RESPECTO DE LAS PREMISAS DE UN “ANTIBOLCHEVISMO POSITIVO”


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Uno de los elementos que parecen caracterizar en mayor medida la política europea más reciente es el hecho de que ciertas ideas comienzan a constituir la base para el entendimiento entre varias naciones. La fase de la tan promocionada política ‘realista’  parece estar llegando a su fin: los Estados, o al menos algunos de ellos, sea por el despertar de una nueva sensibilidad ética, sea por la fuerza misma de las cosas, comienzan a advertir la necesidad de elegir un criterio más alto que el de lo meramente utilitario y de la relativa praxis en base a entendimientos determinados únicamente por la idea de tal utilitarismo y por lo tanto de carácter precarios y mutables. Por otro lado, el mito de la seguridad colectiva se ha disuelto, la farsa jurídico-racionalista societaria llega a su poco glorioso epílogo, fuerzas profundas se sienten nuevamente en estado libre y van a la búsqueda de nuevos centros de cristalización. Que el rol de estos centros sea asumido por ideas fundamentales, y que la nueva lucha acontecerá entre tales ideas mucho antes de que entre las fuerzas materiales por ellas organizadas, ésta, repitámoslo, nos parece ser la característica de los tiempos que se vienen.

Que los dos grandes antagonistas de la historia europea y quizás universal sean el bolchevismo y el antibolchevismo, el algo que ya se ha convertido en un lugar común. E igualmente se está haciendo evidente a todos que las potencias que aun creen en el compromiso liberal y democrático están destinadas a ser expulsadas de las corrientes creativas  de la historia, o bien a convertirse en los instrumentos inconscientes de influencias que terminarán conduciéndolas hacia donde menos piensan. Si bien usadas en un orden diferente de cosas, la fórmula ‘horas de decisión’ se ajusta pues en modo sumamente adecuado a la época actual.

Estas consideraciones generales no pueden sin embargo ser otra cosa que un punto de partida. Detenerse aquí y reducirlo todo a un par de consignas estereotipadas es el error peligroso en el que muchos escritores políticos de hoy suelen incurrir. Es necesario darse cuenta sobre todo de esto: que con actitudes meramente negativas no se va más allá de los límites de una antítesis paralizante. Ser antibolcheviques y anticomunistas es algo evidente para quien tenga aun algún sentido de la tradición europea: pero más allá de un antibolchevismo negativo hay que arribar a uno positivo; y es en estos mismos términos que nosotros hemos ya escrito en esta revista en diciembre sobre el bolchevismo concebido como ‘reactivo’ (1).

No será inútil aquí trazar las líneas fundamentales de un antibolchevismo positivo, recogiendo ideas por cierto no nuevas, pero que no siempre han sido comprendidas en su conjunto y en su justo alcance.

Primero. La personalidad, para el bolchevismo, es un prejuicio burgués. El sujeto no existe. La realidad verdadera es lo colectivo. Lo colectivo tiene el supremo derecho. El mismo es politizado y asume el rostro de la última de las antiguas castas tradicionales, la del esclavo del trabajo: es el mundo de las masas como revolución proletaria en marcha. Sobre tal base, el bolchevismo se proclama antiliberal y antiindividualista. De esto resulta claramente que todo antibolchevismo se reduce a una farsa, cuando no tenga como premisa propia el reconocimiento de la realidad, del valor y de la dignidad de la personalidad humana. Este reconocimiento debe sin embargo ser integrado a través de la más neta distinción entre personalidad e individualidad. La individualidad es la falsificación materialista y secularizada de la personalidad. La personalidad es el hombre que vale sobre todo en función del espíritu, luego de una tradición y finalmente de una específica cualidad, de un específico honor, de una clase o casta propia. El individualismo, al convertir anárquicamente en ‘libre’ al sujeto, lo ha convertido en un átomo sin rostro, destinado a hallarse frente a la masa de los otros átomos, por la cual finalmente termina siendo arrastrado: de allí que su consecuencia sea el colectivismo. Por lo cual entre individualismo y bolchevismo no existe una oposición tan grande, siendo una relación de causa y efecto. El antibolchevismo positivo debe truncar la causa, superando el individualismo a través de la personalidad. Deben considerarse letales para el antibolchevismo positivo todos aquellos ataques desviados en contra del individualismo y dell liberalismo, los cuales, junto a estos fenómenos de degeneración ética y social, también atacan valores espirituales de la personalidad, con el resultado de fomentar un colectivismo ligado a mitos diferentes o también opuestos a los del comunismo, pero, en el fondo, desde un punto de vista más elevado, destructivos por igual.

Segundo. El individualismo ha surgido a través de la negación de la tradición y de la realidad sobrenatural, habiéndolo hecho simultáneamente con el iluminismo, el racionalismo y el cientificismo. El bolchevismo conduce a las extremas consecuencias de todas estas tendencias. Se trata de un humanismo integral y sólo por ello es también ateísmo. Para el bolchevismo no existe sino la masa humana y su evolución a través de los procesos sociales de carácter económico y técnico. Su Dios es la humanidad, su evangelio es el mesianismo técnico. Se sigue de todo esto que ningún antibolchevismo puede tener un alcance serio cuando el mismo no parta de una afirmación de valores, de conocimientos, de derechos que tengan su justificación más allá de lo que tiene una mera naturaleza racionalista, ‘social’, materialista, ‘humanista’. Hay que convencerse, en particular que todo inmanentismo y que toda espiritualización de la ‘vida’, de la ‘naturaleza’ y del ‘devenir’ son fenómenos estrictamente emparentados con el humanismo y el racionalismo, y como tales son incapaces de proveernos un sólido punto de referencia para la reconstrucción antibolchevique. Ciencia y cultura son siempre los últimos baluartes de una civilización, y en tales dominios la revolución antimarxista lamentablemente no se ha asomado todavía, mitos deletéreos conservan aun todo su poder, el materialismo y el racionalismo representan en los principios y los métodos la instancia última. Es sobre este terreno que debe combatirse y no limitarnos meramente a la enunciación de vagas aspiraciones religiosas. Igual reserva debe formularse respecto de toda tendencia a sobrevalorar el factor económico y político desde un plano material. No significa esto que tal elemento deba ser rechazado: el mismo tiene pleno derecho en su esfera específica. Lo que debe hacerse es no ilusionarse en el sentido de que con las conquistas inherentes a tales esferas el hombre pueda convertirse en realmente más cercano a aquello que verdaderamente importa por su grandeza y por la de la civilización de la cual él debe ser su portador. Es entonces que una de las raíces virtuales del bolchevismo es preventivamente extirpada. En modo particular acontece muchas veces que apenas algunas exigencias materiales no son más individuales, sino colectivas o nacionales, que las mismas reciban el sello de la espiritualidad. Esto nuevamente no es sino bolchevismo in nuce: y existen muchas otras maneras para asegurar los derechos soberanos de intereses políticos y supraindividuales, sin tener que recurrir para ello a un tal uso de la palabra ‘espiritual’.

Tercero. El bolchevismo es totalitario, Es adversario de toda cultura pura. No hay nada que pueda caer afuera del Estado bolchevique. Las fuerzas del espíritu tienen que tener una función político-social (naturalmente en función del proletariado) o bien ser extirpadas como venenos disgregadores. Con esto se tiene la inversión de las relaciones jerárquicas vigentes en todo Estado normal y por lo tanto una especie de falsificación diabólica del principio de unitariedad. En efecto el Estado total no es sólo una criatura necesariamente de los tiempos modernos. Todo Estado tradicional fue total, dogmático, autoritario. Pero hay dos maneras opuestas de organizar totalitariamente: en nombre del espíritu o en nombre de la materia, en nombre de aquello que es superior al hombre o en nombre de aquello que, como mero ente colectivo, le resulta inferior y es subpersonal. Ésta es la diferencia entre los grandes Superestados de la antigüedad solar y tradicional y el ideal bolchevique. El totalitarismo bolchevique es organización en función de los estratos sociales más bajos, de sus exigencias materialistas y de su obtuso mito del trabajo. Una vez formulada tal premisa, un antibolchevismo positivo negará por igual toda intelectualidad que se encuentre afuera o contra el Estado, pero tan sólo porque la cultura y el espíritu deben encontrarse en el centro del mismo, como el núcleo inmaterial desde el cual toda jerarquía, toda disciplina, toda lucha recibirán fuerza y justificación superior. Debe denunciarse como equívoca la notoria fórmula: “función política de la cultura”. Una cultura que sea puro estetismo, literatura, vanidad individualista, opaca especulación no puede tener ninguna función política, debería ser más bien combatida por el Estado totalitario antibolchevique, del mismo modo que lo fuera la poesía en el platónico. Pero si de lo que se trata es de una cultura verdadera, es decir de una cultura empeñada en dar expresión directa, poderosa y dominadora a la realidad superior del espíritu, es evidente que la misma no puede ser ‘función’ de nada, sino que figurará como el elemento central y propulsor de cualquier otra actividad, allí donde el materialismo ‘social’ y colectivista sea superado.

Cuarto. Un punto particular que merece no ser descuidado es el relativo al ‘realismo’. Mientras que el bolchevismo es puro humanismo, sin embargo alimenta un desprecio radical por el elemento ‘humano’, dado que por lo ‘humano’, como en la misma época burguesa, se comprenda a todo lo que es subjetivo, sentimental, cerebral, romántico. El bolchevismo afirma haber instaurado, sobre tal base la época de un nuevo realismo. Aquí debemos ser cautos en el juicio. Debemos cuidarnos de que la revolución antimarxista no caiga en el pantano de un nuevo romanticismo. No tiene el sentido de la dirección justa quien no reconoce que el antibolchevismo debe ser por lo menos tan antiburgués como el bolchevismo, pero por esta razón: que el espíritu no tiene nada que hacer con emociones, sentimentalismo, imaginaciones y abstractas idealidades, con poesías y con mitos, el mismo es realidad en sentido eminente y se lo alcanza bajo la condición de una especie de catarsis, de dura y viril ascesis, de clarificación de la mirada respecto de todo lo que es pathos y ‘subjetividad’. También los más grandes ciclos antiguos de cultura, desde la India aria hasta el Medioevo romano y germánico, tuvieron como principio un anonimato, pero fue el gran anonimato de la superpersonalidad y de la tradición espiritual. Por lo tanto nuevamente, una identidad de principio, una decidida polaridad de dirección. Nosotros tuvimos ocasión de escribir: “Con el bolchevismo asistimos a la liquidación definitiva de la fase del irrealismo humanista y romántico y de todas las prevaricaciones individualistas y anárquicas de los tiempos últimos. En el bolchevismo un método razonado y una acción precisa que enrola todo medio y que no retrocede ante nada se dirigen a liberar al individuo de su yo y de su ilusión de lo ‘mío’. Se tiene pues algo semejante a una singular ascesis o catarsis en grande, y de un retorno al principio de la absoluta realidad y de la más decidida impersonalidad, aunque invertida demónicamente, dirigida no hacia lo alto, sino hacia lo bajo, no hacia lo suprahumano, sino hacia lo subhumano, no hacia el organismo, sino hacia el mecanismo, no hacia la liberación espiritual, sino hacia la total servidumbre social” (Ver Rebelión contra el Mundo Moderno, Ed. Heracles 1994).

Quinto. El bolchevismo se declara internacional. También el concepto de patria es relegado por éste entre los prejuicios burgueses y los fantasmas de la subjetividad. Habitualmente como antítesis de esta actitud es formulado el concepto de nación. A la revolución bolchevique le es opuesta la revolución nacional. Éste es un punto más bien delicado que sin embargo merece esclarecerse. Si es cierto que el bolchevismo niega toda unidad definida por la idea de nación es también verdadero que el mismo tiende a una forma más vasta de unidad, definida por un nuevo tipo humano: el proletariado comunista. De acuerdo a la constitución soviética, si un extranjero es proletario comunista, él forma parte de la Unión de los Soviets y goza de todos los derechos políticos y civiles correspondientes, mientras que un Ruso, si no es proletario comunista, es privado de todos estos derechos y considerado domo un paria afuera del Estado y de la ley. Del mismo modo si una determinada nación se profesa como comunista, la misma entra implícitamente a formar parte de la unión soviética, aun cuando con la misma no tuviese frontera alguna en común. Se sigue de todo esto que el bolchevismo, más que internacional, debe ser considerado como supraterritorial.

Oponer al bolchevismo la idea de la simple nacionalidad territorial y el particularismo del simple ser nacional significa por lo tanto no luchar en el mismo plano en el cual se encuentra el adversario, sea doctrinalmente como materialmente (como frente de la solidaridad internacional comunista). Se puede objetar, es cierto, que también la idea nacional y territorial tiene una validez universal, una vez elegida por todo un grupo de pueblos. Pero no por esto tales pueblos se encontrarán ya unidos en un frente común. Se puede es más pensar que cuanto más enérgica e intransigentemente será afirmado el principio de la nación como ley suprema y suprema autoridad, tanto mayor será el peligro de una anarquía, teniéndose una multiplicidad de puntos de vista, principio y fin en sí mismos. O bien esta anarquía conducirá a conflictos entre las naciones que es justamente aquello que el bolchevismo espera para ganar terreno; o bien la misma será frenada por coaliciones en base a intereses ‘realistas’, es decir de alcance temporáneos y pragmáticos. A esta solución le corresponde el estado de cosas que ha existido hasta ayer, un estado de cosas en el cual un verdadero antibolchevismo no es posible, aun porque es lícito preguntarse si toda nación será éticamente tan fuerte de renunciar a la ayuda ofrecida por Rusia, en el caso que ello le resultara útil para abatir a una nación rival y fortalecerse a expensa de ésta.

Aun sin insistir en esta última consideración, permanece firme la idea de que un antibolchevismo positivo es concebible tan sólo sobre la base de una unidad tan supranacional, como la propia del programa bolchevique es en cambio internacional y antinacional. Debe considerarse pues como un error peligroso el de aquel que identifica internacionalismo con universalismo, considerando ilusorio y deletéreo para una nación y para la civilización todo principio que vaya más allá de la nación misma (y tal es el caso de ciertos aspectos del nacionalismo racista extremista antiromano). El verdadero frente antibolchevique no puede ser sino la solidaridad supranacional de las naciones. Lo cual significa que el mismo tiene por condición propia el Imperio.

Sexto. Las consideraciones desarrolladas hasta aquí terminan todas convergiendo. Al hablar de imperio hay que entender esencialmente una idea espiritual y por lo tanto también supraterritorial, una idea, cuyo plano sea sin más diferente del que es propio del concepto y del derecho de la nación. La base del imperio es un determinado tipo humano, plasmado por una cultura común. Por lo tanto este tipo está presente y es dominador allí donde el imperio está presente, por encima de toda frontera y las diferentes naciones se encontrarán comprendidas en una unidad supraterritorial.

Estudiando tales condiciones se encuentra la piedra de toque para penetrar en el verdadero significado de las revoluciones nacionales. Existe en efecto una idea naturalista y una idea espiritual de nación. La primera no es sino una criatura moderna derivada de la revolución francesa –la Nation!– y representa un preludio del bolchevismo en su tendencialidad decididamente demagógica y colectivista. La segunda es la verdadera base de la reconstrucción antimarxista. Lo que mejor distingue a ambas ideas es la distinta relación que existe entre espíritu y nación, que les resulta propia. O es una idea y una tradición lo que determina la esencia de la nación, o es verdadero lo contrario, en el sentido de una formación y de una condicionalidad de lo bajo hacia lo alto, en modo tal que no es el valor superior de ciertos principios lo que define el de una nación, sino el simple hecho de ser nación es el valor supremo de verdad y de justicia para cada principio y, en general para una determinada civilización. El segundo caso es el de una nación comprendida como cerrada unidad colectivista y, al mismo tiempo particularista; en este caso serán mitos y no una espiritualidad verdadera su última instancia. El primer caso remite en vez a una unidad ética, política y social en la cual son satisfechas todas las condiciones internas para un antibolchevismo positivo: es la nación, cuya fuerza se encuentra en la verdad y en el espíritu, en la personalidad y en la tradición, como formación desde lo alto. Ahora bien, en una tal nación las vías hacia lo alto se encuentran abiertas. La pertenencia a la misma no excluye la pertenencia a una superior unidad de acuerdo al espíritu, en vez que de acuerdo a la sangre y el territorio. Procediendo su jerarquía interna de lo particular hacia lo universal, resulta evidente que los ápices jerárquicos de las diferentes naciones se tocarán en un espacio espiritual en el cual deberá tomar forma y vida el concepto supranacional de imperio.

Esto por lo que se refiere a las condiciones abstractas. En cuanto al aspecto político-constitucional del imperio, el mismo no entra en cuestión en este ensayo y de cualquier modo debe ser considerado como consecuencial y a definirse en su momento según las circunstancias. Lo importante es compenetrarse de esta persuasión: que el cimiento del frente antibolchevique debe ser una solidaridad y una distinción entre amigo y enemigo basadas esencialmente en una idea, en la idea que define la unidad misma del imperio. Cuando Carl Schmitt reconoce la esencia del concepto de política en la distinción entre amigo y enemigo, distinción que él reputa como primaria, incondicionada, irracional y subordinadora de cualquier valor, él individualiza en forma sabia el principio de un estado de hecho materialista extremadamente característico en los tiempos últimos, de un estado de hecho que se trata de superar. La anarquía será la última palabra y los pueblos se convertirán en los instrumentos de fuerzas desencadenadas, hasta cuando los encuadramientos irracionales y materialistas entre ‘amigos’ y ‘enemigos’ se encontrarán para determinar todo valor y para dirigir por lo tanto la acción: en modo tal que el ‘enemigo’, simplemente en cuanto tal, será el ‘injusto’ y el ‘amigo’ el justo. Sólo cuando acontecerá lo opuesto, es decir cuando es el ‘injusto’ en cuanto tal, cualquiera que él sea y cualquiera que sea su actitud, se convertirá en el ‘enemigo’ y estarán presentes las condiciones de solidaridad del frente antibolchevique; el cual, entonces, tomará los caracteres de una especie de nueva y creativa Santa Alianza: un bloque de potencias, que declararía sin más como su enemigo a todo aquel que adhiriera a la idea contraria al propio principio, es decir la idea comunista y colectivista. Debería afirmarse no un derecho sino un deber de intervenir allí donde el ‘enemigo’ se manifieste y se insubordine.

Dos consideraciones finales. Las revoluciones nacionales antimarxistas presentan no pocas veces aspectos de centralización, politización, encuadramiento, militarización en todos los planos, que quizás hagan sonreír a alguno ante estas consideraciones. Éste considerará lo que nosotros decimos como simples palabras y será llevado a reconocer la realidad verdadera como una lucha entre los diferentes ‘bolchevismos’, unos regidos por el mito internacional, otros por un mito opuesto, pero, a los efectos prácticos y espirituales, casi equivalentes: en especial cuando se tengan en vista los aspectos autoritarios y casi dictatoriales propios de la nueva constitución soviética. Hay que prever esta cínica objeción para formular la justa respuesta, es decir: en la vigilia de un combate la consigna es la incondicionada disciplina y la incondicionada unidad. La lucha futura es la verdadera y única justificación de aquellos aspectos de los movimientos nacionales, que en apariencia imitan las formas bolcheviques. Pero estos aspectos entre nosotros deben ser considerados extrínsecos, transitorios, nacidos de la necesidad, allí donde en el bolchevismo son en cambio constitutivos, el mecanismo y la centralización destructiva, la política que sirve al espíritu siendo la expresión misma más directa del hombre-masa proletarizado.

Y finalmente. Alguien desearía quizás una mayor determinación en lo relativo al ‘tipo’ espiritual, que debería constituir la base unitaria de la pluralidad nacional referida al imperio. Lo que ya se dijo en lo relativo a la personalidad, sobre sus presupuestos y sobre la tradición europea ofrece perspectivas de fácil desarrollo. Una determinación que debería luego referirse a aquellas fuerzas históricas, que más que las otras pueden considerarse portadoras del espíritu tradicional europeo en renovadas formas y por lo tanto como puntos de partida para la creación del ‘tipo’ en cuestión, nos llevaría sin embargo a un campo que aquí no es posible tratar. Nos limitaremos pues a expresar nuestra personal persuasión en la forma de un enunciado: como es claro que hoy el binomio Roma-Berlín constituye el eje político del movimiento antibolchevique, así para nosotros es claro que una nueva síntesis entre espíritu romano y espíritu germánico constituiría la premisa creativa de un tal problema. Es aquello que ya  hace muchos años entre nosotros hemos comprendido formulando el mito de las ‘dos Águilas’, el águila romana y el águila germánica. Estudiar en cuál forma un tal mito pueda ser realizado significa también proceder en la profundización de la idea capaz de operar como sello definitivo de la unidad del frente de un antibolchevismo positivo.


(1) Lo Stato, XII, diciembre de 1936.