ROSAS, EL GIBELINO

Lic. Marcos Ghio

Centro de Estudios Evolianos - Abril 1996

 

Mucho se ha escrito sobre la figura insigne de quien fuera el gran hacedor de la integridad nacional de la Argentina, el Brigadier don Juan Manuel de Rosas. Sin embargo, hay un acontecimiento de su historia que no ha sido tratado adecuadamente ni con la suficiente amplitud, cuando no soslayado y disminuido en su importancia, a pesar de su enorme trascendencia, en razón del tema para muchos urticante del que se trataba. Ello ha sido lo referente a la relación que tuviera Rosas con la Compañía de Jesús durante su gobierno.

 

Al respecto recordemos brevemente los hechos. En 1836, cuando se hallaba en la plenitud del poder y cuando había concentrado sobre sí funciones dictatoriales, Rosas invitó a la Compañía a regresar al país luego de su anterior expulsión que se remontaba a la época colonial, en 1767. Ello se habría debido a que el Restaurador, quien se encontraba en ese entonces en una dura batalla en contra de la modernidad, representada a nivel intelectual por el sector rivadaviano e iluminista, componente del partido unitario, trataba de contraponerle la acción organizada del catolicismo tradicional. Los jesuitas gozaban en el mundo de entonces de un gran prestigio intelectual y educativo, siendo reputado su método, el de la RatioStudiorum, como de un elevadísimo y muy eficaz nivel. Fue así, como desde su retorno a la Argentina, se le brindó a la Compañía en muy alto crédito, otorgándole los mejores edificios y mobiliarios escolares de los que se disponía.

 

Sin embargo, a pesar de las excelencias mencionadas, y no obstante el buen desempeño educativo que los mismos demostraban, al poco tiempo de su retorno comenzaron a gestarse duros conflictos con el Restaurador. Los mismos se debieron fundamentalmente a que tal Orden, en razón de los principios por los que se regía, no quería aceptar ciertas obligaciones que se exigían en ese entonces al clero secular en el ejercicio de sus funciones. Por ejemplo se sentía reacia en aceptar que en los sermones religiosos se indicara la necesidad de que todos los fieles adhirieran a la Santa Causa Federal. Pero hubo un hecho que agudizó aun más las diferencias y fue cuando se impuso que la imagen de Rosas e incluso la de su esposa, doña Encarnación Ezcurra, tuviesen que ser ubicadas en los altares de las Iglesias en forma obligatoria y fuesen veneradas por las multitudes como si se tratase de seres de naturaleza sagrada, asimilables a los más grandes santos de la religión y se exigiese a su vez del clero que les rindiera reverencia y que las incluyera en las mismas actividades litúrgicas. Ello chocaba sobremanera con las normas de la Compañía, para la cual el poder político era una institución tan sólo de carácter temporal y carecía consecuentemente, en todos sus miembros, de atributos espirituales y de sacralidad, siendo ello una dimensión y prerrogativa atribuida exclusivamente a la Iglesia.

 

Es de destacar al respecto que tal postura representada en ese tiempo a la posición que tradicionalmente había sostenido en el seno del catolicismo la corriente que asumiera la denominación güelfa durante el conflicto por las investiduras que se sostuviera en plena Edad Media; para ésta el gobernante debía ser meramente un buen administrador, encargado de asegurar el bien común y de tan sólo ayudar a la Iglesia, aunque apenas subsidiariamente, en la función santificadora y pastoral que ésta tenía con las almas; pero encontrándose en sí mismo carente de cualquier crisma o carácter de sacralidad. Recordemos al respecto la teoría del teólogo jesuita Francisco Suárez, verdadero antecedente de la democracia moderna, para el cual al monarca el poder le venía de Dios, pero tan sólo a través de la mediación del pueblo y de la Iglesia, en tanto intercesora, siendo así pues simplemente un delegado o un mero representante, en cualquier momento recambiable por un contrato constituido entre las partes (aunque no la simple muchedumbre, como en Rousseau) de la nación.

 

Esta actitud de desacralizar al poder político, que en los jesuitas asumirá la forma más exacerbada en el seno de la Iglesia, al quitarle al gobernante cualquier función de carácter espiritual y trascendente, quedando reducido a un papel meramente humano y por lo tanto pecaminoso, era lo que por otra parte generaba en forma indirecta una gran coincidencia con la postura de los unitarios liberales, quienes justamente también criticaban y combatían a Rosas esa pretensión "soberbia y tiránica" de creer a su gobierno como de carácter sagrado, en tanto habría sido ungido por la misma Providencia Divina.

 

Esta fue sin embargo, a pesar de tales críticas, la gran intuición y originalidad que tuviera el régimen de Rosas, lo que propiamente lo distinguió de otros y que por lo tanto lo ubica a éste propiamente como un gobernante gibelino, el único que tuviera la Argentina en toda su historia; ella consiste en haber concebido lo sagrado no como una realidad ausente del mundo y hallable tan sólo en iglesias y conventos, sino como un principio que debía estar vivo y presente en todas las acciones sociales de los hombres, actuando el gobernante, a través de una auténtica liturgia del Estado, como un verdadero pontifice, es decir, como un centro espiritual a través del cual los demás integrantes de la comunidad se reconocían a sí mismos en una dimensión trascendente. La función política era así cualitativamente diferente de la social; se encuadraba en una instancia de espiritualidad y de sacralidad de la cual toda la sociedad participaba, así como también y en manera eminente el mismo clero a través de la administración de los ritos, brindando los sacramentos y consagrando las acciones.

 

Rosas, de este modo y a partir de esta óptica, no fue simplemente mero "defensor de la soberanía nacional", imagen a la cual lo ha reducido la historiografía marxista y aun la de cierto nacionalismo; él representa el primer serio intento por querer instaurar la religión como práctica en el seno de toda la vida social y principalmente en la función política a la que se le asignaba un valor más elevado y trascendente que el que habitualmente posee en el mundo moderno. El Estado, a través de la figura de su jefe, el Caudillo, era una dimensión metafísica, superpuesta al resto de la sociedad y presente absolutamente en todo a través de su crisma y prestigio sagrado que informaba aun a la más insignificante de las acciones humanas. Se equiparaba así a la figura del antiguo rey de las monarquías tradicionales, así como a la del sacro emperador medieval. Era de tal modo lo opuesto exacto a los actuales "gobiernos" de la modernidad que cada vez gobiernan menos y administran más, que a pesar de estar constantemente "achicándose" en forma cotidiana, se entrometen cada vez con mayor vigor y de manera totalitaria en la vida privada de las personas con sus peines informáticos y sus corrupciones minúsculas.

 

La renuencia de los jesuitas en participar de tal vida simultáneamente política y religiosa representa una nueva irrupción del espiritu judeocristiano en el seno de nuestra sociedad, en su intento por secularizar tal poder y recluir lo religioso en los templos y en la vida privada, humanizando al Estado y coadyuvando asi con el impulso hacia la gran decadencia burguesa que hoy vivimos. La acción jesuítica representa la desacralización de la existencia a través del menoscabo de su función más elevada, la política, y de su figura principal, el Caudillo, el que queda reducido al rol de mero servidor del pueblo y de "susnecesidades". Este mismo hecho, esta actitud de franca rebelión hacia el poder político había sido en su momento la causa de la primera expulsión de la Compañía en plena época colonial, lo cual coincide históricamente con el período en que se oparará la fundación de nuestro Estado, el virreinato del Río de la Plata.

 

La actitud de Rosas de expulsar a los jesuitas fue un acto de altísima dignidad y de reafirmación del verdadero y tradicional catolicismo ante las tendencias secularizadoras y antropocéntricas representadas por la Compañía.

 

Sin embargo es de destacar aquí que tal medida fue insuficiente pues la acción ya realizada por ésta, contaminando a otras órdenes al quitarles carácter espiritual y convertirlas en verdaderas burocracias, impedirá que la acción cultural y educativa que Rosas pretendía realizar fuera sustituida por otra. Recordemos al respecto las permanentes denuncia y persecuciones que los grandes místicos españoles pertenecientes a órdenes diferentes de los jesuitas, como un San Juan de la Cruz o una Santa Teresa, para no citar a otros, tuvieron que padecer de manos de los maestros espirituales pertenecientes a la Compañía por haber pretendido salir de una vía puramente humana y discursiva y alcanzar la esfera de la contemplación infusa, que no estaba al alcance de todo el mundo y que por lo tanto establecía jerarquías espirituales para nada aceptables para un espíritu masificador, "humanista y democrático", propio de tal Orden, la que representa un verdadero antecedente teológico de la moderna democracia cristiana. Es decir que Rosas no pudo contar con el sustituto adecuado de una Orden religiosa que actuara en la función educativa necesaria para la formación de élites alternativas anta la intelectualidad unitaria. Fue la carencia de una escuela rosista lo que explica el rápido colapso del tal movimiento tras la derrota de Caseros.

 

Un capítulo aparte merecen las interpretaciones que diversos "rosistas" modernos realizan acerca de las desavenencias entre Rosas y la Compañía. Caracterizados por la miopía y la obsecuencia clerical que los ha caracterizado siempre, reducen el conflicto a un mero malentendido entre las partes. Así pues interpretan que como "Los Jesuitas son un organismo supranacional Rozas no estaba en condiciones de entender nada que no fuese nacional. El malentendido era inevitable" (Carlos Ibarguren). O también, puesto que los jesuitas habrían sido tan sólo asépticos educadores, indiferentes al problema político, ello habría chocado con el exclusivismo federal para el cual, o se estaba a favor o en contra del régimen, por lo que la actitud de "no interesa" los habría convertido automáticamente en unitarios (En Revista Estudios, n.351, pgs.307-312, Bs.As., septiembre de 1940). Nada más ingenuo que esto último, cual es ignorar el carácter político e intrigante que siempre tuvo la Compañía desde los orígenes mismos de su historia, por lo que resultaría absurdo suponer que con el régimen de Rosas habría hecho una excepción.

 

El ahondamiento y profundización por parte de los historiadores no sujetos a prejuicios ni a compromisos ideológicos de esta perspectiva gibelina abierta por Rosas permitiría perfilar los pasos de una nueva corriente nacionalista no comprometida con ninguno de los sectores del régimen.

 

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