SAN JUAN DE LA CRUZ Y JULIUS EVOLA: MÍSTICA TRINITARIA Y PREEXISTENCIA

 

Indudablemente, ya que está muy en boga como tema recurrente hablar de los orígenes del Occidente, queda siempre allí por resolver el más gran misterio representado por un hecho acontecido en los albores de tal civilización, hace aproximadamente unos dos mil años, cuando una religión surgida de una pequeña aldea en el seno de una secta de pastores y pescadores de Judea, de personas por otra parte no muy integradas entre sí, pues rápidamente y tras el ajusticiamiento popular de su líder, traicionado por uno de sus apenas doce seguidores, la misma se desintegró y su jefe previamente elegido negó hasta tres veces consecutivas su condición de tal. Por eso queda siempre por aclarar no solamente el origen de tal misterioso y paradojal acontecimiento, de que luego de ello tal religión se convirtiera en la del imperio más importante que hubiera en ese entonces y en la principal del mundo entero y que la misma aun se perpetúa, no tanto hoy en día por la influencia que posea, sino en el hecho de que no haya en la actualidad conglomerado político de importancia, y pensamos en EEUU, Europa o Rusia que no se declaren a sí mismos de alguna manera aun nominalmente como cristianos.
¿Pero qué fue lo que cambió verdaderamente con el cristianismo o también quizás lo que pretendió cambiar y qué fue lo que en un primer momento despertó una tremenda impresión de que ello era lo que acontecía? y a partir de allí la pregunta consecuente, a la luz de los hechos hoy vigentes, de si fue realmente el mensaje cristiano lo que se impuso finalmente o si se trató en cambio de una deformación del mismo, de un sincretismo que se apropió formalmente de tal cosmovisión en forma tan sólo nominal para introducirnos en cambio otra muy diferente, tal como vemos en nuestros días. O dicho en una forma aun más sencilla ¿el cristianismo que se ha impuesto es verdaderamente el que se difundió en sus orígenes o ha sido más bien una tergiversación del mismo o una simple coartada impuesta por una concepción rival que lo asumió a conveniencia?
Formulado así el problema como proemio a la presentación de nuestra obra sobre San Juan de la Cruz, a nuestro entender el último gran místico cristiano que diera el Occidente y por lo tanto el exponente de una religiosidad truncada y fallida, evadida de sus orígenes mismos, pasemos a relatar lo que a nuestro entender es lo esencial de tal mensaje y lo que del mismo debe rescatarse y cómo a su vez éste se asocia estrechamente con la figura de un pensador tradicionalista de nuestros días del cual nos hemos ocupado especialmente de dar a luz en nuestra lengua y de rescatar ante los múltiples tergiversadores la originalidad de su mensaje.
Un autor sueco del siglo pasado, no traducido lamentablemente a nuestra lengua, sino en francés, versión en la cual lo hemos leído, escribió a nuestro entender un texto magistral que abarca tres tomos de extensión y que pretende exponer lo esencial del cristianismo poniéndolo en contraste con todas las manifestaciones religiosas en ese entonces vigentes, en especial en el Occidente. El autor se llamaba Anders Nygren y su obra es Eros y Ágape. Eros y ágape son dos términos griegos para referirse a aquello que en nuestra lengua ha pasado a convertirse en una sola palabra: significan amor por igual. Pero dos formas diferentes del mismo. Nuestros idiomas romances modificaron con el tiempo sustancialmente su significado quedando solamente la palabra eros como sinónimo de amor, aunque en la actualidad, en una tendencia aun más descendente, tal término ha quedado más vinculado con el significado de erotismo, es decir un amor confundido principalmente como un apetito carnal, habiendo perdido por lo demás el sentido platónico de impulso espontáneo hacia lo trascendente, de eros celestial y ascendente. Ágape en cambio ha tenido un destino peor ya que no se lo comprende ni siquiera como amor, sino como un banquete entre amigos en donde abundan los buenos alimentos. Suele decirse muchas veces que fuimos invitados a un ágape para referirnos a una reunión en donde hubo muy buena comida y charlas amenas. Sin embargo para los griegos clásicos -y recordemos que gran parte del Nuevo Testamento fue escrito en esa lengua- tenía un significado muy diferente, tal como nos hace notar el autor antes mencionado. Si bien existen allí dos palabras para referirse a amor, ambas son de un significado sustancialmente distinto. Eros se trataba de un amor antropocéntrico, es decir de un impulso que nace del hombre y que asciende hacia algo superior. Es de destacar a tal respecto que el fundador de la filosofía occidental que fuera sin lugar a dudas Platón, acompañado luego por su discípulo Aristóteles, formuló un famoso mito de éros que aparece en su diálogo El Banquete y que se encuentra en la base de toda su filosofía. Eros es como un dios o como una fuerza misteriosa que siempre nos acompaña y que es hija de dos entidades contrapuestas, Ponos y Penia, la abundancia y la carencia. En él por lo tanto están presentes dos sentimientos encontrados y opuestos. Es al mismo tiempo un sentimiento de carencia, de incompletitud y a su vez un deseo de abundancia que se satisface con la posesión del objeto anhelado. Este mito (y recordemos que el mito es en Platón como una intuición de algo superior que se establece como base de todo su pensamiento filosófico) no fue inventado por éste sino que tiene sus orígenes en el Oriente a través de un movimiento surgido en Tracia, una provincia de la actual Turquía, llamado el orfismo. Vemos de paso de este modo, y como un mentís a ciertos indoeuropeístas, cómo no sólo el cristianismo vino de tal espacio geográfico, sino aun la misma filosofía griega en su vertiente religiosa opuesta a éste y que en todo caso puede resultar válido el dicho de que ex Oriente lux, tal como nos recordaba Hegel, sosteniendo así que también en el ámbito del pensar como en el físico el sol nace en Oriente y se pone en Occidente. El mito órfico de Zagreus o Dionisio establecía también como el de eros un origen dual en la especie humana compuesta de dos principios antitéticos: Ponos y Penia. El hombre, decían los órficos, es un derivado de Dionisio, el hijo predilecto de Zeus que fuera devorado por envidia por los Titanes. Ante tal acontecimiento el rey de los dioses los destruye en venganza pero, no resignado a perder definitivamente a Dionisio, de sus cenizas constituye la raza humana que es un compuesto de dos principios, uno impuro (representado por el cuerpo material) derivado de los titanes y otro puro (el alma espiritual) derivado de Dionisios. La labor de la filosofía en Platón, vinculada estrechamente a una actividad práctica y no meramente teorética de conocimiento, consiste en hacer primar la parte divina que existe en sí mismo (el alma) sobre lo impuro consistente en el cuerpo material. Para ello el alma debe liberarse del cuerpo para así, en una escala de bienes que encuentra en el universo, unirse con lo divino que hay afuera de sí, lo que se conoce como el mundo de la ideas entre las cuales hay una de ellas que es la Belleza la que atrae al alma a sí y hace que ésta se vaya separando gradualmente de las cosas que la atan a lo mundano. Quedan pues resaltados aquí los siguientes hechos.  1) El primero de ellos es que el amor (o eros opuesto al apetito hacia las cosas materiales) es un sentimiento propio solamente de un ser carente que se satisface y cesa con la posesión del objeto amado. Ésta resulta ser una característica fundamental pues al ser el amor el signo de una imperfección, un ser perfecto, en este caso la Idea platónica, que es el equivalente a Dios en cualquier otra religión, no ama en tanto que todo lo posee. Sólo al hombre le cabe tener tal sentimiento e impulso en tanto intenta hacer primar lo divino que hay en sí para unirse por elevación a lo también divino (la idea o Dios) que está fuera de sí. 2) Y a su vez la unión entre el alma y Dios acontece en tanto ambos son de una misma naturaleza. Porque el alma es semejante a Dios (siempre entendido como Idea) es que ésta se siente atraída y por lo tanto se une a él. Las cosas desemejantes en cambio se repelen, sólo lo semejante se une a lo semejante. Éste es pues el segundo principio que caracteriza al eros.

Absolutamente opuesto a ello es el ágape cristiano. El mismo es también amor pero está signado por tener caracteres totalmente antagónicos con el eros. 1) Mientras que el eros es ascendente, va de lo más bajo para remitirse a lo más alto, el ágape es en cambio descendente, parte de lo alto para remitirse a lo que es más bajo de sí. 2) En segundo lugar mientras que el eros está motivado por el significado del objeto que ama, el ágape en cambio es independiente del valor del mismo, es decir no encuentra fuera de sí algo que lo determine a amar, sino que se trata en cambio de un amor gratuito, inmotivado que no se aboca a constatar un valor, sino que en cambio transforma y crea. Convierte así al ignorante en sabio y al pecador en redimido. 3) El ágape por lo tanto es un amor que crea el valor de un objeto al que se dirige, que no se remite a constatar sino a constituir y modificar una cosa. He aquí pues en donde se encuentra la característica esencial que diferencia al cristianismo de las otras religiones, en este caso expresadas en la filosofía de Platón a través del mito de eros que, tal como dijéramos, es la traducción de un principio propio de las religiones orientales que se expresará luego en forma más precisa (aunque sin agotar al pensamiento de Platón) en el gnosticismo. A diferencia de los otros, el Dios cristiano ama, el amor no es aquí un signo de imperfección, sino por el contrario de superabundancia.
La idea de creación desde la nada es justamente lo opuesto de lo que hallamos en el helenismo. Dios crea el universo desde la nada, es decir crea también la materia que no es concebida como en el dualismo gnóstico, heredero del peor Platón, un principio malo que no ha sido creado por Él, sino al contrario el cuerpo representa también un bien como el alma aunque de una categoría inferior, el mal no consiste pues en una cosa pues si el universo ha sido creado por Dios, éste no puede haber creado el mal, sino en una mala elección, en una elección desordenada, en elegir un bien de categoría inferior. Por eso el cristianismo distingue entre el amor verdadero o ágape, del concebido como apetito erótico que puede ser tanto hacia el cuerpo como hacia el alma de uno mismo, tratándose en ambos casos de cosas creadas, de diferente jerarquía, pero inferiores ontológicamente a Dios que es la realidad suprema y trascendente. No hay pues en el universo una cosa equiparable a Dios, tal como sucedía con el alma platónica que era de la misma naturaleza del mundo de las ideas.
Para Platón el universo no había sido creado por Dios, ya que, tal como dijéramos, un ser perfecto no precisa crear nada en tanto que la perfección consiste en un estado de plenitud y por lo tanto de quietismo. Dios simplemente atrae, tal como manifestara su discípulo Aristóteles, como un motor inmóvil que mueve sin moverse del mismo modo que un imán poderoso que eleva hacia sí a las almas hacia lo alto en competencia con la materia que en cambio las retiene por su peso hacia lo bajo. La creación del universo es pues la obra de una divinidad intermedia, el Demiurgo, que más que crear desde la nada, ordena a partir de algo, en este caso la materia, una realidad que preexistía en estado de caos. Continuar con la obra iniciada por el Demiurgo es subordinarse al impulso del eros que dirige al alma hacia lo alto, del mismo modo que el Demiurgo ordenó este mundo material inspirándose en el de las ideas.
Para el mensaje cristiano en cambio ante los ojos de Dios el hombre no es un ser divino por naturaleza, sino un pecador, significando el pecado no una categoría moral sino el límite propio de la naturaleza humana, es decir por naturaleza propia el hombre es un ser finito pero puede superar tal condición alcanzando la eternidad e infinitud. No es el hombre de su misma naturaleza, sino simplemente un ser al cual le está destinado en una vida futura que va más allá de esta existencia temporal, a gozar de la plenitud de Dios. El pecado más que tener un significado moral tiene un sentido ontológico, indica el carácter limitado y dependiente por parte del hombre. Por tal causa tiempo y eternidad no son realidades que se encuentren en continuidad entre sí, (el tiempo concebido como imagen móvil de la eternidad) sino que representan un hiato, una profunda diferencia. Entre lo físico y lo metafísico, entre la vida y lo que es más que vida no hay pues un hilo conductor, no hay un pasaje evolutivo del uno al otro, sino en cambio una ruptura de nivel. El tiempo está signado por la sucesión de momentos en incesante devenir (pasado, presente y futuro), en cambio en la eternidad no existe la idea de sucesión o de devenir concebido como el pasaje del no ser al ser, pues todo en ella es ser, todo en ella es presente, no habiendo ni pasado ni futuro. Del mismo modo que el concepto de imagen y semejanza del hombre con Dios no significa un vínculo de carácter ontológico por el cual el hombre, por su alma, sea de la misma naturaleza de Dios como en Platón, sino que en cambio posee un significado escatológico y soteriológico, se trata del fin que el hombre tiene y que trasciende a esta misma vida. Se comprende aquí un destino que le cabe al hombre, o al menos a alguno de ellos, los que expresan la decisión de Dios para reinar con él en los cielos. La creación representa pues una obra de amor efectuada por Dios con la finalidad de crear a un ser que pueda participar con él de su misma naturaleza. Éste es pues el significado propio del ágape, un amor inmotivado producido por la superabundancia de un ser perfecto.
Vemos a su vez cómo la idea de perfección en el cristianismo es diametralmente opuesta a la de las restantes religiones. Para éstas un ser perfecto es alguien que al no necesitar de nada queda encerrado en sus propios límites, se trata por lo tanto de un ser finito como el Ser de Parménides que era representado por una esfera como el sol, en cambio la idea de perfección del cristianismo está signada por la infinitud. Un ser perfecto aquí ama ilimitadamente y el amor es su misma esencia y no lo hace por constatar como en el amor humano o apetito un valor intrínseco en la cosa, sino que, en tanto potencia eternamente activa, crea el valor de la misma y en contacto con el elegido este amor también se expande y se convierte en amor al prójimo. No se ama al otro por un valor intrínseco que posea, sino simplemente por tratarse del prójimo, del otro, de allí también la expresión ama a tus enemigos, representando ello el hecho paradojal de un amor superabundante, lo cual por supuesto que no debe ser confundido con un sentimiento de promiscuidad en el cual no existe escala de valores, sino simplemente el constatar que por más que se respete un valor, lo cual es lo correcto y una buena elección, en tanto se trata de un orden que ha sido creado por Dios, éste sigue siendo una cosa limitada y escasa ante la plenitud de Dios. El orden en el cosmos ha sido creado simplemente para preservar al hombre, pero no representa una escala que conduce a Dios. La salvación no se obtiene aquí simplemente como en el judaísmo por cumplir con la ley la cual es simplemente un orden creado para la preservación del hombre del mismo modo que la salud en el cuerpo. Así como uno no alcanza a salvarse simplemente por haber logrado un cuerpo sano, sucede lo mismo con el orden moral, el mismo sólo es útil para preservar la vida del hombre pero no es aun el medio suficiente para alcanzar la eternidad que es otra dimensión de carácter superior.
En tal sentido Nygren hace notar cómo el gran teólogo del cristianismo es Pablo. Éste es el que mejor ha comprendido el sentido del ágape cristiano. Pablo recordemos que era Saulo, el judío que perseguía al cristianismo. El judaísmo, del mismo modo que el paganismo y que las restantes religiones de su tiempo era legalista, consideraba que era el cumplimiento de la ley lo que elevaba a Dios, del mismo modo que en Platón lo era el procedimiento de escalar de manera ordenada los bienes que conducen hacia el mundo de las ideas. Si cumples un conjunto de preceptos, te salvas y te unes con Dios que está en el cielo, en cambio si llevas adelante una vida licenciosa estás condenado. Pablo justamente en el momento en que más persigue al cristianismo recibe el llamado divino como un acto de iluminación repentina y se convierte y ello le permite percibir dos cosas simultáneas: que las obras humanas no conducen necesariamente a Dios ante cuyos ojos el hombre no es el virtuoso, no es el Dionisio de Platón recuperado, sino el pecador, y que a su vez Dios tampoco elige al hombre por el pecado sino a pesar del mismo. Una vez más el pecado representa el límite propio de lo humano ante los ojos de Dios, no es sinónimo de valor moral sino que se trata una vez más de la condición normal del hombre ante los ojos de Dios.

¿Pero por qué a Pablo y no a otro? Allí se encuentra el misterio, lo que la theología crucis occidental llamará con el nombre de gracia y que los voluntaristas en la escolástica en el período en el cual el cristianismo expresaba filosóficamente sus valores señalarán como la expresión de la soberanía de la voluntad de Dios sobre la razón humana, aun de aquella que pretende cumplir con la ley que ha sido revelada. La idea que aquí aparece es que Dios no quiere una cosa porque es buena y justa, sino que porque la quiere y elige ésta se convierte en buena y justa. Así como Dios no tenía necesidad de crearnos pues era perfecto en sí mismo, del mismo modo es su absoluta soberanía la que elige salvarnos y llevarnos consigo a su lado haciéndonos partícipes de su beatitud y es él el que nos elige. Ante ello se contrapone el racionalismo escolástico influido por el helenismo a través de Aristóteles en Santo Tomás de Aquino. Es cierto que en la obra de la salvación Dios interviene, afirma Santo Tomás, pero previamente a ello lo hace la obra humana. Es decir esa idea de prioridad expresada en el Banquete platónico y retomada luego por Plotino vuelve a recrearse en la idea de que hay que transitar por una escala de bienes para llegar a Dios, lo cual está presente en Santo Tomás. Sin esa acción necesaria por parte del hombre que precede causalmente la salvación, nunca ésta sería posible. La acción de Dios de este modo se reduce por lo tanto a premiar y a castigar de acuerdo a lo que la voluntad de cada uno y no su Voluntad propia haya hecho. La escala de bienes del Banquete está aquí una vez más presente. Dios está pues subordinado a un orden racional que encuentra ante sí en tanto lo ha creado previamente estableciéndose así una obligación de respeto de su parte, pero ese orden, que es cierto que fue creado por Dios, no lo fue para que el hombre se salvara sino simplemente para preservarlo, del mismo modo que existe la salud para que el cuerpo no se disuelva,  es decir para evitar que el cosmos se disolviera en un caos. Nuestra razón que ha previamente entendido en qué consiste dicho orden adhiere a él y lo respeta cumpliendo sus preceptos y promesas efectuadas, pero debe entender también los límites del mismo: entre lo creado y el Creador el abismo es absoluto y sólo éste puede llenarlo. Voluntaristas y racionalistas, Duns Escoto y Santo Tomás, discrepan a su vez respecto de la gracia de Dios. Si en el hombre hubiese una parte de sí que se encuentra en continuidad con Dios, es decir la acción u obra virtuosa que previamente se efectúa y es luego completada por la gracia, sucedería entonces que Jesús no habría venido al mundo para redimir a la totalidad del hombre sino solamente a aquella parte incompleta que le impide unirse a Dios. Es decir Jesús habría venido para redimir al hombre de la parte titánica que existe en todos nosotros, pero habría hallado a Dionisio que se encontraría en inteligencia con él. ¿Es Dios el que salva al hombre o la salvación acontece mediante una colaboración entre ambas entidades en donde Dios se encontraría obligado a salvar a aquel que ha cumplido con sus preceptos? Una vez más el gran conflicto entre voluntaristas y racionalistas.
Estas dos vertientes en que se divide el cristianismo medieval expresan a nivel político el contraste entre dos bandos cristianos que durará hasta nuestros días: los güelfos y los gibelinos. ¿Es la voluntad de Dios expresada a nivel temporal por el emperador lo que debe primar o es en cambio el ‘orden natural’ enseñado por la Iglesia aquello ante lo cual aun el monarca debería subordinarse, del mismo modo que Dios debe hacerlo sometiéndose al orden racional que él mismo habría creado salvando a aquellos que previamente han cumplido con sus preceptos? Lo güelfo sostiene también a nivel social la idea de precedencia del ‘orden natural’ por sobre la voluntad del monarca ante el cual el mismo debe doblegarse. Este orden natural y humano comenzará siendo primero eclesiástico, concibiendo a la Iglesia como intérprete del mismo y más tarde será el mismo hombre a través de esa entidad anónima e impersonal llamada pueblo el que decidirá la forma de gobierno pertinente.

Es al respecto de inspiración escotista, algunos de cuyos ecos están presentes en San Juan de la Cruz, cuando éste rechaza abiertamente la idea de precedencia en la obra de unión con Dios pues “sin su gracia el alma no ha podido merecer nunca su gracia”. Es decir no es que previamente a la gracia divina sobrevino la acción humana de corte ascético la que como premio recibe la retribución de Dios a través de la unión mística, sino que por el contrario la misma acción purificadora que ha conducido el alma a Dios es también obra del mismo Dios. Bien sabemos al respecto que, de acuerdo a la doctrina mística cristiana, la unión mística acontece como secuela de una serie de purificaciones ascéticas por las cuales el alma humana se desprende de los distintos apetitos para elevarse hacia Dios. De acuerdo a las escuelas helenistas que influirán en el cristianismo, inspiradas todas ellas en Plotino y luego en Santo Tomás, la acción humana es la que precede y la que determina a la divina que responde premiando las acciones buenas efectuadas por el hombre. En cambio para SJC aun las mismas acciones buenas y ascéticas por parte del hombre son en última instancia obras de la gracia de Dios y no de su mera libertad puesta en continuidad causal con la obra de éste. A diferencia de Plotino y del misticismo cristiano helenizante de él emanado San Juan de la Cruz sostiene que la ascética, es decir aquella obra por la cual el hombre se purifica para alcanzar la unión con Dios, es también propiamente mística y que no existe una obra humana que preceda a la elección divina, sino que ambas son simultáneas y solidarias en el seno del hombre. Significa ello que en todos los casos hombre y Dios actúan simultáneamente en la tarea de salvación. San Pablo fue transformado en teólogo del cristianismo por la gracia de Dios la que lo escogió mostrando así en lo paradojal de su elección el carácter absoluto de la soberanía de Dios, pero esto fue efectuado a través de las mismas acciones de Pablo. En el seno más profundo de sí en una introspección que el yo realiza en su interioridad éste encuentra la presencia del Supremo, pero no en una continuidad consigo mismo como en la religión platónica sino como la constatación de la presencia de un ser de otra naturaleza, la Santísima Trinidad que es la que conduce ordenadamente nuestros actos hacia la salvación.

Y ahora el punto final que a muchos los puede haber preocupado. En qué habría quedado ante este despliegue de teología el pensamiento de Julius Evola? Consideramos que en él también, a pesar de lo que a primera vista pueda señalarse en contrario, está presente el teocentrismo en especial en la doctrina de la preexistencia que aparece formulada en su obra esencial Cabalgar el tigre, pero también en otras de similar importancia. En este caso el yo descubre por una intuición que no se encuentra transitando por esta vida como el producto de una casualidad, que hay una segunda intención, una voluntad más profunda de la que encontramos a primera vista y que es la que nos conduce a lo largo de esta existencia en contacto con nuestro cuerpo, esto es lo que significa la diferencia entre espíritu y alma, entre lo pneumático y lo psíquico. Esta voluntad más profunda que se encuentra más allá del tiempo es aquello que nos ha conducido hasta aquí, en este tiempo y lugar en este determinado momento de la historia. El yo cuando se encuentra en esta vida por la que transita halla también la presencia de otra Voluntad de carácter superior que es aquella por la cual él ha decidido estar aquí por lo que existir. A pesar de lo que dicen al unísono los modernos, no se trata de un mero hecho fatal y azaroso por el que de golpe uno se encuentra viviendo en este cuerpo, en este tiempo y lugar, existiendo sin haber sido nunca consultado respecto de ello, como el producto de otra voluntad ajena a nosotros mismos, de un simple abrazo nocturno o de un remoto big bang por el que luego de un gran estallido nos encontramos ahora aquí, y ante lo cual estamos obligados a doblegarnos.
Se percibe pues una dimensión de la trascendencia como en San Juan de la Cruz y en el catolicismo, tratándose aquí  de la idea de que existe una instancia superior a esta vida por la que ésta es concebida no como una circunstancia fatal ajena a nuestra voluntad, sino como una prueba ex profeso elegida, tratándose de un tránsito hacia una dimensión superior que es la eternidad y una voluntad más profunda de la que nosotros habitualmente nos expresamos que es aquella que dirige nuestros actos. En San Juan de la Cruz ello está representado por el fondo del alma, es decir el lugar en donde se ha producido la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma humana, la que convierte a nuestra voluntad en el Espíritu Santo es decir siendo una misma cosa con la Voluntad divina.
Teocentrismo es pues la voluntad humana que se convierte en divina pero a partir de Dios mismo, a diferencia de lo que acontecía en el Banquete platónico presente de manera indirecta en el cristianismo helenizado de Santo Tomás y otros, en donde ello acontece a partir del hombre mismo el cual se une a Dios pues en él hay una parte de sí que está en continuidad con su naturaleza. En SJC esa conversión es a través de la inhabitación de la Santísima Trinidad en el alma. En Evola consiste en el descubrimiento de una dimensión de sí que se encuentra más allá y más acá de esta vida: es el hombre que se encarna en una existencia material para trascenderla. Es decir la vida no es un todo que se comprende por sí mismo sino una proyección hacia el más allá o hacia la nada o destrucción del ser.