LA "GUERRA OCULTA" EN EL AÑO 2001

(Conferencia dictada en el Centro de Estudios Evolianos de Buenos Aires en ocasión de presentarse la versión castellana de la obra de Emanuel Malynski,La guerra oculta).

por Marcos Ghio

 

Ésta es la obra n.º 25 que en forma ininterrumpida nuestro Centro de Estudios a través de Ediciones Heracles y Teseo edita como un esencial aporte en la constitución de una corriente doctrinaria tradicional y alternativa que intenta formarse en el mundo de habla hispana estableciendo un notorio contraste con la actual modernidad expresada a través de sus democracias y demás desórdenes que hoy padecemos especialmente los argentinos.

 

La obra de Malynski que hoy presentamos, en pleno acuerdo con los pensadores tradicionales mentores de nuestro Centro, Julius Evola y René Guénon, representa un clásico de la literatura antimoderna y contrarrevolucionaria. En ella lo esencial, y obviando un conjunto de detalles discutibles que serán señalados, es el haber afirmado, con una serie de pruebas contundentes, que los acontecimientos históricos de los últimos tiempos, especialmente a partir de la Revolución Francesa, no han sido ni el producto del azar, ni tampoco de una ley necesaria que los hubiese hecho irreversibles (ley de la evolución o del progreso histórico en sus diversas variables), sino que se han debido principalmente al accionar de fuerzas ocultas y secretas las que rara vez dan la cara, actuando por detrás de los bastidores. Esto es lo que Evola denominará en una posterior obra, Los hombres y las ruinas, como concepción tridimensional de la historia por la cual se manifiesta que, además de las dos dimensiones visibles, los hechos y sus ejecutores o causas inmediatas, existe otra dimensión oculta, la que rara vez da la cara y que es la que influye decisivamente en los acontecimientos. Y ello, si bien en otra época podía haber resultado como objeto de una crítica descalificatoria por la que se acusaba de delirantes o paranoicos a aquellos que sostenían tales posiciones –con lo cual dicha argumentación era parecida a la de los que niegan la existencia de entidades espirituales meramente porque los ojos de la vista no las pueden percibir– hoy ya es un hecho aceptado prácticamente por todos. Nadie con un mínimo de sensatez por ejemplo cree que sea la actual clase política la que realmente gobierna a este país y a los restantes, sino que ya se ha convertido en una evidencia que los que aparecen en las primeras planas son meramente hombres de paja, puestos en tales cargos expresamente con una finalidad que los trasciende. Y ello Malynski ya lo veía al narrar los acontecimientos de la Europa del siglo XIX y comienzos del XX. Él analizará la historia como la expresión tangible de una realidad más vasta y superior cual es la lucha irreversible entre dos principios antagónicos: el mundo moderno contra el mundo de la tradición. Es decir, una dicotomía absoluta que se establece entre un mundo que asienta sus principios en la realidad puramente material y "humana" y, por contraposición, aquel otro que proyecta todas sus acciones en función de una dimensión espiritual y sagrada. El mundo moderno es la tendencia que en Occidente se proyectara a ritmo acelerado a través de movimientos tales como el güelfismo, el Renacimiento, la Reforma, el racionalismo, el Iluminismo hasta arribar finalmente a su consumación política con su golpe de efecto principal a partir de la Revolución Francesa y luego con su expansión por el mundo a través de las guerras napoleónicas. Y fue justamente que, nos acota Malynski, tras la derrota de Napoleón Bonaparte, la Europa tradicional de las grandes monarquías de derecho divino tuvo la posibilidad de reagrupar sus fuerzas en la medida que, bajo la inspiración de un gran europeo, el conde Metternich, estuvo por vez primera en condiciones de comprender finalmente que la conmoción social y política que se había generado en las distintas naciones a partir de la Revolución Francesa, arrastrándolas hacia la disolución de todas sus tradiciones y costumbres arraigadas, no era el producto de un azar, ni tampoco de una ley fatal que determina los acontecimientos de manera tal de hacer creer, tal como se ha impuesto religiosamente en nuestro días, que la democracia, o el socialismo, o el comunismo son el fin necesario e indetenible hacia el cual se dirige la humanidad toda. Tales hechos eran en cambio el producto de una acción premeditada, perfectamente pergeñada por un estado mayor, que actuaba con una inteligencia privilegiada, hasta diríamos diabólica, dirigiendo los acontecimientos hacia un determinado fin que es el de instaurar un mundo de masas y de puros individuos, un mundo en el cual hubiese desaparecido todo rastro de sacralidad y de libertad verdadera. Ante ello la gran sabiduría de Metternich fue la de haber percibido que, ante un enemigo astuto e inescrupuloso, que no ahorraba medios en su accionar ni los medía tampoco en función de su eticidad, la única alternativa posible era contraponerle, como un solo bloque compacto, un frente único compuesto por todas las monarquías tradicionales, y tal fue el sentido de la Santa Alianza. De acuerdo al espíritu de la misma la idea era que, para defender los últimos remanentes de la tradición europea en vías de ser arrastrados por el incontenible flujo revolucionario, y aprovechar de este modo positivamente la derrota napoleónica, las monarquías debían unirse ante el enemigo común dejando a un lado diferencias de sector y egoísmos nacionalistas, tratando de intervenir abiertamente en su contra se hallase donde se hallase y no en cambio aliarse con el mismo, como lamentablemente luego sucediera, en aras de satisfacer un interés mezquino y nacionalista. Es de destacar que lamentablemente dicho proyecto no pudo llevarse a cabo debido a un conjunto de causas concurrentes. La primera de ellas fue la debilidad e inconsistencia de tales monarquías y la carencia de una clase política que pudiese haber estado a la misma altura del príncipe Metternich. La segunda y la más importante de todas, fue la falta de un pontífice que oficiara como guía espiritual de tal bloque. La Iglesia güelfa, ya en ese entonces como ahora, aunque sin haberse casado abiertamente con la causa de la modernidad como en nuestro días, preeminenciaba sus intereses temporales por encima de la causa espiritual común de las grandes monarquías.

 

Acotemos, como dato significativo que debería algún día llenarnos de orgullo, que en un período anterior a las reflexiones de Metternich, habiendo ya fracasado la Santa Alianza, la que paradojalmente y en forma equívoca lo había combatido como subversivo cuando estaba en el poder, un gran argentino exiliado en suelo europeo por esas mismas fuerzas oscuras y modernas que en Europa combatían a la Santa Alianza, me refiero a Juan Manuel de Rosas, sostenía dicha necesidad imperiosa de unidad internacional de las fuerzas tradicionales en contra de la subversión, pero alertaba acerca de la imperiosa necesidad de contar con un papa que estuviera a la altura de los principios que representaba, percibiendo ya en ese entonces la suma dificultad de dicha empresa ya que la Iglesia católica estaba afectada por "una polilla que la carcomía". Hoy justamente nacionalistas güelfos y laicos liberales se han unido a coro en una reivindicación de Rosas, cuyo cadáver hace poco ha sido traído al país, reconociéndoselo meramente como un defensor de la soberanía nacional. En dicho nuevo fraude histórico al que hemos sido sometidos los argentinos se silencia justamente lo esencial: el carácter tradicional y antimoderno de Rosas que obviamente no se reducía a una mera defensa militar de las fronteras. Rosas era algo más que San Martín o que Belgrano, o que Güemes, o que Irigoyen, los cuales también defendieron nuestras fronteras, pero lejos estuvieron en tal lucha de ser, además y principalmente, adalides en la defensa de los valores de la tradición.

 

Sin embargo, a pesar del acierto esencial de esta obra, no todo lo manifestado por Malynski resulta ser rescatable. En ella hallamos dos errores fundamentales que hicieran notar en su momento tanto R. Guénon como J. Evola al analizarla y que por lo tanto en su edición castellana los mismos han debido ser resaltados a fin de que este libro fuese valorado en su esencialidad evitándose así lo que podrían ser detalles negativos y secundarios, pero que siempre sirven para descalificar, en especial en esta época de tiranía mediática en la que vivimos:

 

a) Si bien M. ha sido capaz de ver que el trasfondo de la historia está signado por ser el campo de batalla entre fuerzas del caos y fuerzas del cosmos, modernidad y tradición, su grave error y limitación estriba en haber reducido tales manifestaciones a una mera lucha particular entre la Iglesia católica y la anti-iglesia limitada ésta al accionar de masones y judíos, cuando en realidad ambas corrientes se manifiestan en diferentes civilizaciones y las fuerzas del caos no sólo se han opuesto y combatido a la Iglesia en tanto ésta representara aun un baluarte de la tradición en el Occidente, sino a toda institución que representara en cualquier civilización, sea oriental u occidental, esos mismos principios tradicionales que se caracterizan justamente por poseer un grado superior de universalidad y no en cambio por estar reducidas a una forma histórica particular (véanse al respecto las persecuciones sufridas por la ortodoxia, el budismo, el Islam, etc.). Ésta es una contradicción, indudablemente involuntaria en la que ha caído el autor producto ella también de una de las tácticas más sutiles de la subversión, la que consiste en diluir lo que es un principio de carácter universal a una determinada forma histórica y de esta manera favorecerla indirectamente señalando aquí que en cambio ella se encuentra más allá de las divisiones entre civilizaciones y naciones.

 

Este provincialismo cultural por el que sólo se percibe lo que nos circunda y se reduce el todo a la forma particular propia, es ya una manifestación de una táctica preferida la que, en un grado más bajo conduce a otras desviaciones aun más extremas. Así pues es como nos hallamos con lo que Evola denomina como la sugestión positivista. Ella consiste en considerar que las personas y los pueblos sólo luchan y viven en función de intereses particulares los que, en tanto reafirmación de la propia singularidad, terminan diluyéndose en un plano descendente y puramente material, el que puede ser tanto el deseo de poder como la mera posesión de bienes económicos. Ello aparece formulado de manera clara y precisa con las ideologías modernas tales como el marxismo y el liberalismo que sostienen por igual la concepción del homo oeconomicus, es decir, un hombre que tiene como meta esencial de su vida el trabajo y el dinero, por lo cual la historia se encuentra regida por la ley del progreso incesante, el que se resolvería en un tipo de sociedad en la cual todos gozarían de la más vasta plenitud de bienes; aunque bien sabemos que ello resulta siempre una promesa sumamente quimérica. Pero, si bien el marxismo puede haber pasado de moda, hoy en día tenemos otra perspectiva puesta en boga por el teórico pronorteamericano Samuel Huntington, pero con antecedentes en autores del siglo pasado como Spengler, el que también sostiene una interpretación histórica que diluye el devenir histórico a una mera lucha de dominio, no entre clases como en el marxismo, sino que afirma que el antagonismo esencial es entre civilizaciones opuestas, las cuales serían como macroorganismos que también se movilizan en función de intereses sea de poder como de carácter puramente económico. De acuerdo a tal perspectiva, la que se calificara como geopolitista, de la misma manera que en el marxismo las ideologías resultarían conceptuadas como meras coberturas o "superestructuras" utilizadas con una finalidad de dominio, como una especie de instrumento de guerra psicológica que utiliza una civilización en contra de otra, aunque lo esencial serían siempre los intereses de las naciones o de las "civilizaciones" los que primarían siempre. Por lo cual, tal principio si tuviese que aplicar en la actualidad, hoy en día deberíamos decir por ejemplo, al analizar a la sociedad rusa, que en última instancia el zarismo y el comunismo no significarían una oposición fundamental, sino meras coberturas ideológicas utilizadas en distintas circunstancias por una misma nación o civilización para hacer valer su deseo e impulso de dominio. Es decir que, en tal caso particular, lo esencial a valorar no es la sustentación de principios diferentes, sino el mero hecho de haber sido fenómenos que acontecieron en la sociedad rusa. Justamente Malynski nos hace notar que en tal sugestión positivista, por la que se hace primar el propio interés particular, cayó una monarquía de origen divino, la alemana de Guillermo II, cuando lo enviara a Lenin en un tren blindado a Rusia, con la finalidad de hacer caer a otra monarquía afín, en aras de los "intereses históricos" de Alemania, cuando en realidad lo principal que tendría que haber primado no era el hecho de ser rusos o alemanes, sino el de sostener o no una monarquía tradicional de derecho divino. Y esto había sucedido también antes con Bismarck cuando, para consolidar su poder, se aliara al socialista Lasalle, en aras una vez más de los "intereses históricos" de Prusia. Del mismo modo, criticándolo a Malynski, podríamos decir que lo esencial tampoco debe ser el hecho de ser católicos o musulmanes, sino en cambio sostener o no principios trascendentes.

 

La subversión moderna ha logrado desarticular a la tradición a través de un conjunto de tácticas que componen lo que se denomina la guerra oculta. Dichas tácticas han consistido en sembrar la confusión en las filas del enemigo, dividiendo a las fuerzas tradicionales a fin de que, luchando éstas entre sí, se pudiese eliminarlas con mayor facilidad. Para ello el enemigo oculto con gran sagacidad y astucia nunca ha hecho saber sus planes de entrada actuando por etapas y de manera escalonada. Y hoy en día la manifestación de tal táctica de sugestión la vemos aplicada por aquellos que intentan interpretar el reciente atentado de las Torres Gemelas en clave geopolítica sosteniendo, y mostrando de este modo cuán fuerte ha calado entre nosotros la sugestión positivista, que todo se reduce a ser un conflicto de civilizaciones entre el Occidente cristiano y el Oriente islámico, delatando ello el siempre vigente e inveterado choque de civilizaciones antagónicas, tal como sostiene el ideólogo norteamericano S. Huntington. Cuando en cambio esto que hay aquí, digámoslo una vez más, no es una lucha entre civilizaciones (pues en tal caso habría que explicar por ejemplo por qué aquellos jeques árabes que apoyan a los Estados Unidos son menos orientales que Bin Laden o el Mullah Omar y a la inversa por qué no son occidentales los europeos que apoyan al fundamentalismo islámico) sino entre concepciones del mundo.

 

No podemos soslayar también que a este error geopolitista se le suma también el de un cierto nazismo biológico, siempre vivo por doquier, por el cual dicha lucha de civilizaciones estaría a su vez determinada por otra más profunda entre razas antagónicas. Para éste Estados Unidos e Inglaterra, a pesar de todos los mestizajes sufridos y defendidos por una cierta posición interna, representarían a pesar de todo a la raza blanca, por contraposición al Islam representado por pueblos que son de carácter semita y de piel oscura. Para tales sectores por supuesto resulta ser muy importante lo que sucede entre las facciones de poder en el seno de la sociedad yanki. De allí que algunos de ellos sostengan que en dicha sociedad hay como dos corrientes, una buena, aria, "occidental" y otra mala, judía y propensa al mestizaje. Para éstos la posición aria habría estado representada en las recientes elecciones por Bush quien, al haber derrotado al "judío" Gore habría de tal modo hecho expresión de su arianismo. Es decir que, para dicha corriente de pensamiento, en el fondo moderna ella también, Estados Unidos en razón de su raza blanca y de su "cristianismo" representaría aun el Occidente coexistiendo en su seno como dos fuerzas que siempre luchan entre sí, por un lado la judaica y mestizadora y por otro la aria blanca. Digamos aquí que dicho absurdo podría evitarse si, siguiéndolo una vez más a Evola, se sostuviese que el problema de la raza no es biológico sino espiritual. Recordemos dentro de tal perspectiva una feliz frase de los Dióscuros, la que serviría para rebatir tal postura, en el sentido de que nos sentimos más cerca de un bantú o de un sioux quien, aun en su primitivismo y en su piel oscura, se ha mantenido fiel a sus tradiciones espirituales que de un yanki blanco de ojos azules, descendiente de arios sajones y que por enteras generaciones ha evitado el mestizaje, pero quien espiritualmente se encuentra totalmente vacío y en las antípodas de lo que es el mundo de la tradición. Al respecto digamos que sea el nazismo biológico lo mismo que el geopolitismo son otras de las tantas variantes que componen el espectro de la subversión moderna.

 

b) El otro error de Malynski ha sido el de achacar la totalidad de la culpa del fenómeno de la subversión en exclusividad al judaísmo y a la masonería, cuando dicho análisis en la etapa actual, aun en lo específicamente relativo a la civilización occidental, aparece como claramente parcial y fragmentario. Ni la totalidad de masones y judíos son necesariamente partícipes de la subversión, ni tampoco sólo éstos lo son. Podía sin embargo aun habérsele perdonado a Malynski haber efectuado tal afirmación en una época en la cual aun la Iglesia católica no había en su totalidad adherido a los ideales de la modernidad de manera abierta y manifiesta como lo hace hoy en día. A quienes tal equívoco no puede en manera alguna perdonárseles es en cambio a los integristas católicos güelfos quienes siguen repitiendo tal caracterización de M. sin reparar en los hechos del presente. Podemos decir que dicha actitud responde a una táctica precisa de la subversión cual es la del chivo expiatorio, también relatada por Evola en la obra antes aludida. La misma consiste en considerar que cuando en algunos casos se ha hecho muy ostensible que los hechos históricos han sido inducidos ex profeso, la táctica consiste en reducir la atención a una sola de las partes actuantes permitiendo dejar así intangible lo demás. Así pues, mientras que algunos por ejemplo se entretienen buscando a judíos y a masones como agentes de la subversión hasta por debajo de la mesa, muchos no judíos actúan de esta manera libremente sin ser tocados en lo más mínimo y aun sucede que hasta las cosas más evidentemente subversivas que acontecen, en la medida en que no fueron ejecutadas por personas pertenecientes a tal colectividad, pasan para algunos como totalmente desapercibidas. Es el ejemplo que nosotros siempre damos referido al accionar del papa Wojtila en la pasada guerra de Malvinas. Mientras nuestros soldados combatían en Puerto Argentino, ese gran agente de la modernidad vino a movilizar a las multitudes detrás de la consigna "Queremos la paz", lo cual en buen criollo significa: "Queremos rendirnos". Y esto por supuesto es silenciado en la conciencia de todos los católicos aun de los más integristas y de los sostenedores de la guerra oculta, aunque aparentemente para ellos no sería tan oculta.

 

Acá hay que decir que el enemigo es principalmente de carácter metafísico, capaz de mimetizarse en una pluralidad de formas diferentes, y con capacidad de ocultarse logrando que otros sean los que den la cara en su lugar. Su carácter metafísico está signado por ser un enemigo que obedece pacientemente a un plan y con capacidad de ejecutarlo por etapas que superan a diferentes generaciones. Su meta es la destrucción del hombre paradojalmente reduciéndolo a su mera inmediatez, cuando el hombre, tal como decían una vez más los Dióscuros, en sí mismo no es nada, es un mero puente entre dos realidades antagónicas, la de ser un dios o una bestia. Y en esta posibilidad estriba justamente su grandeza, por lo cual las tradiciones concebían a la vida como un gran desafío que se formulaban las almas antes de la existencia en tanto que la asumían como el ámbito por el cual se podía ser capaz de elevarse hacia grados superiores del ser. Pero el enemigo del hombre –y en esto la teología viene en nuestro auxilio formulando una profunda intuición– quiere y anhela su destrucción en tanto éste ha tenido un privilegio que sólo el Dios supremo y sin nombre le ha dado, el de ser imagen y elegido, a diferencia del ángel. Justamente la rebelión del ángel, el luciferismo y luego en su segunda etapa el satanismo, consiste en un intento por querer destruir a la principal obra de Dios que es justamente el hombre. Y ésta es pues la meta final del enemigo oculto y de la modernidad: la destrucción del hombre hundiéndolo en la miasma del consumismo y del materialismo.

 

Malynski ha también señalado en su obra que dicho enemigo, en algunos casos muy particulares, suele dar la cara como para marcar una determinada orientación. Recuerda al respecto la circunstancia de la caída del zarismo en Rusia, caída pergeñada con suma astucia, pues al zar se le hizo creer que abdicaba a favor de su hermano, cuando en verdad éste estaba imposibilitado de asumir tal función. Y ello se lo hacía con suma habilidad pues a sabiendas de que el zarismo, a pesar del zar que en ese entonces reinaba, gozaba aun de un prestigio como institución en Rusia, no se quería pronunciar la palabra república. Pero en la práctica la república habría de llegar justamente al haberse cortado la línea de sucesión dinástica. En tal circunstancia uno de los ejecutores de tal maniobra, Miliukov, recibió un telegrama de felicitación del banquero Loeb desde los Estados Unidos. En esto M. ve una excepción en tal accionar, como si en alguna circunstancia, para marcar una cierta orientación en los acontecimientos, o para celebrar una gran victoria, resolviera salir abiertamente a la palestra para luego volver a ocultarse.

 

Nosotros consideramos que, además de esta finalidad, el enemigo oculto actúa con otras más precisas cuales son las de poder influir en el plano sutil del hombre, en especial en tales épocas en las cuales las personas se encuentran más desprotegidas que nunca debido a la sugestión positivista por la cual sólo se considera la existencia de realidades materiales y tangibles.

 

En diferentes publicaciones nosotros hemos señalado cómo dicho enemigo acudía expresamente a la magia para influir sobre los acontecimientos. Así pues para concluir y como un aporte a esta lucha en la que se encuentra abocado nuestro Centro, el cual, lo repetimos una vez más, no es un mero centro de estudios en el sentido burgués del término, en la medida en que entendamos por tal a una institución productora de erudiciones y de "curiosidades científicas", recordemos un hecho acontecido en la sociedad argentina y que salió a la luz en 1983 en vísperas del acceso final de democracia en el cual se halla hundida nuestra nación. En tal circunstancia se imprimió un billete de cinco pesos (una medida monetaria totalmente intraducible en las épocas actuales) que tenía una serie de particularidades. La principal es que en el reverso del monumento a la bandera se había ubicado un diablito y en la cabeza de San Martín, nuestro prócer principal, se habían graficado tres seis que bien sabemos que es el signo del satanismo. Había también otros símbolos sugestivos en el billete. Como por ejemplo la ubicación de un par de machos cabríos (otro símbolo satánico) proyectado hacia una tiara papal invertida, queriendo significar con ello la quiebra de la Iglesia católica. Muchas fueron las interpretaciones que se efectuaron en ese entonces, pero hoy, luego de 18 años de padecimientos democráticos, sabemos ya de qué se trata y cuál fue la finalidad de tal acción. Se quiso atacar a nuestra moneda y destruirla, lo cual efectivamente fue lo que sucedió ya que bien sabemos que ya ha dejado de existir esa ficción que es el peso argentino. Y bien decía uno de los generales que componían ese ejército temible y poderoso que es el enemigo oculto, uno de los pocos que hemos podido conocer por su nombre. Dijo pues Lord Rotschild: "Si quieres adueñarte de una nación, destruye o aduéñate de su signo monetario".

 

Además era significativa la elección de las fechas pues se lo hacía justamente en el año en que se iniciaba ese gran envión de decadencia hacia el limo de la modernidad que significaba la democracia. Es importante prestar atención a los acontecimientos y saberlos leer por detrás de los renglones de las noticias que habitualmente se nos divulgan.

 

Así pues nosotros hemos notado otras acciones concurrentes ejecutadas por dicho enemigo cuatro años más tarde en 1987. Allí nosotros hicimos notar también en distintas publicaciones tres acontecimientos de acción directa y mágicos efectuados por tal enemigo. El 28 de junio, cuando se amputaron misteriosamente las manos del general Perón, violándose su féretro y efectuándose una serie de misteriosos asesinatos que ocultaran debidamente el hecho (entre ellos los de un juez y su esposa en una autopista española), el asesinato y desangramiento posterior de un periodista de orientación nacionalista, Alfredo Guereño, un 9 de julio y posteriormente, un 17 de agosto la irrigación, posiblemente con su sangre, de las cuatro paredes de la cúspide del obelisco de Buenos Aires. Nosotros dijimos en ese entonces y lo ratificamos con otros detalles concurrentes, que ello obedeció a la precisa finalidad de evitar la quiebra de la democracia tras la revuelta militar carapintada, ya que la democracia había sido la gran apuesta que había hecho tal poder para la república Argentina. A través del rito se atacaron los siguientes principios. Amputando las manos del General Perón, se atacó el principio del caudillismo y la posible unidad del pueblo con las Fuerzas Armadas, ya que ello había sido posible a través del General Perón, el cual, más allá de sus aciertos y errores, fue un verdadero caudillo militar con prestigio entre el pueblo. Desangrando y asesinando ritualmente a un dirigente nacionalista, se atacaba el principio de la nación a través de la figura de un civil y periodista. Y finalmente la irrigación del obelisco representaba un bautismo simbólico con los caracteres de la circuncisión, ya que el obelisco, símbolo fálico, es un centro energético de nuestra república y su bautismo en sangre representaba un acto de posesión.

 

Indudablemente todo esto se ha cumplido en la sociedad argentina y los ritos efectuados por dicho poder, acompañados por una pluralidad ingente de medios concurrentes, han dado vastísimos resultados. Hoy la nación argentina se encuentra disgregada, sin Estado, sin clase política, sin Fuerzas Armadas, sin moneda y a punto de ser disgregada en su territorio, tal como nos han señalado los anteriores oradores. Hemos dicho que esta aviesa acción de tal poder en contra de la Argentina, esa predilección por la que se han lanzado sobre ella andanadas de planes deletéreos, obedece a una finalidad extraeconómica. Estos poderes no están aquí para enriquecerse meramente, tal como sostiene la crítica marxista y alguna otra que pretende no serlo, sino para coartar el destino histórico de la Argentina, la tierra del Grial, aquella en la que quienes huyendo de Europa vislumbrando el comienzo de la gran decadencia buscaron vanamente la Ciudad de los Césares. La tierra del gran reenderezamiento de la civilización occidental.

 

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