma a los trabajadores de todo el mundo para que no se dejen seducir por los ‘traidores’. Para él una dictadura proletaria aislada es un absurdo: la misma tiene sentido tan sólo si representa el desemboque parcial de un proceso que por su esencia es internacional y antinacional y si se tiene a tal respecto plena conciencia de ello, en modo tal de no perder de vista el objetivo final y sobre todo las metas supranacionales generales, que no deben ser influidas por los flujos o reflujos de la oleada revolucionaria en los distintos países.

De aquí también otro punto importante que no tenemos que perder de vista: en lo relativo a su profunda tendencialidad, se debe constatar la unidad del proceso revolucionario no sólo en el tiempo, es decir más allá de la diversidad de sus grados y de sus variadas formas de aparecer en la historia, sino también en el espacio. En un sentido como en otro, más allá de toda revolución se encuentra la Revolución: y quien concentra su atención sobre un determinado fenómeno revolucionario tomado en sí mismo y trata de explicarlo sobre la base de elementos locales y contingentes, confunde en verdad lo esencial con lo accesorio, lo permanente con lo accidental, las causas verdaderas con aquello que en filosofía se denominan las causas ocasionales. Pero la mirada ‘lúcida y clara’ del doctor de la ley talmúdica ha visto en toda precisión este punto, allí donde en cambio la miopía de tantos de nuestros contemporáneos mantiene, a tal respecto, la más deplorable ignorancia.

Trotzky a decir verdad, quiere dar una justificación ‘técnica’ del necesario carácter supranacional de la revolución.

El internacionalismo –nos dice-  no es un principio abstracto: el mismo no constituye sino el reflejo político y teórico del carácter mundial de la economía, del desarrollo mundial de las fuerzas productivas y del impulso mundial de la lucha de clases”.

Él repite (pg. 211):

En la medida que el capitalismo ha creado el mercado mundial, la división del trabajo y las fuerzas productivas mundiales, ha preparado también el conjunto de la economía mundial para la reconstrucción socialista”.

Pero aquí es donde se delata el Trotzky iniciado en mayor medida que sus compañeros arios en las maniobras de la gran guerra oculta. Nosotros tenemos aquí en efecto una confesión sumamente explícita de la solidaridad funcional de la internacional capitalista con la socialista. Sin embargo Trotzky no se delata hasta el límite de indicar el verdadero sentido de tal funcionalidad. Aquí se encuentra el punto fundamental que diferencia al Judío visionario del iluso bolchevique de buena fe. Trotzky se cuida mucho de decir que el capitalismo internacional ha preparado al comunismo en un modo diferente del meramente técnico, es decir en la constitución de una economía no meramente nacional. Se trata aquí también de otra preparación respecto de lo cual hace sospechar una circunstancia que se ha hecho de dominio público, tal como las generosas subvenciones efectuadas por el consorcio hebraico internacional de Nueva York (Schiff y Cía) justamente al movimiento comunista más radical, y justamente a través de Trotzky y no directamente al ‘puro’ Lenin. Trotzky, de la misma manera que sus mandantes enmascarados, dejan gustosamente creer a los otros que ellos trabajan para edificar la futura dictadura del proletariado sobre las ruinas de la sociedad capitalista, la cual la ha preparado involuntariamente y ‘técnicamente’ modificando la economía mundial. Pero esto no puede darlo a entender a quien se ha ya acostumbrado a mirar detrás de los bastidores y que por lo tanto comienza a presentir la verdadera concatenación de las causas y de los efectos. Resulta provechoso para ellos que los ‘fieles’ se traguen la fábula de una economía internacional automática y racionalizada la cual, una vez que se hayan destruido todos los anteriores precedentes clasistas, nacionales y tradicionales, creará por sí misma la felicidad mesiánica sobre la tierra: los ‘iniciados’ sin embargo saben a qué atenerse a tal respecto: ellos utilizan a estos entusiastas revolucionarios como escuadras destinadas a allanarles el camino, teniendo plena conciencia de que la ‘automaticidad’ de la economía internacional será un mero mito, y que ellos serán los verdaderos dirigentes y los verdaderos beneficiarios en el futuro y pregonado Edén.

Lo que sin embargo resulta más bien inexplicable desde el punto de vista de las finalidades tácticas es la aversión de Trotsky por el régimen soviético actual en el cual resulta sin lugar a dudas visible tal perspectiva: es decir la dictadura del proletariado que termina creando un capitalismo de Estado y por lo tanto reduciendo  la ideología revolucionaria pura al papel de un mero instrumento. ¿A lo mejor el Judío astuto ha reconocido en esto un peligroso y prematura descubrimiento de aquellas posturas que podrán ser manifiestas tan sólo cuando la plenitud de la obra haya sido cumplida, es decir cuando la revolución permanente habrá triunfado en todos los sectores y ninguna resistencia será posible? La acusación en contra del ‘mesianismo’ del sovietismo ruso, que piensa tan sólo (según Trotsky) en redimir en forma socialista el propio país creyéndolo privilegiado en vez de trabajar ,in primis et ante omnia, por el triunfo de la revolución mundial, parece más que ambigua, al saber nosotros a qué atenernos respecto de este presunto nacionalismo soviético. No obstante debe reconocerse que algo positivo existe aquí, más allá de la ficción y de la táctica, respecto de las posturas trotskistas en relación a la clase rural. Entre los bolcheviques los había y quizás los hay aun que creen en el mito colectivista, que creen por lo tanto en el ‘pueblo’, aun reducido en su mínima expresión y en sus estratos más bajos, es decir en el conjunto de los obreros y campesinos. En contra de tal postura, Trotsky posee un desprecio que a mala pena puede esconder. Él cree tan sólo en una élite, por supuesto en una élite entendida al revés, pero que siempre resulta ser una minoría activa y dirigente. Yendo hasta el fondo de su pensamiento, se ve fácilmente que, a pesar de sus proclamas ‘democráticas’, el judío Trotsky tiene a la ‘masa’ tan poco en cuenta, como podría hacerlo un simple ‘tirano’. Y él, con instinto seguro, advierte en dónde se encuentra en el actual sistema ruso-soviético, el peligro.

Una vez destruida la monarquía, el clero, la aristocracia, la clase intelectual, los últimos restos de la tradición, en especial cuando se trata de un país ‘atrasado’, subsisten en el campesino, el cual mantiene una relación con la tierra y, a pesar de todos los esfuerzos realizados, en razón de las mismas condiciones de vida, no puede ser proletarizado sin inconvenientes. Ahora bien, el hecho de que el sovietismo no se haya limitado a proclamar la simple dictadura de los obreros proletarizados, sino que haya asociado a ellos, al menos en las apariencias constitucionales, a los soviets de los campesinos, ello le parece a Trotsky sin más como una herejía. También aquí él naturalmente no revela la totalidad de su pensamiento: insiste sin embargo en decir que a la teoría de la revolución permanente le resulta como propio el rechazo de que el campesino pueda tener una función política directiva. Acordársela significa exponerse a un peligro pues: “el campesino sigue al obrero o al burgués”. Si éste no es puesto sin más bajo la dictadura del puro proletariado obrero y por lo tanto, en palabras simples, reducido a una masa inerte privada de toda voz sobre el asunto, se permanecerá siempre expuesto al peligro de la reacción.

El campesino sólo puede sostener la dictadura de la burguesía o la del proletariado. Las formas intermedias no sirven sino sólo para enmascarar o adornar la dictadura de una burguesía ya agitada o aun no repuesta de algún tipo de conmoción (el régimen de Kerensky o de Pilsudski, el fascismo)” (pg. 179).

Dejando aunque sea un pequeño margen a la autonomía del campesino se corre el peligro de que sobre tal base el enemigo momentáneamente abatido se pueda volver a levantar y a ahogar en sangre a la revolución proletaria. Resulta muy significativa la siguiente frase de Trotsky (pg. 186).

Bajo la presión de las masas populares, la burguesía puede dar aun pasos hacia la izquierda, pero lo hace tan sólo para luego poder golpear al pueblo de la manera más despiadada. Unos períodos de ‘doble poder’ son posibles y probables. Pero no habrá una verdadera dictadura democrática (es decir comunista) si no es la pura dictadura del proletariado”.

Y en otra parte (pg. 203) Trotsky es aun más explícito: la ‘transformación’ de la revolución democrática en revolución socialista (comunista) debe tener por centro a la toma del poder por parte del proletariado no como proletariado de una determinada nación, sino como reparto del proletariado internacional: este proceso debe ser así llevado a cabo en modo tal que la revolución ‘socialista’ no sea un arma de doble filo, es decir, que una cierta socialización, acontecida bajo la presión de las masas, no sea un modo de desplazar a la verdadera revolución, totalitaria y permanente. Los desvíos nacional-sociales del puro internacionalismo proletario deben pues ser prevenidos a cualquier precio. En lo referente a un país aun no desarrollado como Rusia, uno de tales medios es el de excluir sin más de cualquier función política al elemento rural, el campesinado, que en el mismo constituye una decidida mayoría respecto del proletariado obrero propio y verdadero.

Y también en esto Trotsky ve con claridad. La superestructura soviética en Rusia, si encuentra un obstáculo que le impide avanzar, en tanto no puede ser exterminado en la persona de un grupo aun notorio de jefes o de comisarios sospechados, es justamente el constituido por el campesinado, y sobre todo por aquel campesino que, a través de la reforma de Stolypin, había conocido todos los beneficios de la propiedad privada de la tierra luego de siglos de servidumbre de otro tipo, tales como el mir, la Comuna rural del período zarista aquí comprendida. La eliminación definitiva de la Rusia histórica, su tecnificación y racionalización hasta el límite de convertirla en un sector amorfo listo para amalgamarse con otros sectores de la tierra en los cuales la ‘revolución permanente’ haya vencido, reclama efectivamente del reconocimiento de ideas, como las que Trotsky reivindica para la ortodoxia marxista y leninista.

Aparte de Radek, él también judío (Sobelsohn), pero judío de la raza resbaladiza siempre listo para servir al más fuerte, Stalin, adversario de Trotsky, constituye una especie de signo para un despliegue de fuerzas sobre el tablero de la subversión mundial, cuyo sentido  es más bien enigmático. Para un observador superficial se trata, tal como se ha mencionado, sólo de rencillas de familia. Y también el que lee las 350 densas páginas del libro de Trotsky sobre la revolución permanente, tiene el sentido de una polémica sobre sutilezas casi escolásticas respecto de la doctrina. No existe proporción entre causa y efecto, si se considera la aspereza de la ruptura entre trotskistas y estalinistas. ¿Qué es lo que hay que pensar a tal respecto?

En lo relativo a las primeras horas de la revolución las relaciones originarias entre Lenin y Trotsky resultaban más claras. Lenin creía en buena fe en su idea, no suponía que la revolución proletaria pudiese ser un medio para otra cosa diferente y que en el contexto de la subversión él pudiese ser un instrumento tanto más útil en cuanto desinteresado y alejado de ambiciones personales y de vanidades. Él creyó de poder servirse impunemente, maquiavélicamente de la internacional financiera hebraica de la misma manera que se había servido del Estado Mayor alemán, cuando éste encontró conveniente tácticamente propiciar la revolución en Rusia. Trotsky en cambio tenía una visión más vasta, había sido iniciado en los misterios que se le escapaban al asceta de la ideología pura, Lenin: él estuvo indudablemente en contacto con aquellos que se hallaban detrás de los bastidores del complot.

¿Se debe pensar acaso que hoy la situación se haya invertido? Es decir que Trotsky haya sido sacado de los primeros planos y relegado a la parte puramente teórica, de aquel en el cual la doctrina puede hallarse en su forma inatenuada y coherente, pero sin tener él un contacto relevante con las fuerzas que se encuentran con la capacidad de propiciar, en forma silenciosa y por caminos intrincados, ulteriores realizaciones?

¿Quizás para tales fuerzas una Rusia no totalmente bolchevique en el sentido de Trotsky hoy sea más útil para el juego secreto de la subversión mundial, que no la Rusia del esquema ideal internacionalista? Esto se podría interpretar en dos sentidos diferentes. En el primer caso, Rusia, aparte de las imperfecciones parciales relativas a la pura ortodoxia marxista o trotskista, se hallaría de hecho ya más allá de la fase bolchevique, en el sentido de que los procesos que han conducido a una centralización casi dictatorial y a una especie de capitalismo de Estado conducen más cerca del último acto de la ‘evolución’ que corresponde exactamente al dominio universal de aquello de lo cual los ‘Sabios de Sión’ del notorio documento representan el símbolo más notorio y adecuado. En el segundo caso, una cierta restricción de la ‘revolución permanente’ en Rusia debería en vez interpretarse en relación a la oportunidad de no perjudicar, con premisas ideológicas extremistas, la posibilidad de alianzas tácticas con potencias que aun se encuentran en la fase ‘burguesa’ y ‘democrática’ de la proclamada evolución: ‘la idea no tiene prisa’, y, antes de ir más allá, para el frente secreto de la subversión mundial resulta esencial propiciar encuadramientos de fuerzas tales de limitar toda posibilidad contrarrevolucionaria, prevenir la repetición de desagradables aventuras, como la española o checoeslovaca, y conducir a los pueblos o bien rebeldes ante la ley de Israel, o bien practicantes de esta ley sólo en la forma moderada correspondiente a los inmortales principios y a la democracia, hasta una conflagración, y tan sólo luego de la cual no habría más razón de no hablar tan abiertamente, como Trotsky ahora, si no aun más, poniendo fin a la época de los ‘mitos’, incluso del ‘proletario’.


La Vita Italiana, mayo de 1939.

EL TROTSKYSMO 100 AÑOS MÁS TARDE

Este texto fundamental del autor tradicionalista italiano merece ciertas precisiones.
En primer término debe resaltarse el hecho de que cuando Evola habla de judaísmo en Trotsky no lo está haciendo a la manera propia de la ideología imperante en su tiempo y contexto que priorizaba el elemento físico, sino desde una perspectiva espiritual. Se refiere, tal como consta en el singular texto del sionista Baruch Hagani, a un judaísmo secularizado, materialista, talmúdico y por lo tanto apartado de la propia tradición. Es decir se trata aquí de un judaísmo propio de la Modernidad, que concibe al Edén o tierra prometida en su carácter degeneradamente material y no sacro, en tanto comprendido como una figura que simboliza al cielo o eternidad a conquistar, es decir como lo que es propio de toda gran religión. En este caso el judío secularizado, es decir el sionista, se ha caracterizado por haber puesto la larga tradición milenaria de una raza que ha sido elegida por Dios para guardar la simiente del monoteísmo entre pueblos idolátricos, en función de un fin profano y alejado de sus metas esenciales, produciéndose así lo que formulara la escolástica en el sentido de que la corrupción de lo óptimo es lo pésimo, constituyéndose de este modo en el principal motor de la subversión moderna. En tal sentido el sionismo no es ajeno en nada al movimiento romántico instaurado un siglo antes de que apareciera como característica propia del judaísmo de los tiempos modernos. Si para un Fichte lo alemán es sinónimo de verdadero y justo, no existiendo por lo tanto valores de carácter universal y absoluto superiores a los del propio pueblo, las principales vertientes que en el siglo XX establecieron tal nacionalismo han sido los dos grandes movimientos afines cuales fueron el nazismo y el sionismo que han discrepado únicamente en asignar a un pueblo diferente los caracteres de superioridad: el primero en tanto heredero directo del romanticismo germánico en su ortodoxia más plena y el segundo acoplando tales nuevas ideas a la identidad judía pero, como dijéramos, en su forma degenerada y secularizada.
Es en aras de la consecución de tal ‘Tierra Prometida’ de carácter puramente temporal y material que figuras como Trotksy (pseudónimo de Leiba Braunstein), de la misma manera que en el caso de Marx, quien se trataba en realidad de Mordachai, han implementado su revolución ‘comunista’. Según Evola, Trotsky, a diferencia del no judío Lenin, sabe que el comunismo es una utopía irrealizable y que las masas nunca van a poder gobernarse a sí mismas por lo que el ideal de dictadura del proletariado es una fantasía utilizable con fines prácticos, y es en aras del dominio de Israel que él intenta llevar a cabo que promueve esa revolución con la finalidad de destruir todas las instituciones tradicionales del planeta. Por eso su revolución no es nunca nacional, sino internacional y es permanente pues no puede detenerse en un solo país, tal como sostenía su rival Stalin, ya que una detención de la misma puede significar un retroceso y fracaso en los planes de Israel.
Sin embargo Evola abre las puertas para considerar que es posible también que las fuerzas ocultas que dirigen la revolución mundial hayan de algún modo respaldado a la figura de su rival ante la eventualidad de una gran contienda bélica que precisase esta vez de la alianza de la burguesía engañándola respecto de los fines que formula el comunismo. Así pues el nacionalismo de Stalin y aun su insólita reivindicación del factor religioso del pueblo ruso en su guerra en contra de las fuerzas del Eje puede haber significado una táctica no despreciable para evitar que una formulación crudamente ortodoxa como la trotskista pusiera a todas las fuerzas del occidente en contra del comunismo ruso y de este modo socavara los planes subversivos que tanto había costado implementar. Sin embargo queda en pie también una duda. Cuando Stalin y antes de él Lenin promovieron un capitalismo de Estado y por lo tanto dieron origen a una nomenklatura como la que conocemos hoy en día, compuesta de multimillonarios impúdicos nucleados alrededor del nuevo tirano Putin: ¿no significa acaso ello poner en evidencia así los planes ocultos de Israel? En este caso se estaría mostrando sin más que el comunismo es una utopía irrealizable y que representa una excusa para que una nueva clase de oligarcas, mucho más poderosos aun que los de los países puramente capitalistas y liberales se encaramaran con el poder e hicieran así entrar en crisis la fe en el ideal comunista. Y en este sentido es que según Evola habría que comprender el verdadero rechazo que Trotsky, quien recordemos llegó a Rusia con grandes fondos de multimillonarios judíos neoyorquinos, tiene por la figura de Stalin en tanto que habría sido una puesta en evidencia anticipada de lo que era verdaderamente el comunismo.
Esto es por otro lado lo que explica la presencia cada vez más notoria entre la izquierda de grupos trotskistas que, a diferencia de los stalinistas, han llegado a obtener al menos en Argentina una cierta representación parlamentaria. El trotskismo es esa apelación permanente respecto de las posibilidades que aun presentaría la ortodoxia marxista a pesar de la evidencia representada por los hechos de que se trata de una utopía irrealizable, como el liberalismo y la democracia por otra parte. La presencia de tales grupos que apelan permanentemente al argumento de la carencia de una ortodoxia plena como justificativo de los fracasos del sistema son por lo tanto la coartada necesaria para que los planes siniestros de dominio universal por parte del enemigo oculto no puedan ponerse para todos al descubierto y continúen existiendo como una ilusión para algunos manteniendo así una falsa expectativa.
Pero afortunadamente son cada vez menos los que se la creen y por eso el trotskismo no dejará de ser nunca una minoría, pero no por ello menos peligrosa.

M.G.
Julio de 2017.