TRADICIÓN Y GEOPOLÍTICA

A propósito de ciertas teorías hoy en vigencia.

Lic. Marcos Ghio

 

Samuel Huntington, politicólogo norteamericano y uno de los principales referentes doctrinarios del régimen en la actualidad vigente en tal país, ha sostenido, en contraposición a las posturas iluministas, instauradas años antes por su compatriota Fukuyama, que el motor de la historia es la lucha incesante entre civilizaciones rivales, las cuales, a pesar de asumir en su seno muchas veces tintes ideológicos diferentes e incluso en apariencias antagónicos entre sí, más allá de los mismos rige una finalidad muy precisa, habitualmente inconsciente, la de hacer primar el propio poder en detrimento de las restantes.

 

Una civilización sería pues, de acuerdo a su óptica, el modo como un grupo de personas con caracteres que les son comunes asume su manera de ser afirmando su personalidad ante los otros que se le contraponen, llevando de este modo a cabo el propio instinto de supervivencia, es decir, obedeciendo a una regla que informa a la naturaleza toda por la cual la vida tiene como meta principal la persistencia y la expansión de sí misma. Todo lo cual alcanza su forma más neta, coherente y contundente en el momento en que una civilización se encuentra regida por un principio único y rector para todos sus integrantes, el que alcanza su vigor mayor cuando se expresa a través de una forma religiosa, la cual, desde tal perspectiva, no debería ser comprendida principalmente como el camino por el que una comunidad pretende vincularse con lo trascendente, superando así su inmediatez, sino en cambio, a la inversa, como la manera como ésta se afirma a sí misma ante las restantes tratando de doblegarlas ante el poder de su voluntad. Y ello estriba en el hecho principal de que la religión está fundada en principios que son en el fondo irracionales, como lo es también el hecho de que la vida deba siempre ser y expandirse ilimitadamente; toda religión se basa en una fe colectiva, la cual no hace más que expresar en el fondo, de manera mecánica e inconsciente, el modo como una comunidad se afirma a sí misma y sobrevive así en la lucha en contra de las que la circundan y disputan.

 

Ante este panorama francamente desolador digamos que en verdad a muchos no deja de resultarnos trágico aceptar que la vida sea un fin en sí mismo y que se exista simplemente para que ésta se perpetúe a través de los que ahora nos encontramos aquí, de la misma manera a como lo fuera anteriormente con todos los que nos precedieron. Y también de que sea ella la que en el fondo nos juegue a través de todas nuestras manifestaciones y acciones, mas allá de nuestra voluntad propia, de nuestros impulsos y deseos, haciéndonos asumir una fe irreflexiva por la cual, a través del irracional impulso por el que se considera que es en nosotros únicamente en donde se encuentra la fuente de toda verdad y justicia, surja a partir de allí el sentimiento de un deber esencial de hacerlas triunfar por doquier, y que sea a su vez en tal acto que se encuentre el medio por el cual, al afirmar nuestro impulso de poder, realizamos de este modo la vida en tanto realidad que se nos sobrepone. Es pues de tal manera, con este accionar oculto en sus intenciones más profundas, como ésta sigue siendo y perpetuándose ilimitadamente. Y es tambien dentro de tal contexto como la religión juega un rol primordial especialmente en aquel fenómeno propio de la misma cual es lo que ha dado en llamarse como el exclusivismoreligioso. Éste consiste en considerar que sólo la propia fe es lo que salva. No es que existan caminos diferentes de vincularse a lo sagrado, distintos en función de la también diferente manera de ser que tienen las civilizaciones, sino que uno sólo, el propio, es el correcto. Los otros, los que no pertenecen a la propia forma, son concebidos simplemente como desvíos, como errores satánicos que se nos han interpuesto para apartarnos del recto camino. Por ello en el acto de conversión que una religión requiere de la otra, es decir, en la exigencia de estar sometidos a la fe propia, reputada como la exclusivamente verdadera, es como se manifiesta el instinto de dominio y de afirmación de sí que posee una determinada civilización sobre las restantes y es a su vez la manera ciega y al mismo tiempo astuta como la vida que todo lo rige continúa silenciosamente con su camino expansivo, del mismo modo a como sucede en el mundo de la naturaleza física y animal, el cual también, como el humano, está sometido a una lucha por la supervivencia entre las diferentes partes que lo componen. Por lo cual cuando en una civilización prima una determinada fe, sería natural que la misma deba ser necesariamente expansiva y excluyente, pues ésta tiene por fin principal expresar el afán de poder que en aquella se encuentra anidado y latente.

 

Es cierto sin embargo que en algunas circunstancias la fe en una religión trascendente puede llegar a entrar en crisis ante los avances efectuados por la razón, principalmente a través de un conocimiento científico que no puede ser siempre asimilado por una creencia religiosa. Sin embargo, cuando la certeza en un ser trascendente viene a menos a raíz de los "descubrimientos" que la ciencia ha divulgado con su saber universal y principalmente con sus "logros" tecnológicos, no significa ello tampoco que el fondo irracional que infunde a una determinada civilización necesariamente desaparezca. El principio de la vida que siempre está presente inmediatamente encuentra un sustituto ante tal menoscabo. Tal lugar pasa a ser ocupado entonces por la ideología, la cual es en el fondo también una religión aunque de carácter secular, es decir, se trata de una fe que, si bien carece de la aceptación de un Dios y de la trascendencia, sin embargo conserva de la forma superada el trasfondo irracional y fanático que es también propio de todas las religiones, el cual siempre es necesario sostener y alimentar a fin de que la civilización sobreviva.

 

De este modo si las ideologías en sus comienzos se nos presentan como contrapuestas a las religiones, apareciendo como sus sustitutos laicos y seculares, con el tiempo en el seno de la civilización tales asperezas son limadas pasando las dos a integrarse recíprocamente. Así pues, si bien el Occidente cristiano ha ido suplantando con el tiempo la importancia en la religión católica por la fe en la Democracia y en el Mercado, ello no ha significado tampoco la desaparición de la Iglesia, la misma no ha dejado de asumir y de subordinarse a tales valores, en especial luego del último Concilio. De la misma manera el Oriente Cristiano, el que adoptara la forma histórica de la civilización bizantina, luego de haber asumido en su momento la ideología del comunismo en reemplazo del cristianismo ortodoxo originario, hoy en cambio ha morigerado los alcances de tal ideología aceptando a su vez gran parte de los valores de la religión laica del Occidente dentro de los cuales ha también encontrado su espacio "ecuménico" la actual iglesia ortodoxa. Autores varios han demostrado además con argumentos contundentes los lazos estrechos entre la religión y las formas ideológicas consecuentes, no siendo éstas sino maneras secularizadas a través de las cuales se expresa siempre el trasfondo religioso originario común a ambas civilizaciones, el del judeo-cristianismo. Así pues, el dogma de la igualdad, común sea al liberalismo democrático como al marxismo comunista, no es sino una secularización del principio cristiano originario de la igualdad de todos ante Dios en tanto seres pecadores y provistos simultáneamente de un alma inmortal. El final feliz de la historia con el triunfo del bien sobre el mal, sostenido sea por la ideología liberal democrática como por el comunismo marxista, el que se encuentra precedido por una lucha incesante entre principios opuestos, es también la secularización escatológica de tal religión en donde el mismo se consuma con un final prodigioso en donde los ángeles buenos terminan doblegando en un Apocalipsis a los ángeles malos, restaurando victoriosamente un paraíso originario.

 

Acotemos además que, si bien las civilizaciones son múltiples, éstas no son sin embargo ilimitadas. Cuatro en total, nos decía Toynbee, seguidor en tal perspectiva de Spengler y antecesor verdadero del yanqui Huntington. Lo que hace que una civilización sea tal, es decir su característica principal, es la de que ésta, en razón de un secreto instinto de supervivencia, ha sabido perpetuarse siempre a largo del tiempo, no desapareciendo nunca del todo, aun cuando, en apariencias, determinadas circunstancias parecieran mostrarnos otra cosa. Todo lo contrario, en muchos casos, cuando una civilización ha dejado de manifestarse, pues ha asimilado los valores de otra, tal silencio y muerte son tan sólo aparentes y en cambio preanuncian una preparación, la irrupción de un nuevo tiempo de resurrección y un ulterior despliegue multiplicado de energías. Según Toynbee además de las dos antes aludidas, pertenecientes al campo del cristianismo, encontramos a la medio-oriental o islámica y a la extremo-oriental o brahmánico-budista, cada una de las cuales con caracteres y modalidades distintivas muy precisas, las que ha intentando siempre hacerse valer frente a las restantes. Y si bien en tal proceso de lucha irreversible de todos contra todos el Occidente ha logrado doblegar y asimilar a sí a las otras, en tanto éstas no han sabido resistir a su embestida, el hecho de que hoy se opere una resurrección del Islam, el que desde hace siglos se encontraba sometido al avance del Occidente, no hace sino confirmarnos aquella teoría que sostiene que lo que pertenece a la esencia de las civilizaciones es que nunca mueren ni desaparecen del todo. El Islam, luego de un periodo de retroceso posterior a varios siglos de expansión incontenible, tras el gran impacto acontecido en el siglo XVI, con el descubrimiento de América y de la imprenta por parte del Occidente, hoy comienza a querer volver a asumir una iniciativa de lucha y antagonismo, como intentando tomarse una revancha luego de un largo período de silencio que no ha sido en verdad otra cosa que una acumulación discreta de energías. Si bien la civilización medio-oriental durante un cierto período ha asimilado el impacto de Occidente sometiéndose y aceptando sus valores, el mismo ha sido tan sólo aparente y superficial, pues con el tiempo ha ido desarrollando, de manera primero escondida, un fuerte movimiento de antagonismo y lucha, de retorno a sus valores raigales de civilización, especialmente a través de lo que hoy se conoce como el movimiento fundamentalista.

 

No ha acontecido en cambio lo mismo con la civilización extremo-oriental, aunque no está descartado que ello pueda acontecer en otros tiempos. En el caso de ésta hemos tenido que a un proceso hacia la asimilación y el sometimiento por parte del Occidente, semejante al acontecido con el Islam, los movimientos contestatarios que le han sobrevenido han padecido de múltiples carencias, por lo que fueron derrotados fácilmente, prenunciando así un largo período de asimilación a la civilización vencedora. Al respecto los ejemplos más notorios están representados por los casos de China y de Japón. Vale la pena analizar brevemente estos dos casos, distintos por el tipo de contestación asumida, pero similares en cambio en su fracaso. En ambos países en algún momento del siglo pasado se intentó hilvanar una reacción en contra del Occidente que no tuvo éxito y que, tras el fracaso consecuente, debido a ciertas falencias en la actitud asumida, han terminado con su derrota adoptando la religión secularizada del Mercado y de la Democracia que regía en el Occidente hasta con más vigor que el asumido por la civilización enemiga. El caso de China es sin embargo diferente que el de Japón, pues allí aconteció que la reacción que se intentó organizar fue asumida utilizando las formas propias de una ideología de origen occidental, el marxismo leninismo, de un modo muy similar y casi calcado a como sucediera en el caso de la otra civilización, la cristiano oriental, concordando además con ésta en establecer como móvil religioso principal el que en ese entonces también primaba en el Occidente, el demonismo por la economía, consigna ésta asumida por sus burguesías en su fase de edad del hierro, no comprendiendo de este modo que, al aceptar sus mismos principios, se terminaba sucumbiendo ante el mismo, cosa que aconteció luego al comprobarse los "logros" mayores de la economía capitalista. Como resultado de todo ello, China es hoy en día una verdadera nación capitalista.

 

En Japón en cambio las cosas acontecieron en manera distinta. Allí la clase dirigente adhirió con fuerza al shintoismo, doctrina religiosa especialmente vinculada al culto sagrado del Emperador y opuesta a los valores economicistas de la modernidad burguesa, proviniendo así la reacción a partir de las venas más profundas de la propia civilización. Su caída sobreviene en cambio luego de una derrota militar en el momento en el cual tal figura sagrada, equivocadamente y en aras de una pretendida preservación de la propia institución, acepta degradarse al rol caricaturesco propio de los reyes democráticos de nuestros días que "reinan pero que no gobiernan", al alcance de todo el mundo, uno más y de los tantos. De este modo la deserción acontecida en la cúspide arrastrará en un proceso descendente al resto del país el cual, del mismo modo que en China ahora, asumirá con un fervor hasta patológico la sociedad de consumo propia de un Occidente degradado. El heroico harakiri del poeta Mishima, efectuado ante la humillación obsecuente del emperador Hiroito y de las posteriores secuelas de decadencia y sumisión que le siguieran a tal acto, representa simbólicamente el epílogo de una civilización que sucumbe ante el impacto de un Occidente a su vez también degradado al plano de una ideología economicista.

 

Luego de haberse hecho estas constataciones esenciales, dentro del contexto de tal teoría de la lucha de las civilizaciones, la que obviamente no es la nuestra y a la que refutaremos al final, la gran advertencia que nos lanzan tales ideólogos es que toda civilización que se precie de tal y que pretenda subsistir, y en este caso específico el alegato va dirigido al Occidente que intentarían representar, debe tener clara conciencia respecto de cuál es su principal enemigo. Liquidada la posible reacción cristiano bizantina, al respecto tales ideólogos, entre los cuales también los hay de la Iglesia católica (1), nos advierten que, en razón de su común trasfondo judeo-cristiano, tales civilizaciones no deberían ser rivales, sino íntimamente aliadas. A su vez, vencidas las dos reacciones acontecidas en el seno de la civilización extremo-oriental, con China y Japón, sólo queda la cuarta que es la que actualmente intenta presentar batalla. El Islam, especialmente en su expresión fundamentalista, se ha resistido a su avance arrollador e intenta presentarle batalla luego de un período de retroceso de unos cuatrocientos años, presentando por contraposición al fanatismo ideológico de la religión laica del Occidente otro tipo de fanatismo pero esta vez de carácter trascendentalista y sagrado, intentando retornar a los principios más raigales y originarios de la propia civilización, ya no tan sólo a un nivel político o religioso, sino incluso en el plano de las costumbres morales. Dicha reacción se asemeja a la del shintoismo budista japonés por su radicalidad y hasta ha dado expresiones similares de guerra total, tales como la resurrección del fenómeno kamikaze. Pero la gran diferencia entre aquella experiencia y ésta es que esta vez se trata de una expresión masiva y no meramente reducida a una élite como en el caso del shintoismo. Sin embargo hay algo que lo hace aun más peligroso que la experiencia anterior y es principalmente la miopía con que tal fenómeno ha sido tratado esta vez por la dirigencia norteamericana. Tales ideólogos han constatado con alarma que el progreso de tal ideología extremista, la que no es sin embargo la única que rige actualmente en tal civilización y que en otras épocas era apenas insignificante en su influencia, se ha debido, más que a los aciertos de ésta, a los profundos errores cometidos por los gobiernos norteamericanos, en tanto desconocedores de tal doctrina esencial. Su principal equívoco ha consistido en confundir al enemigo verdadero. Aletargados por los vapores soporíferos de los delirios iluministas finiseculares, de los cuales Fukuyama ha sido el principal mentor en los tiempos últimos, ellos han creído que la historia se terminaba el día en que el comunismo, reputado falsamente como el último de los enemigos, despareciera de la escena del mundo, dando lugar a una sociedad en la que imperara definitivamente la racionalidad. Según las mismas la caída del muro de Berlin acontecida en 1989, debía significar pues el final feliz de la historia. Pero lejos de cumplirse con tal utópica profecía, ésta en cambio continúa con su ritmo expansivo y vertiginoso y un nuevo enemigo agigantado es el que acecha ahora de manera ostensible. Justamente el momento en el cual el final parece haber llegado es también aquel en el que comienza a operarse el inicio de un nuevo proceso. Los utopistas, convencidos de su ideología, se empeñaron años atrás en una lucha incondicional en contra de la Rusia soviética, no dudando en favorecer, en función de dicha meta principal, el avance del fundamentalismo islámico el cual, de haberse comprendido la teoría de la lucha de las civilizaciones, era en verdad el principal enemigo. Así pues, por ejemplo, el conocido fenómeno de Bin Laden, hoy en día la expresión más extrema y dura del fundamentalismo, demonizado en la actualidad por el régimen norteamericano, no ha sido sino impulsado por este mismo país en su intento por desestabilizar a la URSS en Afganistán. Los talibanes que se establecieron en el poder y que por su carácter extremadamente fanático se creía que iban a desaparecer rápidamente de escena una vez que se diera cuenta con el comunismo en crisis, lejos de extinguirse, han multiplicado su influencia como una verdadera plaga. De la misma manera que no se evitó en un primer momento el avance del fundamentalismo en Irán, a pesar de que tal revolución daba cuenta con un gobierno incondicionalmente amigo. Ello se lo había hecho en la medida en que se pensaba que un régimen de tal tipo profundamente religioso y hostil, iba a ser un obstáculo de frontera para el gobierno de Moscú acelerando de tal modo su proceso de desintegración. De esta manera, tales acciones que en sus comienzos pueden haberles dado algún resultado positivo pues apresuraron la caída del muro y el "fin de la historia", han sido en el fondo contraproducentes por su ignorancia y confusión respecto del enemigo principal, que no era sino el Islam, cuya enemistad con el Occidente se remonta desde la época misma de las Cruzadas y de la Guerra Santa, mucho mas que con la cristiano ortodoxa bizantina, con la cual en ultima instancia las diferencias han sido siempre menores en razón del común origen judeo-cristiano de ambas y que además, con la asunción del marxismo, era en el fondo una oposición occidentalizada a la manera norteamericana, a pesar de su pretendida hostilidad. Y aun hoy en día, a pesar de todas las evidencias demostradas, la misma miopía continúa existiendo. Cuando ya a todas luces el Islam fundamentalista con sus atentados atruena y siembra el pavor en la sociedad occidental, mostrando sus garras más filosas, Norteamérica y varios de los gobiernos europeos siguen sin comprender tampoco que Rusia o también Serbia, más aun luego de haberse liberado de las aristas más crudas del ideologismo comunista y haber ingresado en cambio en la ortodoxia liberal capitalista, consecuentemente hoy enfrenta al mismo enemigo, el Islam, en su propio territorio, como en el caso de Chechenia en el primer caso, o de los musulmanes bosnios en el segundo, no contando no sólo con la colaboración necesaria de los gobiernos occidentales, sino hasta con su hostilidad, habiendo confundido éstos lo que es una guerra de civilizaciones con una mera puja por intereses materiales hegemónicos y circunstanciales. Occidente debe comprender de una vez por todas que la historia no ha concluido y que los enemigos siguen siendo los mismos de hace cuatrocientos años, así como también sus aliados. Frente al Islam y su "guerra santa", Roma y Bizanzio deben volver a hacer causa común, cesando ahora en sus desinteligencias de otrora que permitieron el avance turco otomano y la caída de Constantinopla, tratando de una vez por todas de dar cuenta definitiva con su principal enemigo. Hoy las circunstancias y constantes seguirían siendo las mismas habiendo cambiado tan sólo las capitales desde donde debe operarse la gran reacción; ahora los centros operativos se encuentran en Nueva York y Moscú (2), aunque las civilizaciones siguen siendo las de siempre. Tal es el alegato final de estos ideólogos, no siempre formulado de manera precisa y muchas veces apelando a circunloquios verbales para evitar herir susceptibilidades en personas afines, pero que nosotros hemos tratado de describir en toda su crudeza.

 

En lo que sigue formularemos las objeciones principales que nos suscita tal postura.

 

 

 

NOTAS

 

 

Buenos Aires, Enero de 2004