CON LA DEMOCRACIA NO SE CURA


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Hace 37 años la república Argentina ingresaba formalmente y de manera absoluta, luego de su contundente derrota militar en la guerra de Malvinas, al sistema de la modernidad en el cual la democracia representa su religión propia de carácter laico y secular.

De acuerdo a la misma el hombre, representado como individuo masificado e indiferenciado, es un ser autosuficiente que es capaz de gobernarse a sí mismo, siendo el Estado únicamente un organismo circunstancial, ordenador del despliegue de las libertades individuales que de manera igualitaria todos poseerían. Y a su vez se reputó que si tal cosa no sucedía, es decir que si la democracia no llegase a funcionar, ello era porque la ignorancia aun presente en la especie humana, consistente en el atraso respecto de comprender tal situación, era justamente aquello que había producido un déficit de democracia, pero que tal situación irregular se resolvería prontamente con mucho más de la misma.

Así pues para el moderno la historia se manifiesta dialécticamente en una lucha incesante entre dos tipos de hombre: los democráticos, que serían los salvadores y por lo tanto los dispensadores de todo tipo de bien para la propia especie y los retrógrados o antidemocráticos que no creen en la existencia de tal utopía y que reputan, simplemente contemplando la misma realidad, que los hombres no son iguales y que la principal división existente acontece entre aquellos que pueden o no gobernarse por sí mismos en mayor o menor medida y que la libertad no es un bien multitudinario que todos poseen de la misma manera y en la misma cantidad y cualidad, sino la virtud propia por la cual cada uno despliega en la vida sus propias posibilidades.

El demócrata cree pues en forma obtusa que si la democracia fracasa ello no es porque el sistema sea malo en sí mismo, sino porque ha sido insuficiente. Por lo tanto el esmero de la democracia ha sido siempre el de llegar a ser plena y absoluta, no dejando cosa sin tocar en su desaforado y morboso flujo de optimismo.

De este modo la historia argentina hasta arribar al decisivo año 1983, fecha que analizaremos aquí, en sus sucesivas etapas de flujo democrático ha tenido una serie de momentos cada vez más descendentes y terminales de acuerdo al grado de democracia que se haya vivido. En los primeros 20 años desde 1810 hasta 1830 la democracia estuvo presente tan sólo como idea en tanto se reputó, en razón de la existencia de una masa numerosa y antidemocrática que practicaba un caudillismo de corte feudal, español y medieval producto de nuestro pasado colonial, que sólo algunos podían ser democráticos y que se precisaba de un largo aprendizaje de despotismo ilustrado para que en su plenitud pudiese plasmarse tal utopía. Luego de una pausa retrógrada de 20 años con el gobierno de Rosas, en 1852 los demócratas con la inapreciable ayuda británica alcanzaron el poder pero sosteniendo aun la antigua idea despótica de que el pueblo racional debía educar al irracional para que todos pudiesen participar luego de tal sistema en plenitud. Esta modalidad duró hasta 1914, fecha en la cual desapareció esta dicotomía entre dos tipos de pueblos ya que se reputó que el fracaso argentino que ya se percibía se debía no al carácter nefasto de la democracia, sino a su déficit en tanto la misma no era aun plena y se aprobó entonces el voto universal y obligatorio de todos los varones mayores de 18 años de edad. Sin embargo grande fue la sorpresa de los demócratas cuando dos años más tarde triunfó una forma de democracia ligada a lo peor que había dado el régimen anterior, expresado ello en la demagogia y el caudillismo vinculado en este caso con la parte más baja de la polítiquería, tales como el comité y el acomodo, es decir se constató que el pueblo aun no estaba lo suficientemente educado para ser demócrata. Hubo intentos por coartar tal efluvio democrático mal parido y se formuló también que había formas mejores de democracia que se podían aplicar; se habló de democracia orgánica, de corporativismo, intervino también la Iglesia que no sólo no condenó a la democracia sino que sostuvo que la que había era imperfecta dando así cabida a formas posteriores aun más degradadas. La revolución fallida de 1930 fue una pausa en el populismo democrático que por insuficiencia doctrinaria, en tanto no formuló alternativa alguna ante tal virus, la misma luego se terminó reisntaurando con la revolución militar de 1943 que nos trajo el peronismo el que una vez más sostuvo que el problema argentino era el déficit de democracia, por lo que nos introdujo así el voto femenino y el flujo cada vez más masificador de la votocracia por el cual todos los ciudadanos, en tanto iguales, valíamos por igual un voto. El populismo, tal como su nombre lo indica, le agrega a la democracia un condimento adicional que es el culto por el pueblo, el cual sería el depositario último de la verdad y el gobernante respesentaría no ya a un educador como en la forma anterior, sino un intérprete de su voluntad divina y soberana ante la cual desaparece propiamente como persona. La revolución antiperonista de 1955, que en sus orígenes estuvo plenamente justificada, no eliminó el mal de raíz sino por el contrario lo terminó estimulando. La misma se dividió en dos bandos: el de aquellos que, aceptando el populismo, simplemente querían el cambio del gobernante, es decir dejar intacto el sistema peronista depredador con sus mismas democracias, y aquellos que querían suplantar el peronismo con la democracia de 1852, es decir con el retorno de la dicotomía entre pueblo racional y votante y el irracional que no estaba aun en condiciones de practicar tal religión infalible. Nuevamente este principio fracasó porque el mal no se encontraba en la aplicación del mismo sino en su esencia. Los hombres no son iguales y por más educación que se practique siempre existirán los que deben ser gobernados y los que se bastan por sí mismos. La verdad no es igual al número ni a la cantidad, sino que es una esencia que se hace visible en forma clara y nítida sólo en algunos que son aquellos que deben gobernar.

Y llegamos así a la revolución de 1983, que es el proceso que estamos viviendo ahora. Luego de intentos fallidos por querer salir de la modernidad en la guerra de Malvinas, en tanto no hubo una elite que entendiera claramente la situación, la Argentina se rindió más por carecer de ideas que de valor y la secuela de ello fue la renovación democrática y el retorno de su forma última de manera más intensa que en circunstancias anteriores. Se reconocía que el fracaso de la misma había consistido en una falta de educación democrática en la población pero se hacía notar que no se precisaba propiamente de doctrinarios que informaran sino que debía permitirse al pueblo mismo el ejercicio de la democracia desde sus mismas sociedades intermedias. En tanto que la familia, la escuela o las fuerzas armadas no habían sido democráticas la pérdida de tal sistema político por los golpes militares pudo percibirse como una situación irrelevante cosa que de aquí en más no sucedería si la democracia se practicara desde la misma cuna y el hogar. Se democratizó así todo y la democracia fue concebida como la panacea universal en la famosa frase de Alfonsín propalada desde el mismo Cabildo tras la revolución triunfante de 1983 de que “Con la democracia se come, se educa y se cura”.

37 años de democracia en su fase total y terminal nos mostraron en forma sucesiva la mentira de tal aserto. El pueblo argentino navega en la pobreza, come de los contenedores de basura en una cantidad importante, los salarios no alcanzan para llegar a fin de mes. Con la democracia por lo tanto no se come.

El nivel de nuestra educación es catastrófico, justamente como se ha democratizado la escuela, el maestro ha dejado de enseñar para convertirse en un coordinador de actividades e incluso de vicios; gobiernan los adolescentes que ya alcanzaron incluso a que se rebaje la edad de voto a 16 años. Estamos en plena efebocracia. Con la democracia por lo tanto no se educa.

Faltaba finalmente demostrar la falacia del último aserto. Y esto ha acontecido este año con la pandemia. Ante una enfermedad hipercontagiosa y que aun no tiene cura, sólo la estricta cuarentena es el remedio para contener su circulación. Pero henos aquí que al coro de la pseudoderecha que reclama por déficit de democracia en forma boba y pajarona, tal como lo ha venido haciendo sucesivamente en todo nuestro proceso histórico, se asocia también el hecho indubitable de que el pueblo es incapaz de cumplir por si mismo con la norma si no hay un Estado que se lo imponga así como a un niño se lo obliga a tomar un jarabe amargo para la tos. El sistema sanitario ya crepita y al colapso de nuestra educación y economía se asocia también el de la salud. También en esto erró Alfonsín: Con la democracia no se cura.