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NUESTRAS CERTEZAS
I No estamos acá por casualidad y en forma inconsulta. Nadie nos ha lanzado en este mundo en contra de nuestra propia voluntad y como el producto de un apasionado abrazo nocturno. Sabemos que el espíritu es fragua, que no es un todo constituido, una 'esencia inmutable' que se solaza con su propia perfección y con su obra y para el cual no existen los 'problemas', siendo pues su forma de ser la meta final que las diferentes religiones ofrecen a sus crédulos seguidores. Su carácter superior consiste justamente en lo contrario. Él no permanece estático en su ser contemplando una naturaleza respecto de la cual nada puede ni debe agregarse. El espíritu es en cambio un incesante crearse, una lucha interna y externa, un doblegamiento de sí, un ponerse permanentemente a prueba en los combates más duros y difíciles buscados ex profeso con una finalidad superior a la meramente visible. Pues en esto consiste su verdadera perfección, en el despliegue de una acción independiente de los resultados obtenidos y de los 'éxitos' logrados. Vale aquí el famoso aforismo de Nietzsche: "Lo que no me ha destruido me ha hecho más fuerte". Lo cual no es nihilismo sino concebir la eternidad como una permanente y constante realización que no queda estancada en un momento determinado del tiempo, traicionándose así a sí misma. Cuando se encarnó en esta existencia sabía anticipadamente de los graves peligros en que habría de incurrir. Sabía también de muchos tiempos y de distintas dimensiones en los cuales habría podido manifestarse aunque con resultados dispares y fue eligiendo en función de su propia medida. Sabía que en cada manifestación existe una amenaza latente de disolverse en el no ser. Pero el espíritu ama el peligro y la prueba. De acuerdo al maestro Platón el nacimiento humano, en razón del rudo contraste existente entre dimensiones opuestas y dispares, habría de significarle el olvido de sí. Y luego todo el resto de la existencia, a través de las diferentes experiencias que se habrían de vivir, habría de constituir una acción de constante y permanente sepultamiento de esta dimensión superior que debe ser suscitada. Las épocas son distintas de acuerdo a las señales que nos presentan con la finalidad de brindarnos la posibilidad del recuerdo y el despertar de nuestra naturaleza interior más profunda que estaba antes de nuestra encarnación. Los ritos y los símbolos representan esas islas existentes en medio de la rutina del tiempo y del espacio a fin de hallar un punto de apoyo desde el que elevarnos. Y los mismos eran proporcionados por diferentes expresiones superiores a las que se llamara con propiedad como 'manifestaciones del espíritu', tales como la religión y el arte principalmente y de todo aquello que se conociera como el mundo de la cultura y de la ciencia. Sin embargo el Kali-yuga en el que vivimos, y en sus expresiones más terminales como la actual, ha hecho desaparecer tales cosas totalmente acudiendo a la distorsión. La religión que hubiera debido constituir la clave principal para elevarnos hacia la dimensión metafísica se ha convertido en lo contrario exacto, en aquella institución que opera para profundizar el abismamiento del hombre en la esfera de los físico al haberse transformado ahora en un servicio social con afanes meramente moralizantes y sentimentaloides, encargadas como las diferentes ideologías seculares, de brindar consuelo y paz a las almas atormentadas, siendo en la actualidad uno de los principales instrumentos para hundir al hombre en las miasmas de la mera temporalidad. La incesante aparición de sectas e 'iglesias' que pululan como hormigas son una clara demostración de esta profunda decadencia. Tal como dijera Evola, y en esto ha demostrado su superioridad respecto de Guénon, lo que es propio del Kali-yuga es que no existen lugares adonde ir, no hay instituciones que puedan iniciarnos despertando la espiritualidad escondida que existe en nosotros en modo latente y que impidan que esa llama colapse y se hunda en el no ser. Todo lo debemos hallar por nosotros mismos en la propia soledad interior, en nuestros repliegues más íntimos, sin maestros ni guías, sin ritos ni símbolos que nos orienten. Ésta es la gran diferencia de estos tiempos respecto de los anteriores y los que en ellos sobreviven, los pocos, son como decía San Juan de la Cruz 'probados como el oro por el fuego'. Valgan al respecto algunas indicaciones esenciales (que no serán ni las únicas ni las últimas) para aquellos hombres de tiempos últimos que hayan encontrado al fin esta dimensión y que pretendan actualizarla. NIGRUS |