LA IDEA DE ESTADO TRADICIONAL EN UN

MUNDO EN RUINAS

por Marcos Ghio

28-11-02

 

Estamos convencidos de que donde más se percibe la profunda diferencia existente entre el mundo moderno y el tradicional es en lo relativo al concepto del Estado que ambas civilizaciones han sostenido a lo largo del tiempo. Tradicionalmente el Estado implicaba, de acuerdo a su mismo nombre, un sinónimo de estabilidad, de permanencia y de equilibrio en un mundo signado por el cambio y el incesante devenir. La función de gobierno, lejos de quedar reducida como ahora a una simple tarea administrativa por la cual se obtenía el "bienestar" de la comunidad, implicaba en cambio algo superior y absoluto, consistente en una acción divina y demiúrgica por la que quien mandaba tenía la función eminente de ordenar una materia caótica que le preexistía. El que gobernaba no era pues el encargado de realizar la naturaleza que el hombre manifestaba en manera espontánea, sino, por el contrario, de modificarla, de darle una forma, de elevarla de su condición inmediata, conduciendo al gobernado hacia los caminos más elevados de la eternidad y del espíritu. Consecuentemente el jefe de Estado tampoco era como ahora un delegado o un representante del pueblo, "uno de los nuestros", posiblemente el más avispado y astuto, al que, en razón de ciertas destrezas y habilidades desarrolladas generalmente en los negocios, se le encomendaba la función de hacer también "felices" y convertir en "saciados" a los habitantes, sino que en cambio él representaba un paradigma, un ser casi perteneciente a otra naturaleza, superior ontológicamente a quienes gobernaba, o más aun, él era aquel que de la mejor manera había desarrollado aquella otra naturaleza más profunda que tan sólo existe en manera latente en los demás y por lo tanto representaba para éstos como un faro de luz en un mundo oscuro de tinieblas.

 

La manera como mejor se comprende la función propia del gobernante, en contraposición con las caricaturas de los mismos existentes en la actualidad, es a través del despliegue de aquella dicotomía que contrapone a la persona con el simple individuo, comprendidos como dos maneras diferentes y antitéticas para caracterizar al ser humano. Persona e individuo, más que realidades ya constituidas y formadas, representaban clásicamente dos tendencialidades diferentes y opuestas entre sí. Individuo era una unidad indiferenciada, un ser carente de un carácter propio, alguien "demasiado humano" al decir de Nietzsche, siendo el equivalente de una fuerza descendente que conducía a los seres de nuestra especie hacia el plano más bajo de la materia pura, lo que a nivel social era el equivalente a la masa anónima, aquello que se caracteriza por ser lo más semejante al mundo físico y animal. En efecto, sabemos que en la esfera propia de las bestias las diferencias entre los individuos que componen sus especies son mínimas e insignificantes y más aun cuando se desciende al grado cualitativamente más bajo de los animales de rebaño, siendo muy difícil aun físicamente hallar distinciones entre los individuos que componen una manada de ovejas o de bueyes, o un ejército de hormigas u otros insectos. Por ello la tendencia hacia la individualización exige como correlato necesario aquella otra que expresa el incremento del principio de la igualdad, pues todo lo que atente contra este flujo hacia la materia pura está representado justamente por su opuesto exacto cual es la corriente hacia la diferencia y la jerarquía entre los seres. Es dentro de tal proceso descendente como puede comprenderse a nivel socio-político la corriente hacia el incremento y profundización de la democracia moderna, la cual es en tal esfera el equivalente de tal impulso hacia la individualización expresado en el plano político. Ella lo manifiesta en su dogma y praxis esencial por el cual todos los hombres, además de serlo por naturaleza, deben convertirse cada vez más en iguales en tanto individuos equivalentes a un voto, sin ninguna diferencia cualitativa entre aquellos que lo emiten, sea de rango, sexo o edad, o aun de simple inteligencia o formación.

 

La tendencia hacia la individualización, en tanto flujo del hombre hacia lo más bajo del ser, debía traer además una segunda consecuencia degradante de la política, cual es el materialismo o la subordinación de la misma a disciplinas inferiores cuales la economía o la sociología. Así pues hoy en día, al hablarse de gobierno, se confunde tal actividad con la de simple administración, en modo tal que, cuando se quiere cubrir con alabanzas a un "gobernante", se suele decir que se trata de un buen administrador o de un eficiente gerente de una macro-empresa cual es una nación y a su vez, de todas las funciones que rigen la actividad política, es la del ministerio de Economía la que tiene hoy día mayor valor, siendo el puesto clave y más codiciado, determinante de toda acción de "gobierno" en cualquiera de los tantos países modernos. Y más aun, cuando en la actualidad quiere hablarse de un conglomerado de pueblos unidos en función de un interés común, no es hacia sus caracteres culturales o espirituales a los cuales se trata de hacer referencia, sea en sus afinidades raciales o religiosas, sino a sus conveniencias económicas. Por ello no es de extrañar que, para referirse a los mismos, suela utilizarse el término de mercado: tales como Mercado Común Europeo, MERCOSUR, Mercado de países asiáticos, etc., sin importar ni quiénes lo componen, ni las afinidades electivas que los mismos integrantes puedan poseer.

 

Esta desviación economicista y materialista de la era moderna, con los consecuentes fenómenos de democracia, socialismo y sociologismo como factores determinantes de las relaciones humanas, ha acontecido en la medida que las clases económicas, la burguesía y el proletariado, se han sublevado de su condición propia habiendo asumido las riendas del poder político, creando un universo a su medida. Un universo en el cual se reputa como más importante y como signo de "progreso" el mero avance tecnológico y la acumulación de bienes materiales y no así la elevación moral y espiritual de las personas, lo cual según la mentalidad materialista existente sería tan sólo un efecto originado por la aun no lograda distribución universal de tales "beneficios".

 

En tanto el hombre moderno se ha hecho ciego respecto de cualquier otra realidad que no pertenezca al plano de la materia, consecuentemente ignora o confunde la otra categoría antitética de individuo, la persona. Mientras que para éste ambos conceptos son prácticamente sinónimos, pues así como todos los hombres serían iguales, todos también serían consecuentemente personas y en el mismo grado, para el hombre tradicional en cambio persona es tan sólo aquel individuo que ha desarrollado una dimensión espiritual, y puesto que el espíritu es una realidad absoluta, hay grados diferentes de personalidad en función de las capacidades desarrolladas en el logro del mismo.

 

Detrás de ambas perspectivas hay dos antropologías antagónicas. Para el moderno el hombre es un mero compuesto de cuerpo y de alma y a pesar de que sofísticamente tienda a suprimir muchas veces tal distinción, considerando al segundo término como una "ficción teológica", él sin embargo reconoce la existencia de tal dualidad en la aceptación de la existencia de sólo dos dimensiones, la del espacio, lo relativo al cuerpo, y la del tiempo, lo relativo al alma. Y en tanto la individualización se encuentra en su grado más agudo de desarrollo tenemos hoy día que el tiempo es comprendido cada vez más con categorías espaciales (tiempo meteorológico, de reloj, etc.), habiéndose a su vez la conciencia reducido siempre más a sus dimensiones inferiores e infraconcientes, referidas al plano del mero instinto corporal. El hombre clásico en cambio comprendía además de estas dos realidades (las cuales además de ser claramente diferenciadas por éste, se remitía a su vez a lo psíquico otras manifestaciones, como la sutil o astral, ignoradas totalmente por el hombre moderno), a otra superior y más elevada de la que la humanidad participa, cual es la espiritual. Si por el cuerpo y el alma el hombre podía participar del reino físico y animal, por el espíritu a él le estaba permitido hacerlo del mundo de los dioses, es decir del de las cosas inmortales. Pero mientras que el hombre al nacer se encontraba a sí mismo en forma inmediata como un ser individual, psíquico y corporal, el desarrollo de la personalidad, producto de la educación y de la ascesis, implicaba el descubrimiento paulatino de una tercera dimensión, de carácter eterno y divino, lo cual era el espíritu. Y en tal empresa él hallaba una sociedad que, a través de un tramado de realidades superiores jerárquicamente superpuestas, le permitía elevarse cada vez más hacia tal condición. Y así como el mundo tradicional conoció la polaridad más baja de aquel que es puro individuo en tanto carente de cualquier carácter o forma propia, el paria, el cual en razón de su impotencia por poseerse en una forma sólo causaba rechazo y repudio, en su cúspide superior conoció a una serie de figuras que expresaban en esta vida las mayores aproximaciones a la Persona absoluta, aquel ser libre y autosuficiente, el que, en tanto todo lo podía, nada precisaba de los otros. Así es como se encontraban héroes, dioses, santos y reyes sagrados que eran las personas que por sus acciones elevaban hacia lo alto y arrancaban al hombre de su mera singularidad promiscua vinculada hacia lo bajo, hacia la especie vermicular y repetitiva.

 

Por ello valga aquí otra diferencia esencial entre quien antes mandaba y aquel que paródicamente hoy lo hace. El monarca, en tanto proximidad más plena con la persona absoluta, no necesitaba de su súbdito, así como en un grado aun más elevado el emperador no precisaba de naciones y patrias subordinadas "proveedoras de materia prima para sus productos manufacturados" como los actuales imperialismos. Nunca era concebible que un rey centrara su política en la mera economía, así como tampoco que corriera detrás de los votantes prometiéndoles panaceas inasibles a fin de que lo ungieran a través del sufragio universal. Era el inferior quien precisaba del superior y en este principio estribaba pues la necesidad y consistencia del gobierno.

 

Para la concepción clásica, a diferencia de la moderna, la realidad no quedaba pues reducida al plano físico, sino que tan sólo tenía sentido en tanto era concebida como un medio de algo superior y metafísico. Por lo tanto se comprendía la función de gobierno como algo no alejado del acto por el cual Dios creaba u ordenaba el universo. De ninguna manera se reducía dicha función, como ahora, al logro de la "felicidad" y del "bienestar". Todo debía ser reconducido a la unidad, lejos se estaba de la especialización y autonomía de las ciencias; política, religión, metafísica no eran términos antagónicos o independientes, y se sentía la existencia más que como un esfuerzo por adaptarse al medio, como bregan las actuales ciencias sociales, como una lucha incesante por ordenar un caos, del mismo modo como a nivel cosmológico el Demiurgo ordenaba la materia evitando que el universo entero se disolviera y disgregara. Por ello las comunidades tradicionales otorgaron al gobernante un significado sagrado; el caos había sido doblegado por la acción del Demiurgo, pero se trataba de una fuerza que siempre estaba latente y pronta para eclosionar en cualquier momento en el cual las potencias de lo alto se debilitaran y decayeran en su prestigio. La acción del gobernante sólo era justificable en tanto era la que evitaba la caída en el caos y su figura era asimilable a la de un capitán de un barco que dirigía hacia el final un largo viaje, repleto de peligros, cual era esta existencia.

 

La vida no era pues una totalidad encerrada en sí misma a la cual se estaba obligado a aceptar, resignado y doblegado de rodillas, en su exterioridad y fatalidad, sino algo que había que trascender incesantemente y a lo cual siempre había que estar atento y preparado para otorgarle un significado superior, siendo tal el verdadero sentido de la política en su aspecto tradicional. Ella tenía pues por meta la de convertir al conglomerado animal y social en una polis, es decir en una ciudad, pero en sentido espiritual y jerárquico, no en una colmena o en una "sociedad" promiscua como acontece en nuestras modernas megalópolis. No era pues como ahora en donde la política está subordinada a la sociedad civil, del mismo modo como el Estado lo está respecto de la nación. El gobernante no equivalía al guía de una manada a la cual debía meramente prevenirle de los peligros que la acechaban y hallarle las praderas más abundantes y fértiles para su mejor apacentamiento, siendo por ello reconocido en su superioridad, sino aquel que descubría y orientaba hacia un sentido que la trascendía. Era principalmente un pontífice, un conductor desde esta vida hacia la otra, de carácter superior y eterno.

 

De una antropología de corte metafísico emanaba consecuentemente una fe diferente de la moderna. No se creía que entre el hombre y lo divino existiese un hiato abismal, como implantó con el tiempo la herejía judeo-cristiana, sino que el mismo hombre era Dios en devenir. No una criatura dependiente y pecadora como mienta tal desviación, sino un creador, un colaborador de Dios en su tarea por ordenar el cosmos. Entre esta materia y lo absolutamente perfecto, la forma pura, el hombre tradicional concebía una constelación jerárquica de divinidades intermedias: ángeles, dioses, reyes, héroes; todas ellas testimoniaban a su vez la existencia de una humanidad superior a ésta, exterior y superficial, que meramente captan nuestros sentidos externos y que es la que el hombre moderno masificado tan sólo puede percibir. La especie humana no era igual a la animal. El hombre participaba de lo divino por el espíritu y el mismo estribaba en su diferencia jerárquica y en una suma ordenada de desigualdades.

 

Dentro de tal perspectiva el gobernante, tal como dijera Platón, debía ser el philosophos en tanto era concebido como un Maestro, es decir como aquel que conduce a las almas hacia los caminos superiores del espíritu, en tanto era el que sabía, no siendo comprendido obviamente como los filosofastros o intelectualoides de hoy en día, sino como aquel que, en tanto estaba en la verdad, y vivía de acuerdo a ella, irradiaba un carisma que en circunstancias normales enceguecía y atrapaba a los discípulos y súbditos pues les hacía presente la existencia de otra esfera.

 

La modernidad significó el dualismo, la ruptura del equilibrio clásico en donde lo religioso y lo político, lo divino y lo humano coexistían en una relación jerárquica en unidad. De la escisión entre civitas Dei y civitas diaboli agustiniana por la que se demonizaba al mundo como pecado, temática luego retomada por el protestantismo, pasando luego a la mera asunción del Estado como puro realizador del bien común de carácter tomista, aparecen todas éstas como vías diferentes por las que el mundo y el Estado son vaciados de su sacralidad. Y éste será el fenómeno del Güelfismo, al que no dudamos en calificar como la causa primera y originaria de la decadencia moderna.

 

El segundo paso será el Absolutismo (Hobbes) en donde el Estado se hace absoluto pero en un sentido meramente material convirtiéndose en el organismo que monopoliza la fuerza, aunque vaciada ésta de cualquier carácter superior y trascendente, siendo el antecedente del Estado gendarme del liberalismo y del totalitarismo estatal de nuestros días.

 

Debía resultar obvio que, una vez que el Estado pasara de ser un ente carismático dador de sentido y elevación espiritual a un mero órgano detentador del monopolio de la fuerza y asegurador del "bien común", se arribara con el tiempo a la concepción anárquica del mismo, esto es, la que lo niega en su esencia y necesidad, la que lo concibe como un mal provisorio, destinado a desaparecer en la medida en que por la educación o la "lucha de clases" se llegara a la igualdad absoluta de las personas y al despliegue siempre mayor de la democracia. Será el Estado clasista, burgués o proletario, inaugurado por la Revolución Francesa, perfeccionado luego por la Rusa y a partir de 1989 universalizado totalitariamente a través del fenómeno de la globalización y del Mundo Uno que en realidad no es sino una parodia del Imperio Universal, una imagen distorsionada y economicista del mismo en donde el ser humano vive tan sólo y late en función de la economía como destino universal y en perpetuación ilimitada del instante placentero.

 

Dejamos para el final la respuesta a la pregunta acerca de cómo habremos de salir del Estado moderno y cómo será nuestra función restauradora de la normalidad para retornar al Estado de siempre, al que existiera en todas las grandes civilizaciones milenarias con diferencias de grado y circunstancias.

 

Una de las objeciones más usuales en contra del pensamiento tradicional en lo relativo a su visión de la política tiene que ver fundamentalmente con su viabilidad. Se lo considera habitualmente como una cosa utópica e irrealizable teniendo en cuenta las actuales circunstancias de hecho que nos señalan el estado de degradación en que se encuentra el mundo moderno en donde cada día que pasa la economía y el socialismo parecen ser siempre más las realidades excluyentes y determinantes que se encuentran a la orden del día y ante lo cual cualquier reacción pareciera algo inútil y estéril.

 

Pero no podemos soslayar una aclaración necesaria aunque para muchos resulte obvia, pidiendo anticipadamente disculpas por el mal gusto en lo que a continuación diremos, aunque lo hacemos tan sólo para hallar un atajo fácil que nos evite múltiples disquisiciones tediosas y dolorosas. Si nuestro universo político se reduce a estas parodias estilo Rodríguez Sá, Menem y todas las restantes miasmas que habitan nuestro espectro y que de sólo mencionarlas producen en algunos, entre los que me incluyo, verdaderas arcadas estomacales, es obvio que cualquiera podría decir que el nuestro es un planteo utópico. Además habría que agregar a ello que carecemos de grandes aparatos, que no tenemos ni la más remota posibilidad de llegar a los principales medios, que jamás una conferencia nuestra o un libro será publicitada por el sistema, ni se nos dará a conocer ante el gran público. Y si por casualidad en algún momento se nos mencionara, como se lo ha hecho en distintas oportunidades cuando el régimen ha necesitado de distracciones para ocultar sus fechorías consuetudinarias, sería tan sólo para cubrirnos de calumnias y de ridículos, tal como en nuestro caso hicieran Página 12, Mauro Viale o el periodista Kollmann, el embajador de Israel, la Daia, etc.. Todo lo cual debe ser concebido como un signo y testimonio de que estamos y transitamos por el camino correcto. Sería gravísimo y obligaría de nuestra parte a un verdadero replanteo el día en que nos enteráramos de que algún medio habla bien de nosotros o que simplemente nos hace alguna publicidad. Ello significaría que hemos fracasado y que, sin darnos cuenta de ello, hemos entrado a formar parte del sistema en alguna de sus múltiples facetas.

 

Pero queremos acotar que en la crítica que se hace al pensamiento tradicional se soslaya el hecho de que medir una doctrina por el éxito, actualidad, historicidad o vigencia, es aplicar a priori una de las creencias propias de la modernidad, cuya manifestación más clara es el pragmatismo de origen yanqui, para el cual una teoría es verdadera y válida sólo cuando sus postulados triunfan, y sin importar tampoco los medios que se hayan aplicado en ello. Y como para ésta el tiempo lo es todo, así como la rapidez en las resoluciones, generalmente reducidas a categorías electorales de males menores e irremediables, es de suponer que nuestras ideas resulten para ellos anacrónicas y despierten, en estos seres minúsculos y fugaces, más de una sonrisa socarrona. Pero el hombre tradicional, a diferencia del moderno, no está sometido a las urgencias de la acción y las razones de la misma no están determinadas nunca principalmente por el éxito, sino por la conformidad con los principios y con la verdad, la cual tarde o temprano siempre triunfa aunque se pueda o no ser testigo de ello.

 

Si el moderno se siente realizado por la fama, el aplauso y el dinero, el hombre de la tradición encuentra en cambio su satisfacción en la certeza interior de vivir y estar en la verdad. Y es la verdad la que indica que cuanto más el Estado se masifique, más se entrometa en la vida privada de las personas en modo totalitario, más la economía se convierta en el destino de todos, tanto de los que tienen como de los que carecen hasta de lo elemental, más cerca se encuentra el final de un ciclo de edad oscura. Tal como lo vemos con evidencia absoluta actualmente, pues fíjense Uds. que un Estado monotemático como el burgués que hoy nos rige, que ha convertido a la economía en una verdadera obsesión para todas las personas, sin embargo no ha sido capaz de resolver problemas económicos elementalísimos como los relativos a la mera subsistencia de sus habitantes.

 

Pero el hombre tradicional sabe también que de él, en tanto fuerza demiúrgica, dependerá la resolución de un orden pleno. Por ello, porque su acción está determinada por la verdad y los principios y no por la "conquista del poder", él opera más allá de esta existencia, de estas generaciones u otras, conformándose muchas veces con pregonar simplemente la idea a fin de que la llama no se extinga.

 

Por ello lejos nos encontramos de sostener una actitud pasiva y de fuga respecto de la realidad como muchas veces se nos puede haber achacado. La nuestra es otra acción, otra forma de hacer política. Y si debemos definir la característica principal de la acción tradicional, debemos decir que la misma es una acción "a distancia", a distanciaen el tiempo, porque no nos urge tomar el poder como a los políticos y a los modernos, en general ansiosos por la fama y el dinero, sino algo mucho más vasto e importante: lograr la finalización de un ciclo, el cual irreversiblemente concluirá aunque nosotros no lo podamos ver, si bien podamos incidir en la aceleración del proceso. Pero a distancia principalmente respecto del espacio y de los "acontecimientos históricos", porque nuestra acción no es de masas y de opinión pública, sino, tal como lo hemos manifestado en nuestros múltiples libros editados, la misma es mágica y por sugestión. La frecuentación de las fuerzas sutiles, totalmente desconocidas por parte de los modernos, permite influir sobre los acontecimientos muchas veces más contundentemente que los medios masivos de difusión. Nosotros actuamos no sobre las mayorías, sino sobre las elites. Y al respecto valga esta acotación: muchos se preguntarán hoy en día, y en Europa es una pregunta cotidiana que se formulan, ¿cómo puede ser que nuestra democracia haya fracasado de esta forma, y que ello no haya acontecido en cambio de la misma manera en países pobres que aun con tal sistema son capaces de sostener un grado de normalidad y estabilidad política? Digamos al respecto que este sistema, en tanto se encuentra fundado en el absurdo, está condenado siempre al fracaso, pero la rapidez en que ello suceda depende únicamente de la acción del hombre de la tradición. Y al respecto sostenemos que la democracia argentina no ha fracasado sola, sino porque se ha topado con una fuerza que ha establecido con claridad meridiana el permanente contraste con la misma, su carácter disparatado y lo principal, ha pronosticado puntualmente cada una de sus falencias y desatinos, generando consecuentemente en sus promotores –los cuales, a pesar del generalizado silencio a nuestro alrededor, nos leen y saben de nuestra existencia– un verdadero estado de inseguridad, parálisis, desequilibrio e incluso desesperación, lo que ha acelerado su fracaso. Ahora es dentro de esta misma tónica que nuestro próximo paso es promover una vez más el voto castigo o bronca a fin de acelerar el cataclismo final del sistema. El naufragio estrepitoso de la democracia argentina, no perceptible tan sólo por unos pocos necios, es pues un éxito rotundo de nuestro Centro, aunque nadie lo pueda reconocer y no tengamos que ser nosotros necesariamente los que recojamos en lo inmediato los frutos.

 

Digámoslo una vez más: la democracia argentina ha sucumbido en octubre del pasado año cuando el pueblo masivamente la repudió en las urnas, es decir, en su mismo espacio sagrado, en su propio altar. Lo que ahora presenciamos son nada más que sus estertores finales. Y preguntamos finalmente: ¿cuál es aquella circunstancia, entre todas las que existen, que pone más en evidencia el fracaso absoluto e irreversible del sistema convirtiéndolo lisa y llanamente en inviable? Es el hecho de que en este país, granero del mundo, los chicos se mueran de hambre, lo cual sería el equivalente a decir que hay gente que puede morirse de sed en la Antártida, o de congelamiento en África, y paradojalmente ello además sucede en un sistema que ha hecho del bienestar general su propia meta y destino.

 

Por último, para los amigos de las suspicacias, digamos que resulta un hecho sumamente significativo que el único país del mundo en donde funciona un Centro de Estudios Evolianos es justamente también aquel en donde la democracia ha fracasado de la manera más estrepitosa. Porque no ha habido un solo lugar en el planeta en donde este sistema moderno impuesto universalmente haya naufragado de la manera como ha sucedido y aun hoy sucede en la República Argentina. Por lo cual sugerimos, para acelerar los tiempos finales del Kali-yuga, lo cual depende de la acción del hombre y no de una simple fatalidad, que en todos los países del mundo se constituyan también Centros de estudios similares. Sólo así el Estado tradicional volverá a brotar en nuestra historia sobre las ruinas y cenizas de la parodia del mismo construida por la modernidad.

 

(Conferencia dictada el pasado 28-11-02 en el Centro de Estudios Evolianos de Buenos Aires)