LA CONCEPCION EVOLIANA DE LA HISTORIA

Lic. Marcos Ghio

 

1. Concepción lineal y cíclica de la historia

 

En su artículo "La destra e la cultura" (1) Julius Evola manifiesta la necesidad de formular una concepción de la historia y de la sociedad correspondiente a la derecha tradicionalista y revolucionaria (2) en contraposición con la cosmovisión moderna en sus diferentes variantes, sea marxistas, liberales, historicistas, etc.

 

Dichas ideologías, a pesar de sus aparentes antagonismos, parten de un fondo común cual es la creencia dogmática en un progreso lineal e irreversible del devenir histórico. De una manera lenta y evolutiva para la corriente kantiana, liberal y reformista, de un modo en cambio abrupto, teñido de revoluciones y cambios repentinos -pero acordes todos inconcientemente con una racionalidad secreta que los regiría- para las vertientes hegelianas y marxistas.

Esta postura lineal con respecto al acontecer histórico no es sino una secularización del dogma judeo-cristiano del fin de los tiempos para el cual la Historia, campo de batalla consecuente del pecado original, está caracterizada por ser la representación de una larga serie de antagonismos y conflictos radicales, pero que culminarían todos en un final feliz y gratificante, el triunfo del bien sobre el mal, de los ángeles buenos sobre los demonios infernales.

 

Este mito religioso, llevado al terreno de las ideologías políticas y sociales, sufrirá las siguientes conversiones. La figura del ángel de espada flamígera y triunfante se transmutará con el marxismo en la imagen del proletario expoliado quien, dando el golpe de gracia al burgués capitalista, demolerá así el último vestigio de injusticia en el mundo instaurando el paraíso comunista de la sociedad sin clases ni padecimientos materiales. Bajo la óptica liberal el triunfante será en cambio el pueblo racional y "civilizado" quien lentamente irá destruyendo a la sin razón de la barbarie representada por la masa amorfa e irreflexiva, instaurando así también el "paraíso" de la Democracia, utopía esta última más exitosa, pues es la que hoy vivimos en el mundo.

 

A los dogmas modernos derivados del judeo-cristianismo en tanto secularizaciones de sus mitos, pretendieron gestarse por contraposición filosofías de la historia que buscaron su fundamento en otras cosmovisiones y sagas de la Antigüedad, tratando de contraponer al concepto lineal, la imagen cíclica y repetitiva del devenir histórico tal como aparecía en autores clásicos como Hesíodo. Ello traía aparejada la siguiente consecuencia: a la convicción axiomática del moderno de que, en razón de la unidireccionalidad de los acontecimientos, esta época resultaría el grado más elevado de perfección obtenida, en tanto confirmación del ideal del Progreso ilimitado y de la incesante evolución de la especie, se trató de restarle importancia a este tiempo concibiéndoselo como uno más entre los otros, no como el efecto culminante de civilizaciones anteriores, sino como una instancia circular independiente de las demás.

 

Se afirmó así que entre los diferentes períodos o ciclos de la Historia existirían como hiatos, discontinuidades y rupturas abruptas desvinculadas entre sí; que por lo tanto la llamada "Prehistoria" que nos antecedió no sería la preparación para llegar a esta Historia, la cual para los modernos sería, si no la culminación, al menos el estadio superior en perfección, sino que sería tan sólo otra Historia, con valores y creencias diferentes de la actual, sin vasos comunicantes, como rastros residuales e involutivos hallables sea en el inconciente colectivo o en sociedades en vías de extinción. De allí la idea de que el hombre primitivo no sería propiamente nuestro antepasado, sino el efecto degenerado de otra humanidad diferente de la nuestra (3).

 

Así pues a la idea de continuidad lineal se le contrapone la imagen de los ciclos discontinuos, de periodizaciones de tiempo que se suceden en lapsos similares, pero que no guardan relación el uno con el otro.

 

René Guénon, quien mejor representara e nuestra época tal concepción, nos habla en su obra "Formas tradicionales y ciclos cósmicos" de Manvantaras o ciclos históricos que se repetirían en lapsos de tiempo iguales, siendo por lo tanto la era actual una de las tantas manifestaciones posibles, en nada algo superior, sino por el contrario un efecto decadente y crepuscular, justamente en tanto representa un período que, al haber hecho de la propia la época culminante, rechazando así la Tradición, esto es, lo permanente a través del tiempo, ha confundido al Ser con una de sus múltiples manifestaciones (4).

 

Sin embargo, desde la óptica evoliana, esta postura tan sólo parcialmente supera la concepción moderna. Es cierto que la perspectiva cíclica circular de la Historia, con su concepción crítica del concepto de Progreso, ha derrumbado uno de los pilares principales de la modernidad, justamente, al haber ubicado al tiempo burgués como un tiempo más entre las múltiples manifestaciones del Ser, ha dado en la tecla con el temple principal de los modernos cual es su tendencia al histrionismo, la vanidad, el autoseñalamiento, de lo cual esta época presenta una plétora de ejemplos. No obstante, esto no implica aun lo esencial de un rechazo radical y absoluto de esta concepción.

 

Es más, sea en tal postura cíclica como en la lineal, existe un trasfondo común que las informa cual es su creencia en una cierta fatalidad recurrente a lo largo de la totalidad del devenir histórico. Así pues, sea en el judeo-cristianismo, como aun en manifestaciones paganas como la del mismo Hesíodo que lo precedieron, está presente la misma idea de que los acontecimientos históricos, análogamente a lo que sucede en el mundo natural, obedecen a un encadenamiento necesario de causas y efectos que en el fondo hace nula la libertad humana. Del mismo modo que el hombre no puede zafarse de la ley de hierro de los ciclos históricos, así también la gracia de Dios nos impone en modo necesario y determinado su "final feliz". Es que en última instancia más que hallarnos con concepciones distintas de la Historia, la lineal y la circular, se trataría más bien de dos tendencias existenciales diferentes, mas aun, de dos naturalezas antagónicas.

 

Sin embargo es de resaltar que Evola, aun con las limitaciones antes apuntadas, acepta la visión circular de la Historia y por consecuencia, que el tiempo actual es decadente y secuencia de etapas involutivas que lo precedieron, pero tan sólo en cuanto considera que no existe la fatalidad, sino que el devenir histórico es fruto de la libertad humana y que los ciclos no se repiten de manera necesaria.

 

"Queda indeterminado pues, si al agotarse un ciclo, podrá iniciarse, con cierto carácter de continuidad en relación a los antecedentes, una nueva faz ascendente" (5).

 

El tiempo cíclico representa un proceso de materialización de la Historia. Al respecto es bueno resaltar aquí la idea que Evola expone de materia. Tal palabra viene de "mater" que significa madre y representa un estado de pasividad, de potencia, de situación permanente de recibir una forma y por lo tanto de ser determinado y regido por algo ajeno. Espíritu es en cambio por contraposición acto, principio de autosuficiencia y libertad. De estas dos polaridades metafísicas emanan dos tendencias existenciales diferentes. O lo humano se expresa a través de lo que es superior, el plano espiritual y por lo tanto es activo y libre, hacedor, en cuanto individuo, de la historia, o a la inversa, si prima en él la materia, sobreviene entonces un estado más cercano a lo que es potencia y pasividad, representando ello un dejarse conducir por el flujo irreversible de los acontecimientos y entonces ya pierden valor aquí sea la linealidad, como la circularidad y repetitividad de los hechos (el eterno retorno hacia lo mismo), se trata más bien de ser el señor de la Historia o una simple marioneta del destino, se llame éste Moira o Divina Providencia o aun ley del Progreso Universal o Lucha de Clases.

 

Cabría al respecto preguntarse: ¿Por qué si existe la libertad, Evola adhiere a una concepción cíclica de la Historia? Para nuestro autor vale la idea de que nos hallamos en un tiempo cíclico o circular. Es verdad que las edades se repiten, que la historia, en tanto irrupción del devenir ilimitado, acontece de manera rítmica y reiterativa. Que a la conclusión de una edad áurea le sobrevienen de manera necesaria tres edades sucesivas obedeciendo esto al fenómeno de la decadencia por el cual se va rompiendo paulatinamente y en forma cada vez mas acelerada el equilibrio entre las formalidades del hombre que componen el contexto social. Pero hay aquí una diferencia esencial con la concepción cíclica que habitualmente se conoce. Ni el ciclo acontece de manera necesaria a la humanidad, ni tampoco a la conclusión del mismo sobreviene uno nuevo. Estamos inmersos en una edad cíclica, es verdad, pero ello no es una situación natural de la humanidad. El devenir histórico mismo, con sus reiteraciones permanentes, no representa una situación normal para el hombre, sino la eternidad que se expresa como la perpetuidad ilimitada de un período de equilibrio entre las partes del todo social.

 

Así pues, a similitud del mito cristiano del Paraíso adámico y de diversas sagas pertenecientes a las grandes religiones, Evola considera que el estado habitual del hombre representado por sus remotos antepasados era el de la inmortalidad en el que no se conocía lo que hoy llamamos Historia, un proceso ilimitado de cambios, sean éstos comprendidos en forma lineal o circular. Y ésta ha sobrevenido como el producto de una caída, de un estado de decadencia intrínseco a la misma humanidad. Es decir que la ciclicidad del tiempo no ha sido el producto de una situación necesaria, sino de un acto voluntario por el cual el hombre se ha apartado de un estado primordial o edad áurea o Paraíso terrenal, etc.

 

¿Y por qué la ciclicidad se ajustaría mejor que la linealidad al curso de los hechos históricos? Justamente porque, al producirse la caída del hombre, el tiempo, como una de las varias manifestaciones de su ser en decadencia, va asumiendo cada vez más, a medida que transcurre, la forma más cercana a la materia cual es la reiteración homogénea de los hechos. Así pues, de la misma manera de lo que sucede en la naturaleza física:

 

1) Los hechos quedan encadenados en un ciclo repetitivo: las edades se suceden en modo necesario.

2) A su vez, a medida que se ahonda la materialización del tiempo, se acentuará la asimilación del acontecer humano con el fenómeno físico de la aceleración. Así como de acuerdo a la Física la caída de un cuerpo acrecienta su movimiento a medida que se acerca al centro de la Tierra, de la misma manera un ciclo, al aproximarse a su faz terminal, aumenta ilimitadamente el movimiento de la caída. Y estamos entonces en la Edad de Hierro.

3) Los períodos pueden ser previstos con antelación, así como acontece con los fenómenos propios de las ciencias fácticas. Aunque es bueno señalar que tales previsiones no pueden tener la exactitud de estas disciplinas pues nunca la materialización del tiempo es absoluta y siempre queda un resquicio aun remoto de espiritualidad, aun en las eras más decadentes, que hace que las etapas puedan prolongarse o acortarse.

 

Por otra parte el tiempo puede llegar a enloquecer, los acontecimientos sucederse de manera vertiginosa y sin embargo ello no significar la conclusión del ciclo. Vale aquí entonces lo expuesto en otro artículo: "cuando el final parece más cercano, mayores profundidades adquiere el abismo de la caída"... "la decadencia puede prolongarse en el tiempo, como un proceso de muerte infinita, como una caída abismal en la que se hiciese cada vez más indeterminado el saber en qué momento acontecerá la detención" (6). Por ello es que la conclusión del ciclo, así como su inicio dependerá única y exclusivamente de la libertad humana.

 

2. La Meta-historia

 

Antes de la Historia existió la Metahistoria. Las razas boreales de hombres inmortales no vivieron entonces los cambios abruptos y repentinos que hoy conocemos con el nombre de Revolución, aunque sería más propio hablar de Subversión (7). Clásicamente la Revolución poseía un significado que aun hoy residualmente conserva la Astronomía: era un movimiento ordenado de las partes alrededor de su centro rector el cual, a similitud de un motor inmóvil, movía sin ser movido orientándolas y atrayéndolas a sí como una causa final que permitía que éstas realizaran su naturaleza propia. Tal principio metafísico supremo y organizador recibía en la esfera social simultáneamente dos nombres: era por un lado el Estado, por lo que señalaba, como su misma palabra lo indica, una instancia de permanencia, estabilidad e inmutabilidad, siendo analógicamente como un Sol que irradia luz y calor a todas las partes que de él participan. En segundo término se llamaba Imperio, pues era un principio de mando y de gobierno, una causa formal y eficiente que regía la vida de los hombres, permitiéndoles, al hallar y realizar su propia medida, elevarse hacia una instancia superior de eternidad. La función de gobierno consistía pues en realizar en las partes múltiples que componen la trama social la dimensión del espíritu y de la libertad otorgando un sentido supremo a todas las acciones, de este modo, aun la más humilde de sus actividades, por tal irradiación y orientación, se sentía multiplicada y dignificada.

 

Por debajo, el cuerpo social se hallaba ordenado a partir de tal principio organizador en un tramado de castas diferentes. Las castas eran funciones que proyectaban socialmente las distintas formalidades de las que participa el hombre en cuanto a su naturaleza propia. En tanto éste es espiritual y partícipe de la eternidad, vinculado y proyectado hacia lo que es más que mera vida, pertenecía a aquel grupo de personas que realizaban a nivel social el valor de lo sagrado. Esta era la casta sacerdotal y sus instrumentos propios eran el rito y la consagración.

 

Por el primero, instauraban en el tiempo del devenir el no-tiempo de la eternidad, evitando así que por la contaminación secular que todo lo corroe, los hombres cayesen disgregados por los múltiples afanes que habitualmente los agitan al imprimirles un temple superior. Por el segundo otorgaban carácter sagrado y divino a lo que en apariencias era tan sólo profano, estableciendo de este modo un lazo, una continuidad ontológica entre este mundo y uno superior. Así pues teníamos las consagraciones regales por las cuales quien era coronado rey adquiría por tal acto la dimensión de pontífice, esto es, un hacedor de puentes entre la Tierra y el Cielo, una figura e imagen divina en el seno de la humanidad. A través del sacerdocio toda acción se convertía en un rito y toda realidad en un símbolo, oficiando de puente, de punto de apoyo para elevarse hacia el más allá de lo que es puramente humano.

 

En segundo lugar viene la función psíquica, la cual tiene por fin el de representar un principio de orden y racionalidad del organismo humano y viviente evitando que todo aquello proveniente de la función animal y sensitiva, los instintos e impulsos que suelen desencadenarse bajo la forma de caprichos, deseos y modas irrefrenables, determinen al hombre conduciéndolo hacia la disgregación temporal, hacia el ámbito de lo que es puramente múltiple y caótico. Tal función a nivel político era asumida por la aristocracia, esto es, aquel grupo de hombres seleccionado desde la cuna y por una larga experiencia pública para dirigir y moralizar a la comunidad evitando que las clases sociales vinculadas a las dimensiones animales y puramente biológicas del hombre, desencadenen en el contexto social enfermedades o desórdenes tales como la avaricia, la usura, la lujuria y toda otra clase de desenfreno irracional por lo mutable. Tal clase tenía una función eminentemente ética; lejos se estaba del maquiavelismo que separaba tal dimensión de la política. Y recibía del sacerdocio y de su creación viviente, el Emperador, una dirección existencial por la que conducirse.

 

En tercer y cuarto término vienen los dos órdenes pertenecientes a la esfera material: primero el correspondiente al nivel biológico animal del que el hombre participa por el cuerpo en tanto ser viviente y sensitivo y luego el nivel físico-vegetativo, en tanto ser sometido a los procesos elementales del cambio incesante y movimiento y a la función vital puramente vegetal y nutritiva de mero individuo que crece, se reproduce y muere en forma continua, vermicular y reiterativa.

 

Tales dimensiones, correspondientes a la naturaleza material, se manifiestan socialmente a través de las clases económicas en dos órdenes claramente diferenciados a nivel funcional y existencial. Primero se encuentra aquella que ordena el proceso productivo, estableciendo metas al mundo del trabajo, tratando que el mismo se oriente hacia la organicidad funcional propia de lo que es vida sensitiva y luego encontramos aquella que, apegada más al plano físico y al no tener en sí misma el principio del movimiento, carece de cualquier finalismo y organicidad y solamente ejecuta en forma mecánica y necesaria, sea lo que la clase que le es superior, sea sus meros instintos, le ordenan. En el primer caso tendríamos a la clase de los empresarios o de la que se conociera antes como de los "capitanes de industria", para quienes el proceso productivo se asocia a la inventiva, la empresa es concebida aquí como un ejército, la producción a un desafío en el que triunfa quien se destaca por su ingenio y el mercado un campo de batalla en el que sobresalen la aptitud y habilidad para perpetuarse y vencer. En el segundo estaría la de aquellos que por sí mismos no ven en la economía nada que la trascienda, que endiosan el dinero, el consumo, el placer y el trabajo como oscura necesidad; siendo ésta la clase que debe seguir las más férreas reglamentaciones para poder vivir la existencia libre del espíritu.

 

De este modo, una sociedad humana alcanza a realizar su equilibrio y armonía cuando las cuatro clases que la componen cumplen con la función que les corresponde. Que las mas altas orienten a las inferiores y que éstas les respondan con lealtad y fidelidad recíproca.

 

Un principio resumía el espíritu del mundo metahistórico de la Tradición y era el de la equidad que rezaba: "a cada uno lo suyo"; que cada naturaleza cumpla con la función que le corresponde y no pretenda insubordinarse y violentar la propia condición. Este principio fue ilícitamente confundido más tarde con el de la igualdad.

 

Toda la trama social podía resumirse en las siguientes normas: a) que la clase sacerdotal, sacralizando a la clase política, dé contenido trascendente a la función moralizadora que ésta personificaba. b) Por debajo, las clases económicas, conducidas por normas espirituales, moderaban sus apetitos materiales haciendo que la economía sirviese al hombre, así como el cuerpo sostiene y es informado por el alma y no a la inversa. De modo a su vez que la materia mecánica que no es movida por sí misma, sea dirigida hacia la finalidad de lo orgánico viviente. Que la vida respete el fin de los bienes morales que le propone el alma para conducirla a la libertad y que lo psíquico-político trascienda el orden de la temporalidad alcanzando la meta de lo sagrado que le ofrece el sacerdocio. Y que en su cúspide más alta el que manda, quien personifica al Estado que representa el equilibrio rector del mundo de la Tradición, plasme este orden existencial conduciendo esta vida hacia la otra vida.

 

3. La Historia

 

¿Cuál es la razón por la que una sociedad de hombres libres, orientada hacia la eternidad, haya surgido la decadencia en un grado cada vez mayor e ilimitado hasta llegar a la instancia crepuscular en la cual hoy nos encontramos? No ha sido una fatalidad, como dijéramos anteriormente, sino más bien el resultado de la ruptura de un equilibrio entre las partes diferentes que la componían. Es como si en un determinado momento se hubiese operado algo equiparable a un cortocircuito, a un cansancio existencial, a un aflojamiento de los lazos que mantenían unido al organismo social.

 

Evola concibe la ruptura del orden de la humanidad normal como un proceso de simultáneo relajamiento y tensión recíproca entre las dos naturalezas de las que participa el hombre, entre el principio rector, de carácter espiritual, y lo que es por él regido, el orden de la materia. Todo acontece como si por una especie de agotamiento el que manda dejase de ser sol y causa final de las partes singulares, en que la casta de los espirituales decae renunciando a realizar su función de orientación y dirección de la materia. Y entonces es cuando sobreviene el modo propio de esta última, cual es un estado de pasividad, "la impotencia de cumplirse a sí mismos en una forma perfecta, de poseerse en una ley"(8).

 

El materialismo, modalidad propia de la segunda naturaleza o principio al que pertenece el hombre, va desencadenándose como un proceso lento que abarca desde los mismos inicios las distintas etapas sucesivas que componen el devenir histórico. Más aun, el materialismo se equipara al mismo mundo del devenir y del cambio. Así como la Metahistoria representa el acontecer del espíritu, la Historia es en cambio aquí entendida como el despliegue de la naturaleza material en tanto va perdiendo paulatinamente los lazon que la subordinan a la esfera espiritual: planteo éste totalmente contrapuesto a una perspectiva hegeliana.

 

Es importante establecer aquí los distintos alcances que puede poseer el vocablo materialismo. En un sentido metafísico entendemos por ello a aquella concepción que considera a la materia como la sustancia que origina y fundamenta la realidad. Desde una perspectiva histórica y aun marxista representaría en cambio la concepción que considera que el móvil último del devenir humano es la satisfacción de las necesidades materiales y económicas. Hay un tercer materialismo que está en el trasfondo e los restantes y que podría asimilarse al empirismo y que Evola considera como "el verdadero materialismo de los modernos" por el cual para tal "tipo humano su experiencia no sabe sino captar cosas corpóreas" (10). Pero además existe una forma aun más profunda de materialismo asimilable al contenido etimológico de tal palabra. Como dijéramos, materia viene de "mater" que significa madre, esto es, principio de generación, pero determinado por la acción de otro, en virtud de la pasividad propia del sexo femenino.

 

Así como desde un punto de vista metafísico el espíritu es lo activo que informa y gobierna y la materia es lo pasivo que es formado y orientado, de manera correspondiente, a nivel físico tal vínculo se expresa en la dupla sexual hombre-mujer a través de las características propias de estas dos dimensiones diferentes y complementarias. Es decir que se trataría aquí de la materia en un sentido cualitativo y no cuantitativo tal como se la concibe, de acuerdo a Guénon, en los tiempos últimos. Y así como lo propio de la materia es su aptitud por ser determinada por la forma, lo que es propio de lo femenino es ser conducido y regido por lo masculino.

 

Entenderíamos entonces por materialismo en su grado primero y principal a esta tendencia a la insubordinación de lo que es pasividad y potencia contra aquello que es forma y actividad. Partiendo pues de esta perspectiva el materialismo no se nos presenta en primer término -tal como acontece en los tiempos actuales- como una estereotipación de las ciencias en detrimento de la religión y la Metafísica, sino que se expresa como una inversión en relación entre la dupla espíritu-materia y hombre-mujer. Ello aparece primeramente en formas religiosas que acentúan el carácter pasivo y dependiente del hombre. Es cuando se sustituye lo viril por lo materno, cuando la procreación aparece como el acto principal de la especie, primero en importancia. La mera existencia biológica es reputada como un verdadero milagro que debe ser incesantemente agradecido y que suscita asombro y devoción. La vida va sustituyendo de a poco a la supra-vida, la que es relegada hacia un más allá, recóndito y lejano.

 

Aparecen también como principales divinidades de carácter femenino; la Luna y las deidades nocturnas se sitúan en el lugar primordial ocupado antes por el Sol. Al nomadismo, en tanto búsqueda incesante y realización de lo absoluto le sobreviene la actitud sedentaria y al culto por los dioses olímpicos, que son más que hombres en tanto hombres absolutos, se le sustituye la veneración por la Madre-Tierra acompañando esto con ritos y alabanzas por las semillas y cosechas abundantes. La sociedad se ha hecho entonces matriarcal. Esta pasividad se transmite entonces a la relación del hombre con su Dios; nace así el estado de sometimiento y abandono pasivo a su Absoluta Voluntad, la resignación por el propio estado insuficiente que es más una renuncia por "cumplirse a sí mismos en una forma", el Fatalismo, la dependencia, la espera en una Gracia Providencial que paraliza la propia iniciativa y hunde en la desesperación.

 

Podríamos decir que esta primera insubordinación o ruptura acontecida en los albores mismos de la humanidad ha puesto fin a la armonía, equilibrio y correspondencia entre las dos naturalezas esenciales del hombre, propia del estado primordial. Ha sobrevenido en cambio una dialéctica de radical enfrentamiento entre ambas que recorrerá siempre y de manera recurrente la historia de las más variadas civilizaciones y culturas.

 

Generada tal escisión entre ambas naturalezas, el materialismo adquirirá tres formas sucesivas y cada vez más decadentes, alejándose así de lo que es acto y unidad primordial hasta llegar al grado más próximo de la potencia pura y la disolución individual y caótica en lo colectivo. Primero se manifestará bajo la forma de un puro humanismo sin trascendencia y de un Estado reducido al papel de mera fuerza exterior y material. Y esto se conocerá como el absolutismo. Luego le sobrevendrá el optimismo por el progreso material y el endiosamiento de la economía con el liberalismo de los siglos XVIII y XIX que viviera nuestra civilización. Por último, con el hedonismo o consumismo, o tecnocratismo, en donde el hombre, liberado ya de cualquier ideal, llámese aun Progreso material, tan sólo "vive" y disfruta del presente y estaríamos entonces en la época actual.

 

4. Las etapas del ciclo occidental

 

Volvamos ahora a la idea anteriormente formulada. La caída del mundo de la Tradición originada en los albores e la humanidad y de la cual las grandes religiones conservan en sus relatos reseñas concordantes, ha generado un fenómeno de tensión dialéctica que podríamos llamar propiamente como el verdadero motor de la Historia. Es esta lucha permanente entre dos principios contrapuestos: uno olímpico y otro titánico, uno solar y otro lunar, uno masculino y otro femenino, en fin, uno espiritual y otro material.

 

Dicho fenómeno aparece en forma recurrente y de manera imperfecta en todas las grandes civilizaciones y aun en modo más larvado en las mismas cultura nacionales. A raíz de esta caída primordial cada una de estas manifestaciones del espíritu comienza siendo en sus orígenes un principio organizador de lo múltiple que pretende plasmarse y realizarse. Occidente desde la época clásica y la Edad Media trató de lograrlo a través de la figura del Imperio. Primero con Alejandro Magno, más tarde con Augusto, finalmente con el Sacro Imperio Romano Germánico.

 

Tal institución representaba el principio rector trascendente que ordenaba y elevaba a las distintas partes representadas por las múltiples nacionalidades que componían el espectro de Europa. ¿Cuándo sobreviene la ruptura de la unidad occidental? Nuevamente apelando a la dialéctica espíritu-materia, o también espiritualidad solar versus espiritualidad lunar, o principio masculino versus femenino, Evola lo encuentra en plena Edad Media con la doctrina del papa Gelasio y el consecuente conflicto por las investiduras. Antes, en la Antigüedad y en la Alta Edad Media, el sacerdocio cumplía con el rol específico de consagrar y no consideraba que este hecho le proporcionara una superioridad ontológica sobre el Imperio (10).

 

Ahora, luego de las doctrinas de Gelasio y de Gregorio VIII, sobreviene el primer desencuentro y el verdadero origen de la subversión moderna que es cuando la Iglesia quiere sustituir al Emperador al considerar que el hecho de haberlo consagrado le otorga superioridad ontológica, así como antiguamente se reputaba la Madre como superior en cuanto procreaba. No es casual que el Papado, al considerar su mayor jerarquía titule aun hoy a la institución que representa como la Madre Iglesia.

 

De este modo, al quitarle al Imperio su carácter trascendente y divino, dará origen a lo que más tarde sería en forma secularizada la democracia, al sostener la primacía de las nacionalidades (más tarde convertidas en naciones) y así el Estado, al perder su carácter sagrado, se convierte en el mero organismo encargado de asegurar el bien común. Se inicia así el fenómeno que luego se convertirá en la transformación de la función de gobierno en una tarea de "buen administrador".

 

Históricamente tenemos coronado este hecho con el apoyo de la Iglesia a la rebelión de las Comunas del norte de Italia en contra del emperador Federico Barbarroja.

 

Esta primera ruptura entre el sacerdocio y el Imperio, tal desinteligencia recíproca iniciará en Occidente la era de las Revoluciones, también conocida como de las edades sucesivas y duraderas de acuerdo a la consistencia del metal que representan. Rota la unidad política y espiritual de Occidente, confundidas las funciones, la Iglesia se mostrará incapaz, por su espiritualidad lunar fundada en el temor por los castigos eternos y en el pecado, más que en la imagen divina, heroica y victoriosa del Imperio, de convertirse en la instancia trascendente mantenedora de la unidad política.

 

En virtud del principio de degradación de las castas expresado por René Guénon (11), habiéndose desacralizado el poder político, "privando a los jefes del crisma de un más alto principio, empuja a la sociedad hacia la órbita de las fuerzas inferiores las que paulatinamente toman la primacía. En general es fatal que, cada vez que una casta se rebela contra la superior y se constituye a sí misma, pierda el carácter propio que poseía en el conjunto jerárquico para reflejar en de la casta inferior" (12).

 

Así pues las mismas partes que antes se habían aliado con la Iglesia en contra del Emperador hoy se le sublevan a ésta y las particularidades, convertidas en naciones, "santificadas" luego por el protestantismo con su doctrina de los reyes comprendidos como "lugartenientes de Dios" se convierten en el poder absoluto sustituto de una autoridad suprema y trascendente. He aquí entonces la primera revolución, la del poder político que se subleva en contra de la autoridad espiritual representada en primer término por el Emperador y la estructura que lo acompañaba, las órdenes ascético-guerreras de la caballería, realizadoras de las Cruzadas y en su faz ya decadente, por la Iglesia rodeada por la estructura mística del monacato. El materialismo adquiere ahora la forma de Humanismo Renacentista, de relativismo, en tanto reivindicación del "libre examen" y aun de "nacionalismo" en cuanto valoración exacerbada de lo propio y singular desgajado de cualquier valor universal (13).

 

Individualismo, relativismo, fuga y procesión de lo Uno hacia lo múltiple, ésta es pues la tendencia que se inaugura a través de un proceso de enloquecedora agitación cada vez más descendente. El monarca se aliará luego con la burguesía contra la aristocracia feudal para consolidar su autoritarismo, así como antes el Papado lo hiciera con los mercaderes de las ciudades lombardas para doblegar al Emperador. Se habrá preparado entonces el camino para la segunda revolución, la de la economía burguesa contra su otrora aliado, el absolutismo monárquico, representado ello con el liberalismo de la Revolución Francesa. Aquí el materialismo se manifiesta ya en forma abierta y hasta metafísica. La materia pasa a ser la "panacea" para el hombre y su posesión permitiría el "Progreso" de la humanidad a través de la "ciencia". La burguesía en su revolución acudirá a la alianza con la plebe, la casta más baja de los siervos, a los cuales "liberará" de las cadenas de la "ignorancia" y la "superstición" tratando de hacerlos adeptos de sus utopías "racionales", de su creencia en la Democracia, la Paz y la Gran Jauja universal.

 

Mas he aquí que también sobreviene la tercera revolución de los siervos, conocida como la Edad de Hierro del comunismo, la Revolución Rusa de 1917. No debe ser confundido ello necesariamente con una de sus tantas manifestaciones, la ideología marxista-leninista, ni con sus sucedáneos, sino más bien comprendida como la época de la sustitución de lo individual propio de la sociedad burguesa por lo colectivo y masificado, el hombre que por debajo de lo puramente animal, representado por la burguesía, desciende al rol de engranaje de una máquina o mero animal domesticado. Los estímulos y campanillas del perrito de Pavlov son ahora las señales televisivas, los conciertos rock, la propaganda subliminal. Es un hombre que no piensa ni razona, sino un ser que responde por reflejos condicionados y que, al fallar éstos o suspenderse, por la imperfección de la máquina, el mecanismo sustituto satánico del principio espiritual ordenador, suplantada la Revolución por la subversión, sobrevienen repentinas conmociones, vacíos existenciales, hoy conocidos como estados de nihilismo o violencia irracional, que dejan al mundo en la más fría inseguridad de lo abismal.

 

Habremos llegado así al final del ciclo, a la instancia más cercana a la potencia pura, a lo que es casi nada.

 

Alcanzado este punto, nuevamente vuelve a plantearse la disyuntiva inicial que diera inicio al ciclo de la decadencia. ¿Preanuncia la caída el "reenderezamiento" o la restauración de una humanidad normal? ¿Tiene cabida el mito cristiano apocalíptico del fin de los tiempos resumido por Lutero en su frase de que "por las puertas del infierno se ingresa al Cielo"?

 

Nuevamente es diferente la respuesta evoliana: "Queda indeterminado saber si al final de un ciclo se instaurará uno nuevo". Está presente aquí la idea de libertad a través de la acción osada de una nueva orden de la caballería.

 

Concluyamos con esta frase de Evola. "La sociedad medieval nos deja su testamento en dos leyendas. La primera es aquella, según la cual en la noche del aniversario de la supresión de la Orden de los Templarios, todos los años una sombra armada con la cruz roja sobre el manto blanco aparecería en la cripta de los templarios para preguntar quien quiera liberar el Santo Sepulcro. "Ninguno, ninguno, es la respuesta, porque el Templo está destruido". La otra es la de Federico II que, sobre las alturas del Kifhäuser, en lo interior del monte simbólico, seguiría viviendo con sus caballeros en un sueño mágico. Y espera: espera que el tiempo señalado haya llegado para descender en el valle con sus fieles para combatir la última batalla de éxito seguro de la cual dependerá el reflorecimiento del Arbol Seco y el surgimiento de una nueva edad" (14).

 

 

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