PRESENTACIÓN de La tradición romana

de Julius Evola, 5 de julio de 2006,

Biblioteca del Congreso Nacional.

 

                                                                                                                                                           por Antonio Tursi

La tradición romana[1] reúne 26 notas breves sobre diversos aspectos del mundo preromano, romano y su proyección -la más extensa es de 13 páginas y algunas de ellas consisten en críticas bibliográficas (en las que, con todo, no se hace un análisis neutral)-, aparecidas en diversas revistas italianas, desde 1929, la mayoría de las décadas del ’30 y del ’40 y una de 1973 (de un año antes de su muerte), del filósofo italiano Julius Evola (1898-1974). Su traductor coloca una ineludible introducción en la que brinda, de un lado, el aporte de Evola para una cabal interpretación de determinados símbolos y revaloraciones que la Italia de su época estaba haciendo de Roma; y de otro, la clave de lectura de las categorías o principios antitéticos con los que Evola rescata y analiza ese pasado heroico. Pues el triunfo romano fue el resultado de una lucha, que por lo demás, más allá de la confusión a la que podrían llevar algunos términos utilizados, es dable en todas las culturas y en todos los tiempos, lucha entre dos fuerzas opuestas, dos concepciones del mundo, dos razas que Evola caracteriza la una como solar, activa, viril, que apunta hacia lo alto, celestial, del norte o hiperbórea y la otra como lunar, pasiva, femínea, que apunta hacia lo bajo, telúrica, del sur o demétrica. En los romanos la decisión hiperbórea se manifiesta en sus mitos, en sus símbolos, y su lucha ya está desde sus orígenes tanto internamente: Rómulo-Remo, Patricios-Plebeyos, Mario-Sila, César-Pompeyo, Augusto-Antonio, como externamente: Romanos -     Sabinos/Etruscos/Cartagineses/Cleopatra. Ahora bien, estas notas de Evola uno podría leerlas de manera salteada, digamos, según sus intereses con la recurrencia a los títulos del Índice, o bien linealmente -que es la lectura que recomendamos- y en este caso están ordenadas por el traductor de manera tal que la compilación bien puede servir como una historia sobre la espiritualidad romana, sus manifestaciones en la historia fáctica y en la cultura en general. A la par Evola va iluminando de aquella tradición espiritual “fragmentos dispersos, decaídos en meras costumbres y fiestas convencionales” (p. 91), porque “Si hoy el símbolo romano vuelve a una nueva vida y vigor, se ha tomado muy poco el trabajo de precisar el contenido de tal símbolo” (p. 48), especialmente ahora que “grandes sombras de la decadencia espiritual incumben al Occidente moderno.” (p. 177)

 

            Por cierto, Evola señala que “Para nosotros Roma, además que una grandeza material político-jurídica y militar, fue una grandeza espiritual” (p. 176). Esta grandeza espiritual, como en otras civilizaciones, es originaria respecto de esas luchas que señalamos: “El ciclo primordial de las civilizaciones nórdico-arias fue superior y anterior a tales oposiciones” (p. 105). El pueblo romano pertenece a la civilización hiperbórea; tronco primordial ario o indoeuropeo, y quizás sea el romano  el que más conscientemente luchó para plasmar sus valores. “El verdadero valor de Roma es <...> una ‘restauración’, un intento por retomar en un cuerpo universal una originaria espiritualidad de tipo hiperbéreo o solar” (p. 106). Evola considera tres ciclos en la historia romana: “<...> podemos individualizar tres momentos fundamentales: el de la Roma primigenia hasta Catón; el de la Roma imperial hasta Augusto; el de Roma en el primer Medioevo. En todo esto, la tradición de Roma significa potencia inatenuada, formación, estilo, dominio.” (p. 136) La primera tuvo la sensación viril y activa de lo sagrado, obró “una síntesis entre el elemento regio y el sacerdotal, entre espiritualidad y virilidad” (p. 105), que defendió contra enemigos internos y externos al punto de que pudo elevarla al segundo ciclo de Roma, la cesárea, que conforma el Imperium. La tercera constituye la transfiguración de aquel mundo viril en el mundo jerárquico del medioevo bajo el imperio sacralizado.

 

            Evola distingue atentamente en el mundo mediterráneo en general y en la Península en particular los elementos no arios, arios alterados y arios puros o hiperbóreos, para establecer el verdadero origen de Roma. Así los latinos y los albanos como pueblos pre-romanos se separan de los Etruscos (no arios), de los Sículos y de los Ausonios (arios alterados) por ser pueblos incineradores, no telúricos. Y aunque éstos hayan impuesto algunos ritos y costumbres a aquéllos, con todo Roma siempre los consideró hostiles al punto de que encarnó nuevos símbolos que de alguna manera representen un principio nuevo que erradique lo antiguo. Analiza, así, componentes de los mitos fundacionales, pues los mitos representan, dice Evola siguiendo a pensadores de la talla de Guenon, W. Otto, Altheim y Kerenyi, procesos espirituales. Así p.ej. en el de Rómulo y Remo, la salvación del agua, la loba, el dios Marte y Rea Silvia, el antagonismo entre los gemelos como símbolo de lucha entre dos razas (concepciones) opuestas, ubicadas geográficamente en el Palatino y en el Aventino, destaca los elementos hiperbóreos que guardan. Y a esta lucha, simbólicamente entre dos principios, la encuentra Evola reiterada a lo largo de la historia romana hasta César: “Son <...> puntos culminantes de la historia interna del Occidente, la cual se cumple a través de la dinámica de antítesis ideales, que no dejan de transparentarse entre las mismas tramas de las luchas internas; puesto que también en Mario, en Pompeyo, en Antonio, se puede divisar el tema del Sur y del Asia en el tenaz tentativo de frenar y de subvertir la nueva realidad. Si en Cleopatra se tiene pues un símbolo sensible de la cultura afrodítica, a cuyo vínculo subyace Antonio, en César se encarna el tipo aristocrático, nórdico-occidental del héroe y del dominador.” (pp. 78-9)

 

El triunfo y la restauración de la espiritualidad se manifiesta en los ludi (juegos) romanos que reproducían “el valor simbólico de una participación místico-ritual” (p. 55), en los dioses, símbolos heroicos de la tradición romana: Victoria, Venus vencedora, origen de la gens Iulia, y el dios invicto, el dios sol, que los emperadores hacen suyo. Ya desde sus inicios, como en otros pueblos hiperbóreos, se constata en Roma el culto solar en grabados y en mitos. Al respecto Evola aclara: “Es un disparate creer que la antigua humanidad y sobre todo la de la gran raza aria, divinificase supersticiosamente los fenómenos naturales. La verdad es en cambio que la antigüedad concibió los fenómenos naturales como esencialmente símbolos sensibles de significados superiores, espirituales, por lo tanto como sostenes espontáneamente ofrecidos a los sentidos por parte de la naturaleza para poder presentir estos significados trascendentes.” (p. 92) Con el solsticio de invierno, el 25 de diciembre, se separan las fases descendente y ascendente del sol, en las que fenece, se hunde en la tierra para luego resurgir y ser luz y calor. En esa muerte (invierno) y renacimiento (primavera) del sol es dable una experiencia espiritual primordial de la muerte y resurgimiento del hombre. El Natalis solis invicti, el natalicio del sol invicto marcaba en el Imperio el inicio del nuevo año. Evola hace notar cómo esta consideración junto con el símbolo de la vida: el árbol siempre verde, un pino o un abeto, que se iluminaba con nueva luz y al cual se lo llenaba de regalos que simbolizan los dones de la vida se encuentra, como un eco residual, en la navidad cristiana. Otro rastro de ello se encuentra en la semana romana cuyo día de fiesta era el dedicado al sol, así se conserva en alemán sontag, en inglés sunday, y como el dia del sol era el día del señor (dominus), en la tradición latina tenemos domingo (de dominicus).

 

El culto al dios sol fue difundidísimo en la antigüedad. Los emperadores romanos son los que de lleno, digámoslo así, lo oficializan. Caracalla le coloca el atributo de invicto. Heliogábalo toma su nombre. Aureliano lo convierte en culto de Estado. El culto oriental a Mithra adoptado en Roma es equiparado al dios sol. Constantino lo conserva y, aún cristianizado, lo labra en su escudo. En otros significativos símbolos volvemos a encontrar al sol al punto de que, dice Evola, “No es aventurado decir que los mismos nos hablan de un verdadero y propio ‘mandato divino solar’ cual alma viva de aquella función imperial cesárea que, para nosotros, en el mundo antiguo, fue una especie del último esfozo de significados arcaicos perdidos paulatinamente.” (p. 96). Este símbolo solar con sus implicancias se encuentra, decíamos, en símbolos romanos y en dioses. Así p. ej. el dios bifronte Jano representa el ascenso y descenso del sol, el fin y el comienzo. Su templo permanecía cerrado en tiempos de paz y abierto en guerra para, por él, desatar las fuerzas sobrenaturales propicias. Evola insiste en que las religiones y las mitologías antiguas no deben considerarse “como supersticiones, creaciones fantasiosas o divinificaciones de simples fenómenos naturales, sino como las formas simbólicas y dramáticas de expresión de significados cósmicos, de fuerzas vivientes de principios metafísicos.” (p. 87)

 

Respecto de los símbolos y especialmente en los revividos en su época, aunque sin su alma, vacíos de su acepción originaria, Evola establece su origen hiperbóreo y solar, señales de una espiritualidad heroica. El hacha en su origen consistía en la sideral, compuesta de silicio o hierro meteórico, esto es un metal venido desde arriba, vinculada así a la fuerza del cielo, al rayo y a Zeus (Júpiter). Su primer uso era sagrado, ritual y luego secular, utilizada por los líctores. Estos especialmente eran los que alzaban la fasces, el hacha rodeada por varas, escolarmente símbolo del poder de administrar justicia. Mas se trata, en rigor, del hacha bicúspide, símbolo del arco descendente y ascendente del año solar que ocupa el centro de las varas. El hacha separa y cierra una época y abre otra. El hacha en el centro es el regente de las doce varas, de una serie sagrada. Se trata, insiste Evola, de nociones originarias de tiempo, una especie de alfabeto prehistórico. 12 fueron los buitres que divisó Rómulo, y también 12, el total de los templos de Jano y los signos celestiales. 12 son las Leyes de Manú, los discípulos de Lao Tse y los de Cristo. 12 las puertas de la Jerusalem celeste. 12 son los trabajos de Hércules, como los dioses olímpicos, los caballeros del rey Arturo y los condes palatinos de Carlomagno. 12 también los Césares del Imperio y según una profecía etrusca, 12 son los siglos que duraría Roma. También un centro regente, dominador y estable, como el hacha respecto de las varas, está en la cruz gamada. La cual no es propiedad monopólica de una raza, sino que se encuentra en lugares tan disímiles como Asia y América. En ella hay un punto fijo central y un movimiento rotatorio que conlleva un cierto dinamismo, una fuerza arrolladora. Es notable también como símbolo regio: un señor en el centro y un movimiento ordenado que lo acompaña. En el pensamiento filosófico el esquema responde a la concepción aristotélica del motor inmóvil y a la neoplatónica de lo uno. Y resulta un claro antecedente de la concepción copernicana. Finalmente, el águila era el animal sagrado de Zeus (Júpiter), representación de la luz, el rayo, el fuego. Si bien era el símbolo de las legiones romanas y por extensión de la Roma imperial, de donde lo toma el imperio carolingio y luego el S.I.R.G., con todo se lo encuentra también en las mitologías nórdicas. Un águila era precisamente el encargado de volar sobre la pira del emperador muerto y llevar su alma para que acogida en el Olimpo se cumpla la apoteosis imperial.

 

En el ámbito privado, los lares (el lar es el padre, principio fundador de una familia), los penates (los antepasados) y el genio (la fuerza divina de la gens, el principio director de sus actos, que se hereda y se transmite) constituyen para Evola “la antigua conciencia romana de las fuerzas místicas de la sangre y de la raza” (p. 118), que se simbolizaba con el fuego, la llama sagrada que ardía constantemente en el atrium donde el pater familias celebraba los ritos. Para los romanos el individuo pertenecía a una gens, un linaje, con la cual mantenía un vínculo inmediato de sangre, que conformaba una vida subsistente más allá de los individuos. El sentimiento de pietas, piedad, era el contacto con esa fuerza profunda de la raza y, a su vez, la condición de toda otra idea religiosa. Evola une magistralmente el análisis histórico con el filológico con recurrencia tanto a la etimología como al análisis de pasajes de algunos autores clásicos en el cap. XV, el mejor logrado a mi criterio y que tiene por título “La mística de la raza en Roma antigua” (pp. 117-25) para establecer el origen y el significado de esos dioses familiares y personales. “Es un carácter específico, concluye allí Evola, del culto de las más antiguas sociedades arias su antiuniversalismo. El hombre antiguo no se dirigía hacia un Dios en general, Dios de todos los hombres y de todas las razas, sino a un Dios de su estirpe, es más de su gens y de su familia. Y viceversa: sólo los miembros de un grupo que le correspondía podían legítimamente invocar la divinidad del fuego doméstico y pensar que sus ritos fuesen eficaces.” (p. 122) Mas no por ello, advierte, debería pensarse en un politeísmo. Pues la concepción religiosa antigua era jerárquica. Un Dios universal no excluía intermediarios más cercanos a una familia e incluso a un individuo y, además, a fin de que la relación entre lo humano y lo divino fuese eficaz se requerían determinadas condiciones y una de ésas era la de la raza y la sangre, el elemento material presente en su cuerpo, pero que conllevaba caracteres supranaturales y supraindividuales.

 

La espiritualidad romana que a grandes rasgos hemos resumido en sus aspectos esenciales da por tierra, según Evola, con la tan mentada pura practicidad romana. Esta efectivamente existió, pero fue fruto de una concepción  profunda de la vida. Así también las filosofías estoica y epicúrea, de gran rendimiento en la Roma clásica, vienen a fortificar la ética viviente y viril patricia. Evola nos presenta aquí otro modo de especulación típicamente romana: “Debe tenerse presente, dice, que si en su origen el romano fue antiespeculativo y antimístico, ello no lo fue por una inferioridad propia, sino en el fondo, por una superioridad suya. Él poseía un estilo de vida congénito, ajeno a misticismos puros y a efusiones sentimentales; tenía una intuición supraracional de lo sagrado <...>” (p. 184).

 

 

Evola y el Medioevo

 

            De hecho, no es su cometido tratar sobre el Medioevo. Pero a partir de determinados pasajes que se encuentran en algunas de estas notas, uno bien podría formarse cierta idea evoliana respecto de la Edad Media.

            Siguiendo a Altheim (El dios invicto -hay traducción castellana, Eudeba, Buenos Aires, 1966) Evola sostiene que el dios sol, por medio del emperador Constantino, se introduce en el cristianismo. Así, nota que la última gran idea del paganismo se continuó en el cristianismo. Al respecto refiere imágenes del crucifijo de la época rodeado de un sol. Pero en rigor, sostiene, no debería haber seguido una continuidad, sino el contraste entre dos modos o concepciones de la vida y de lo sagrado.

            Evola considera al Medioevo como el tercer ciclo de Roma, “un ápice de Roma” (p. 136). Las referencias son al medioevo latino, no al bizantino, y específicamente a Carlomagno, a quien refiere como aquel que retoma el símbolo imperial romano del águila. El mundo feudal es caracterizado como una transfiguración luminosa del mundo viril romano clásico, como un mundo guerrero, fuertemente articulado y personalizado, organizado jerárquicamente. El Imperio se sacraliza, dice en alusión al S. I. R. G. -denominación que se remonta a la dinastía de los Otones- y aviva una fides, una fe, que tuvo por primera y única vez la capacidad de unir a los príncipes de toda la tierra en una empresa simbólica: las Cruzadas. Estas palabras loables bien pueden dar cuenta de que está pensando en las cruzadas como una nueva lucha de lo hiperbóreo contra lo telúrico. En ese momento ve Evola (p. 110) el resurgimiento de las verdaderas fuerzas ya actuantes en la romanidad nórdico-aria.

            Con todo, antes de esta conformación, en el momento en que comienza la cristianización del Imperio, se da una cierta corrupción en la espiritualidad de los Césares: el Imperio (p. 132) aceptó el cosmopolitismo, fermento de nivelación y desarticulación. El Bajo Imperio abrazó de manera universal a todo el género humano, sin distinción de razas, pueblos ni tradiciones, sino solo sobre la base del supremo poder central divino. El cristianismo -o parte de él- asumió esa herencia en sus términos negativos: trató de unificar y reunir pueblos en disolución, creo una jerarquía y un poder central sin ningún presupuesto racial y por ello no pudo constituir una casta, ni dio lugar a una tradición regular.

            El cristianismo de anárquico y universalista solo se convirtió en articulado y jerárquico con la contribución germánica. La fusión romano-gótica, según Evola, (p. 133) logró la rectificación de los aspectos negativos de la herencia de la última romanidad, del Bajo Imperio cristianizado. Solo con ella resurgió el ideal orgánico.

 

 



[1] JULIUS EVOLA, La tradición romana, traducción del italiano y estudio preliminar de Marcos Ghio, Ediciones Heracles, Buenos Aires, 2006, 184pp.

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