EL MAYOR PELIGRO
                                                                                  por Julius Evola

 

No hay duda alguna de que, desde un punto de vista material y político, Rusia con sus derivaciones comunistas constituye hoy para nosotros el mayor enemigo: ello por el mero hecho de que un triunfo del mismo equivaldría a la inmediata eliminación física de todos aquellos que en Europa aun defienden una superior idea de la existencia humana y del Estado. Por tal razón, debido al actual encuadramiento internacional, quedan totalmente justificadas desde el punto de vista práctico, todas aquellas medidas defensivas y de profilaxis que, a través de un bloqueo capitaneado por Estados Unidos, puedan marginar el peligro ruso. E incluso se puede estar también del lado de tal país, al no estarnos concedida, por el momento, otra alternativa posible. Las premisas para una “tercera fuerza” que pueda desarrollarse en el campo de la gran política mundial, son lamentablemente inexistentes hoy en día.
Sin embargo las cosas se encuentran en una manera distinta si del plano material se pasa al espiritual. En tal plano, para todo aquel que se encuentre orientado en el sentido de una verdadera Derecha tradicional, debería mantenerse firme lo que fue reconocido en manera clara durante el período del Eje, es decir, que Rusia y Estados Unidos representan dos caras de un mismo mal, dos aspectos de una misma negación. Así pues el hecho de que materialmente y militarmente por el momento no podamos no apoyarnos en el encuadramiento “atlántico” no nos debería llevar a formular entre nosotros y Norteamérica, una distancia interior menor que la que nos separa de la Rusia soviética. Las tácticas político-militares antes mencionadas no nos deberían llevar en manera alguna a un vasallaje intelectual.
En efecto, en el domino de la cultura, defenderse de Norteamérica es sumamente más importante que defenderse de todo aquello que proviene de Rusia. Afuera de un campo estrictamente material, el peligro comunista es efectivamente mínimo. A pesar de las veleidades de unos pocos intelectuales cuyo encuadramiento se hace siempre más exiguo, una “cultura” comunista puede reputarse como inexistente. La nueva “civilización proletaria” existe tan sólo como un slogan de agitadores. Se sabe que en los países no dominados por parte de la Rusia soviética, el “comunista”, prácticamente, no es sino el obrero que aspira a hacer propios los modos y los tenores de vida del “burgués”; y aquí es donde comienza y termina todo el potencial sugestivo de la propaganda correspondiente, lo cual es sumamente ostensible para todos nosotros. En los mismos países comunistas, empezando por Rusia, no es el caso de hablar de un “hombre nuevo”, si se prescinde de estrecho círculo de un minúsculo grupo de “puros” y de fanáticos. Por su carácter rudimentario y su craso materialismo, las mismas condiciones marxistas son tales que es suficiente con tener un mínimo de forma interna y de sensibilidad espiritual para advertir todo su carácter bárbaro y ajeno a cualquier sentido mínimamente superior. Así pues, mientras no tengamos que padecer una ocupación, para nosotros la Rusia soviética y el comunismo no representan culturalmente un peligro verdadero. Sumamente diferentes se encuentran las cosas si tenemos que remitirnos a Norteamérica. La americanización de nuestro continente se encuentra en pleno desarrollo y –lo que es más preocupante– posee un carácter que parece espontáneo y natural. A tal respecto es dable decir que quizás sea Italia el país que se encuentra a la vanguardia de todas las demás naciones europeas en su actitud de aceptar pasiva y obtusamente la influencia norteamericana en la cual ella ve la quintaesencia de todo aquello que es verdaderamente “moderno”, interesante, grandioso, digno de ser imitado e importado. Esta fascinación, cuyas formas son múltiples, no ahorra casi a ningún estrato de la población. Cine, radio, televisión, prensa escrita, son los principales focos de todo esto. Y puesto que se trata del dominio de la vida ordinaria de los ciudadanos, nadie se preocupa políticamente de esta intoxicación, nadie se preocupa de perder el amor propio, ningún límite es puesto para asegurar al italiano medio un mínimo de dignidad, de decoro, de independencia interior y también, de libertad y de reflexión. Con respecto a esto último no queremos decir para nada que en una época como la actual tengamos que permanecer cerradamente apegados a lo nuestro sin importar su valor. Podemos también abrirnos a experiencias propias de una vida más vasta, pero eligiendo, discriminado, teniendo una medida propia, no lanzándonos hacia un solo lado, como acontece en cambio hoy en día con relación a la influencia norteamericana.
Un ejemplo típico, si bien archisabido, nos es dado con la llamada música ligera y con el jazz. A tal respecto entre nosotros circula casi con exclusividad mercadería norteamericana o de tal tenor. En la R.A.I., por lo menos en los dos tercios de sus programas, no se siente cantar en otra lengua que no sea el inglés, y no se escuchan sino orquestas norteamericanas o del estilo. Se ha llegado hasta el límite de que se difunden ejecuciones y “arreglos” norteamericanos incluso en temas italianos y vieneses. Una de las más bellas danzas del Príncipe Igor se ha hecho popular entre nosotros a través de un pegajoso “arreglo” aparecido en una película norteamericana, y los ejemplos abundan. Ante tal pasividad, todo aquello de interesante, de menos estereotipado, de más variado y de mucho más cercano a nuestra naturaleza que podrían ofrecernos por ejemplo la Europa central o centro-oriental, vale como inexistente para los compiladores de los programas. Aun desde el punto de vista de la lengua no se entiende cómo al italiano no le repela el inglés (en especial el inglés yanqui), en cuanto a la pronunciación y cadencia, y no se haya sentido más alejado del mismo que de cualquier otra lengua.
Y resulta a su vez sumamente triste y exasperante que ante tal estado de cosas no haya surgido ninguna reacción espontánea, popular para hacer frente a semejante esnobismo y mal gusto de usos ya difundidos que “hacen mucha América”, por parte de una cierta jerga existente en los modales y en las vestimentas, en especial cuando se trata del sexo femenino. A ciertas jóvenes fanáticas de los pantalones y de los blue jeans se los haríamos endosar no en habitaciones lujosas o en halls de hoteles, sino en un campo de concentración, en donde en verdad los mismos corresponden, dado que en su origen tal indumentaria, incluso en los Estados Unidos, era usada exclusivamente en el más duro mundo del trabajo. En ciertos casos especiales un gobierno serio se sentiría obligado a intervenir. En cambio no se ha encontrado nada para decir, por ejemplo, en el hecho de que un grupo de jóvenes de la aristocracia italiana haya ido en tournée a América, poniendo bien de relieve justamente su carácter de nobles, pero tan sólo para exhibirse como modelos, al servicio de una clientela yanqui bien provista de dólares.
En el mismo campo de la literatura, serían sumamente deseables ciertas reacciones. Así pues hallamos la novela norteamericana acompañada de una inflación de traducciones italianas que muchas veces se trata de obras de un nivel ínfimo, vinculadas a ambientes extraños y mezquinos, privados para nosotros de cualquier interés. Debería ser a su vez advertido el peligro de los denominados “intercambios culturales”. Es sabido que sobre la base de un grupo de leyes –la Fullbright y la Smith-Mundt Law– los Estados Unidos han abierto créditos en Europa y especialmente en Italia para estadías y sueldos de jóvenes en ambientes y colleges norteamericanos: con relación a ello hay justamente una oficina especial en la embajada de los Estados Unidos. Y como si esto no bastara, el gobierno italiano ha aportado su cuota, para incrementar tales intercambios, que se resuelven generalmente en otras tantas ocasiones de intoxicación intelectual. En efecto, lamentablemente sobre el joven que no tenga una forma mentis propia, unos principios verdaderos y buen sentido, puede impactar mucho todo aquello que Norteamérica nos presenta en el campo práctico y con su aparente facilidad de vida. Hemos comprobado varias veces esta experiencia respecto de quienes han regresado de los Estados Unidos. Y ello no tan sólo entre gente común, sino entre alguien perteneciente a la más antigua nobleza europea hemos escuchado decir tranquilamente que así como en la antigua área imperial se iba a Roma para formarse, de la misma manera acontecía hoy en día con Norteamérica comprendida como la nueva nación-guía.
Dado el clima de irresponsable democracia hoy vigente en Italia, es imposible que hablemos de un sistema organizado de defensa de tal tipo. Ello puede ser tan sólo algo perteneciente a unos pocos que se encuentran aun espiritualmente de pié. A éstos les correspondería dar el ejemplo con energía. Sin polémicas ni animosidad debe considerarse todo lo yanqui con una fría curiosidad, invirtiendo los roles: remitiendo a Norteamérica al rango de una provincia, de una excrescencia periférica en donde se ha centralizado y desarrollado hasta el absurdo todo aquello que de negativo había producido la civilización última de Europa. Y cuando algo perteneciente a lo norteamericano tuviese que ser admitido, se lo tendría que hacer manteniendo la mirada libre, considerando simultáneamente otras perspectivas, otras posibilidades, otros valores, en un marco tal en el cual, cualitativamente, Norteamérica represente tan sólo un episodio, y su pretensión de ser la portadora de la forma más alta alcanzada por la civilización humana, al cual el resto del mundo debe ser elevado bajo el signo de la democracia, se nos aparezca como una broma de mal gusto.

(de Il Conciliatore, Noviembre 1958)