11 DE SEPTIEMBRE 2002. DÍA DEL MAESTRO

Lic. Marcos Ghio

(Conferencia dictada en el Centro de Estudios Evolianos de Buenos Aires – 11/09/02)

 

Se ha hablado en la alocución que me precediera de los grandes maestros que ha tenido la Argentina hasta hace por lo menos cincuenta años y se ha dicho que la causa principal de nuestra crisis actual es la carencia de éstos, así como de la capacidad de saber distinguir a quienes pudiesen ser los verdaderos conductores en el caso específico de que apareciesen realmente, habiéndose interrumpido de este modo el lazo político esencial existente entre el que manda, el maestro, en tanto poseedor de un carisma, y el que es dirigido, en tanto capaz de receptarlo y de responderle con un vínculo de fidelidad.

 

Yo saldré ahora de nuestra circunstancia histórica, tan bien narrada por el Prof. Jack, para ingresar abiertamente al terreno de los principios y referirme a la esencia de lo que significa el maestro verdadero, justamente aquel que nosotros debemos encontrar con empeño ante la vacancia que antes se ha mencionado. Y diré que hoy más que nunca un maestro auténtico debe ser aquel que es capaz de despertarlo en cada uno de nosotros, aquel que enseña a escuchar al Maestro Interior a aquellos que no saben o no quieren oírlo.

 

Decía al respecto San Agustín que dentro de cada uno de nosotros existe en manera escondida un Maestro Interior que es quien que nos enseña y nos habla y cuya presencia se nos hace notoria justamente en los momentos más difíciles, cuando esa construcción superficial que hemos edificado a lo largo de nuestra existencia, por afuera de nosotros mismos, como un verdadero opio y escapismo, entra en profunda crisis, se nos hace patente como una nada, siendo entonces el instante en que quedan eliminados los obstáculos que impedían escucharlo. Es el momento en el cual han desaparecido los bastones, los puntos de apoyo en los cuales el hombre se sostenía para consolidar su yo ficticio y superficial, edificado por afuera de sí mismo; es el momento en el cual éste se encuentra como desnudo, sin más nada a su alrededor, y en este profundo vacío, en esta crisis existencial es cuando están dadas mejor las posibilidades de que pueda escucharse al Maestro Interior que nunca ha cesado de hablarle.

 

Evola al respecto, siguiéndolo a Michelstädter, mencionaba a dos tipos de hombre: el retórico y el persuadido. Retóricos eran aquellos que, al haberse escapado de sí mismos, buscaban por afuera la propia confirmación, los que, en tanto carentes de consistencia interior, trataban de encontrar a su yo en construcciones artificiales, en la imagen que se habían edificado en función de los otros. Ellos son los incapaces de estar solos, y por lo tanto de ver y de escuchar y que, en vez de contemplar y comprender, simplemente construyen, se aturden, se alucinan, huyen incesantemente de sí mismos hasta el momento en el cual, cuando la carrera los agota, sobrevienen las grandes crisis existenciales que pueden llevarlos tanto a su muerte y aniquilación total como personas, como por el contrario a su resurrección y al encuentro de su verdadera consistencia. En cambio, los persuadidos eran aquellos que por el contrario, lejos de huir se asentaban valientemente en su interioridad como en una fortaleza, sin necesidad de aplausos, de confirmaciones, sin necesidad de máscaras con que resaltarse o de bastones en que apoyarse, ellos hallaban por adentro de sí mismos las razones suficientes para ser, en tanto eran capaces de escuchar la voz de su Maestro Interior, esa voz que constantemente nos habla y que, según los clásicos y el pensamiento tradicional, fue aquella que ha determinado nuestro destino, la que nos indica incesantemente el porqué y el para qué estamos aquí, nos hallamos sumergidos en esta existencia, en este momento tan peculiar de nuestra historia, en este cuerpo, en esta patria y en este mismo lugar. "Conócete a ti mismo", decía el oráculo de Delfos, cuyo sentido auténtico es: aprende a escucharte, a auscultarte en tu profundidad, comprende tu verdadero significado. Esto es propiamente estar persuadido.

 

Esta dicotomía, tomada del joven y precoz filósofo Michelstaedter, será aplicada más tarde a la que contrapone individuo con persona, conservando el mismo sentido antagónico antes mentado. Y así como ser persuadido es una lucha en contra de la tendencia a escaparse de sí, en contra de la actitud retórica, ser persona es doblegar la condición de individuo que existe en uno mismo. Si la persona se instala en sí, el individuo en cambio es una fuga hacia lo indiferenciado, hacia aquello que le resulta ajeno y sin rostro, hacia la masa anónima y sin nombre. Por ello masa e individuo son conceptos correlativos. La masa es la materia caótica y sin forma compuesta de individuos indiferenciados; representa pues la fuga de sí. El individuo es el impulso del yo hacia la materia, así como inversamente la persona lo es hacia la forma y la diferencia. Y al respecto una de las características esenciales del pensamiento tradicional y que lo distinguen del moderno es que si bien ambos utilizan esta dualidad de palabras, sin embargo es el primero quien afirma con firmeza también una dualidad de significados. Él sostiene que se nace individuo pero se deviene persona, y que así como son muy escasos aquellos que alcanzan a desarrollar en modo excelente y pleno la personalidad, existen muchos que nunca llegan a serlo, sino de una manera muy ínfima, permaneciendo más individuos que otra cosa, en tanto se han hundido tan profundamente en el pantano de la masa anónima que prácticamente carecen de carácter propio.

 

El moderno, en función de su materialismo, confunde ilícitamente persona con individuo y habitualmente utiliza ambos términos como sinónimos, tendiendo a suprimir de hecho tal dicotomía, mientras que a la inversa, para el pensamiento tradicional, en tanto que la personalidad es una conquista, no todos alcanzan a ser persona de la misma manera. Así como se encuentran aquellos que, en tanto irreflexivos y retóricos, escapados de sí mismos, desarrollan sólo una dimensión ínfima confundiéndose igualitariamente con los otros en la masa, en el número, en la opinión pública votante y democrática, en donde renuncian a cualquier singularidad, en razón de un pavor desaforado por vivir en el desamparo y la intemperie, en el extremo opuesto están aquellos que lo son de manera absoluta, pues todo lo encuentran en sí mismos, y por ello permanecen impasibles, autosuficientes, seguros e inquebrantables ante los avatares del mundo externo.

 

La persona es pues una jerarquía que va desde lo más ínfimo, aquel que en tanto adherido a la masa, posee un grado mínimo de libertad, hasta lo superior representado por aquel que en cambio permanece en la cúspide porque todo lo puede. A nivel de la trascendencia Dios es la persona absoluta, y en el ámbito inmanente lo es el Emperador, en tanto imagen viviente de lo divino en la tierra. Ambos son los verdaderos maestros y conductores, no porque se nos impongan desde afuera de nosotros como una fuerza irresistible que nos obligue a un sometimiento obtuso e incondicional, sino porque nos enseñan y comunican un determinado estilo de vida que debemos imitar, y porqué su carisma es tan intenso que determina a nuestra voluntad, sintiéndola como más propia e íntima que aquel pensamiento e intención que nos ha acompañado siempre a lo largo de toda nuestra vida. Dios es el maestro que tenemos en lo más hondo de nuestra conciencia, y en la sociedad, que es un macrohombre, el Emperador es la persona absoluta, el maestro simultáneamente externo e interno que rige las acciones de las partes, en tanto las orienta hacia un camino de paz y de justicia.

 

Hay aquí pues una pedagogía del pensamiento tradicional. Lo propio del maestro es la actitud de personalizar, en tanto hace que el hombre abandone su condición de individuo y de masa y participe del plano del espíritu y de la personalidad que es su manifestación propia. Clásicamente se hablaba de tres dimensiones en el sujeto: el cuerpo, el alma y el espíritu. Y el hombre puede atravesar por dos nacimientos, el primero es por el alma, cuando ingresa a la dimensión de la temporalidad, pero el segundo nacimiento es cuando brota el espíritu de uno mismo, y ello acontece cuando el sujeto alcanza a ser señor y dueño de sí, pues la característica principal del espíritu es la libertad. El maestro es algo así como un partero pues la dimensión del espíritu debe ser parida en el sujeto por un acto que los clásicos y especialmente Sócrates denominaban como mayéutico. Al respecto, la educación clásicamente sólo tenía este sentido, el de ayudar a parir a la persona en el sujeto a fin de que dejara de ser individuo. Por ello la escuela derivaba de skolé, ocio, pues era el ámbito donde se enseñaba a pensar, a concentrarse en sí para escuchar. Nada más absurdo y alejado de la realidad que las modernas pedagogías activas, las que en su mismo concepto representan la negación de toda educación verdadera, más aun, la antieducación.

 

La presencia de Dios en el alma, es interior en tanto no es una cosa que nos resulte ajena en lo más profundo de nosotros mismos. Subordinarse al Maestro interior, seguirlo en lo que éste nos indica, no es perder nuestra libertad, sino al contrario adquirirla, realizarla, y obedecerle es obedecernos a nosotros mismos, a nuestro Yo más profundo, es retornar desde afuera de nosotros hacia nuestra más propia interioridad.

 

Acontece lo mismo con las naciones y pueblos que son como macrohombres: una nación es retórica cuando encuentra en otra realidad que se halla afuera de sí misma su punto de referencia y confirmación. Esta actitud es posible encontrarla en distintas manifestaciones. Es retórica una nación sometida a políticos inescrupulosos que engañan cotidianamente a su pueblo, al que se ha acostumbrado a la adulación y a la demagogia. Del mismo modo que es más posible aun hallar ese estilo retórico cuando la Argentina elabora toda su política no en aras de aquello que ella considera como justo o verdadero, sino en función de ser aceptada por el resto del mundo; cuando vive, late y se agita determinada por la opinión ajena, por la imagen que ha construido de sí misma hacia los demás y por el grado de aceptación que podrá obtener de los otros, cuando descree de sus propias fuerzas y energías creadoras y considera absurdamente que si se abandonara a ellas sobrevendría el marasmo y el derrumbe fatal. Y al respecto, como un dato ilustrativo de lo que aquí afirmamos, digamos que hay que prestar atención a ciertas manifestaciones de quienes hoy nos gobiernan pues en pocas palabras pueden expresar una idea que nos llevaría a veces páginas enteras desarrollar. Esta actitud pasiva y femenina, esto es, propiamente retórica, esta carencia de fortaleza interna, la hemos percibido en forma caricaturesca cuando nos tocara oír a gobernantes que sostuvieran abiertamente que, si queríamos tener éxito y realizarnos como nación, debíamos estar tan subordinados al poderoso de turno hasta el límite de entrar en relaciones carnales. Tal definición grosera, que elaborara un reciente y afortunadamente fallecido ex ministro de Relaciones Exteriores cuando se hallaba en el cenit del poder, nos exige hacer una serie de disquisiciones necesarias. En primer lugar si, más allá de lo infeliz de la apreciación, lo que se quiso decir es que debemos estar subordinados a alguien porque, al ser superior a nosotros, nos recompensará, enriqueciéndonos y elevándonos de nuestra condición, habría que esclarecer primero quién es ese alguien y qué tipo de beneficios y recompensas nos brindaría en el caso de someter a éste nuestra soberanía o parte de ella. Nosotros queremos enseguida aclarar que no sostenemos un concepto absoluto de la soberanía, tal como lo hacen ciertos relativismos culturales, sea de derecha como de izquierda; la independencia está en relación con la entidad de la persona y de la nación, concebida esta última como persona en gran escala. Ser independiente es ser libre y la libertad no es el accionar sin sentido de marionetas agitadas, sino la acción reflexiva y adherida a los valores de verdad y de justicia: justamente es libre sólo aquel que se subordina a su Maestro Interior. Ahora bien, así como los hombres no son iguales, y se distinguen entre sí de acuerdo al grado de personalidad que han desarrollado, tampoco lo son las naciones, y existen aquellas que son más persona que otras y estar subordinados a ellas otorga un valor superior de libertad, nos enseña a ser nosotros mismos, a reconocer nuestra medida y sentido. Ello no significa en manera alguna un menoscabo de sí mismo. Yendo a un caso extremo digamos que a las tribus africanas, por ejemplo, el haber estado subordinadas a naciones blancas más civilizadas no les ha significado en modo alguno una pérdida de su propia libertad (por más que el colonialismo del siglo XIX pueda recibir muchas objeciones de nuestra parte), sino a la inversa la presencia del blanco en dicho continente significaba para éstas un principio de orden, el cual desaparece o se aniquila cuando aquel se retira con la descolonización y vuelve a imperar entre estos pueblos la anarquía tribal y las limpiezas étnicas.

 

Así como nosotros, siempre en función de un principio de jerarquía, sostenemos que el Estado debe estar por encima de las partes, sean éstas las distintas personas singulares o aun los gobiernos provinciales y municipales dentro del seno de una nación, en tanto se lo comprenda como ente dador de sentido, y así como comprendemos que quien se subordina a un caudillo, en verdad lo que hace es obedecerse a sí mismo, en tanto éste exteriormente representa a ese yo interior o maestro más profundo que habita en nosotros, de la misma manera en el contexto de las naciones debe existir una de ellas en la cual se haya alcanzado a sustentar la persona hasta la idea superior de Imperio, y que por dicho privilegio debe tener primacía sobre todas las restantes. El ejemplo arquetípico está dado por lo que fuera la Roma clásica, en tanto paradigma de un verdadero Imperio. Dicha institución tenía prioritariamente un contenido espiritual, el que en la política cotidiana se manifestaba como un principio superior dador de orden y de justicia a las partes que se le integraban. Obviamente ello era algo totalmente distinto del concepto de imperialismo, el cual, lo mismo que sucede con la dicotomía autoridad-autoritarismo, es una deformación y distorsión de lo primero en tanto se basa, a la manera moderna, en motivaciones puramente económicas y materialistas y por lo tanto exteriores y caricaturescas. La diferencia principal entre Imperio e imperialismo es que el primero es autosuficiente y el segundo en cambio, en tanto se basa en valores materiales, necesita de las partes a las que someter, en tanto dadoras de "productos" y "materias primas", o también de consistencia a su insaciable necesidad de poder y de autoafirmación. Así pues, en el primer caso, eran más las naciones subordinadas las que necesitaban la primacía del Imperio, que éste de las naciones. Las diferentes naciones reconocían en dicha instancia una cualidad superior de árbitro que intervenía en los conflictos entre las partes sea desde dentro como desde fuera de la propia nación. Esto de ninguna manera limitaba o disminuía el ejercicio de las libertades, sino que por el contrario las multiplicaba, pues eran protegidas todas por quien, en tanto era más, irradiaba en los otros también mayores posibilidades existenciales.

 

Por supuesto que ello resulta incomprensible para una mentalidad materialista como la que hoy en día nos rige. Quien ejerce el poder actualmente, según las múltiples ideologías hoy vigentes, pero acordes todas en su modernidad, sólo lo hace en función de enriquecerse y de acrecentar su poderío económico, así como también para satisfacer un ansia de prestigio. Y así como los políticos son los que solicitan y corren detrás de los ciudadanos para que los voten y de tal modo poder engañarlos y enriquecerse libremente a cambio de prebendas demagógicas, de la misma manera un Imperialismo se distingue de un Imperio en la medida que en un caso es el primero el que solicita y exige a las partes que se le subordinen y en el segundo en cambio son más las partes las que requieren su subordinación en tanto la

vivencian como una necesidad de elevación y libertad.

 

Hoy la diferencia que existe entre un Imperio tradicional y un simple imperialismo como podría ser el norteamericano es la que podría haber entre un Estado en sentido estricto y una mafia. El Estado protege y rige por el prestigio y la riqueza espiritual que de él promana. La mafia en cambio doblega por el miedo, y su protección y aceptación de la misma no representa otra cosa que un acto femíneo de sometimiento, de cobardía y de retórica, como podría haber sido la solicitud de amparo y protección "carnal" efectuada por el ex ministro Di Tella. Por lo cual ser protegidos por un Estado, siempre comprendiendo por tal a una institución tradicional, no coarta ni disminuye la libertad de las partes sino que la multiplica, en cambio serlo por la mafia, anula la libertad y dignidad de la persona, pues dicho impulso a la protección se basa en el miedo y la viveza, como tan bien nos testimoniara el gobierno de Menem.

 

El Pragmatismo y los Principios

 

Hemos dicho que así como no son iguales los seres humanos, los que se diferencian por el mayor o menor grado de personalidad que poseen, sucede lo mismo con los pueblos, entre los cuales existe un principio de jerarquía por el que algunos deben depender de otros que les otorguen un sentido de superioridad y de orden. Ahora bien, Norteamérica carece de la verdadera superioridad espiritual por la que se justifique nuestra subordinación. Y ello se lo nota no sólo en el hecho de nuestro caos e incesante desorden, el cual existe justamente porque estamos subordinados a tal imperialismo, aunque sería errado pensar que tal desorden se deba al mero hecho de que nos efectúa una permanente sangría de bienes económicosy que el día en que ello dejara de suceder, entonces todo volvería a la normalidad. El problema es mucho mayor pues abarca una esfera que no es meramente económica, sino de carácter psicológico y aun espiritual. La causa principal de la crisis y decadencia argentina es que en su seno se ha generado un tipo de hombre diferente del que pertenece a nuestra esencia más profunda, es decir a su personalidad más propia: tipo de hombre que no dudaríamos en calificar como una verdadera copia del homonorteamericanus o inversamente como el yanquiargentino. Y esto tiene un antecedente histórico muy preciso. Hace más de un siglo y medio el pensador político liberal Juan Bautista Alberdi solicitaba en sus famosas Bases la necesidad de constituir de una vez por todas al yanqui argentino como sustituto del gaucho, individuo argentino originario, poco propenso al trabajo y a los negocios. Esta meta del liberalismo, luego inscripta en nuestra Constitución del 53 y que informara a todo nuestro sistema político y educativo de los últimos tiempos, hoy ya es una realidad completa, especialmente luego de las últimas dos décadas democráticas y de manera definitiva tras lo que podría calificarse como la menemización de la Argentina, pues a partir de la misma ya contamos con el yanqui argentino definitivamente constituido, aunque nos hayamos convertido en un país de yankis pobres, es decir, tenemos el mismo espíritu del yanqui que comenzara a constituirse desde bien lejos en nuestra historia, y que luego de los intensísimos 10 años de gobierno de Menem se ha materializado definitivamente, pero a diferencia del norteamericano, en razón de nuestra dependencia, somos pobres.

 

Esta afirmación primera nos lleva a la siguiente: sería un verdadero absurdo si tratásemos de "liberarnos del imperialismo" sin destruir, previa y simultáneamente, al yanqui que se nos ha injertado. Ello debe ser la gran meta que debe formularse de manera tajante y prioritaria un verdadero movimiento alternativo. Más que al yanqui que tenemos afuera, debemos hacerlo principalmente con el que se nos ha anidado adentro. O también nunca nos liberaremos del yanqui que está afuera de nosotros, si no comenzamos primero con eliminar al de adentro. Y decimos más aun, hasta que no extirpemos al yanqui que se nos ha injertado como un hecho antinatural jamás podremos llegar a ser nación.

 

Es una característica del yanqui, es decir, del hombre retórico y moderno por excelencia de los tiempos últimos, un conjunto de peculiaridades que señalaremos rápidamente aquí con la intencionalidad de colaborar en la tarea de despertar a nuestro Maestro Interior, el cual, digámoslo de una vez, sólo podrá brotar y ser escuchado en el combate simultáneo que tengamos para expulsar y destruir al yanqui que se nos ha injertado tras casi dos siglos de pedagogía liberal.

 

El yanqui es el prototipo del hombre que vive en función del negocio y del dinero. La medida con la que él juzga a las naciones es por su grado de prosperidad material, es decir, el aumento de su Producto Bruto Interno, y no por el grado de libertad y de eticidad que hayan alcanzado. El progreso significa pues para éste tener muchos bienes. La felicidad, comprendida esencialmente como goce indiscriminado por tener, es la meta principal de toda su vida y en función de la cual él lo subordina todo. Es bien sabido que tal actitud que es lo contrario de toda filosofía verdadera ha paradojalmente asumido incluso la forma de una de ellas, la que no nos cabe duda alguna que es lo principal que debemos combatir en tal obra de extirpación: la filosofía del yanqui es el pragmatismo, que no es sino una parodia de la filosofía. Para ésta una verdad o una teoría sólo es válida si tiene éxito, comprendiendo por ello acrecentamiento de bienes y de negocios; si en tal esfera fracasa en cambio no sirve y por lo tanto es falsa. La metafísica, el ocio intelectual no son obviamente fenómenos norteamericanos. Por lo tanto, puesto que el éxito es para el yanqui sinónimo de triunfo en los negocios y el trabajo, es decir, dinero, el hombre feliz, la meta ideal buscada, es el hombre con dinero. El activismo desaforado es pues el correlato del pragmatismo yanqui.

Ahora bien, la Argentina a partir de 1989, año clave en la historia mundial, ingresa de lleno en el pragmatismo (lo que a su vez coincide con el inicio de la era de Menem); ella lo asume abiertamente como filosofía política y de la vida, creyendo que el vicio de su democracia consistía no en el hecho de sostener ideales que eran equivocados e inaplicables, sino a la inversa, en ser demasiado idealista, es decir poco oportunista, poco ágil para las negocios, o en pocas palabras lo que se descalificaba era tener ideales y metas superiores a la realidad del momento. Y entonces presenciamos el espectáculo triste y lamentable de ver a los dos candidatos presidenciales, pertenecientes a los dos partidos políticos principales, no discrepar en cuanto a programas, sino empeñarse en una especie de torneo para ver cuál de ellos era el más pragmático. Por igual ambos atribuían los fracasos del anterior gobierno a un exceso de ideología, es decir de apego a principios, a grandes relatos, bajo la forma de los derechos humanos, de la democracia universal, etc., tal como los ha definido el léxico postmoderno. Al "con democracia se come" de Alfonsín, Menem le suplanta con "si no hay comida, ¿de qué sirve la democracia?" Por lo cual si en el primer caso el acento estaba puesto en el ideal, el cual podía estar equivocado, ahora en cambio lo estaba en el estómago. Así pues el pragmatismo ha sido esa corriente que, con la excusa de desdeñar de los ideologismos y del desapego por lo real, en verdad lo hacía con los principios y con las ideas, considerando todo ello como poco provechoso y obstáculo para el éxito y la acción, del mismo modo en que un comerciante puede burlarse de la filosofía o de un bello poema que no solamente no producen ganancias, sino que además significan pérdida de tiempo precioso empleable en cambio en conseguir "provecho". Y dentro de esta competencia para ver quién era el más pragmático, es decir, en forma implícita, el más norteamericano, el peronismo a través de su candidato (acotemos que el que se presentó fue el que más acudió al léxico tradicional de dicho movimiento, de carácter populista y patrioteril) fue justamente el que dio las mayores muestras de pragmatismo pudiendo así ganar las elecciones. Eso lo explicó brillantemente el ganador al poco tiempo de haberse instalado en el poder. "Si yo hubiese dicho la verdad de lo que iba a hacer, manifestó con suma y meritoria sinceridad, nadie me votaba". Es decir, cumplir con la palabra empeñada, ajustarse a los principios, no son en nada la meta del político, sino simplemente tener éxito, ganar una elección. La Política se encuentra pues disociada de la Ética. Esto es justamente el pragmatismo: el éxito y no la verdad es lo esencial. Si él hubiera dicho que de subir al poder habría rifado el patrimonio del Estado, habría declarado las "relaciones carnales con Norteamérica", por supuesto que nadie lo votaba y por lo tanto no habría sido un político exitoso. Pero aquí agreguemos un punto fundamental en el sentido de que esto no ha sido meramente una peculiaridad de tal candidato, incorporada de contrabando y que transgredía la filosofía del movimiento al que pertenecía. Y aquí valga esta digresión. En un viaje que hiciéramos hace unos años por Europa, cuando ya empezaban a comprender también allá que Menem había mentido, varias veces se nos preguntó: "¿Cómo puede ser que Menem, siendo peronista, hizo lo que hizo?" Y mi respuesta siempre fue al respecto la misma: "Justamente por ser peronista es que él hizo lo que hizo". Es de recordar al respecto que una de las características que tenía el fundador de tal movimiento fue el doble discurso. Y hasta diríamos el triple o el cuádruple discurso. Por ejemplo, dicha agrupación política fue caracterizada siempre como un antídoto ante el avance del marxismo por el mundo, y múltiples fueron los discursos y afirmaciones de Perón en contra de tal ideología y de cómo el peronismo era un tercer camino entre el comunismo y el capitalismo. Por lo cual a muchos de nosotros que no somos ninguna de las dos cosas siempre nos resultó simpático escuchar tales palabras. Pero éste era un discurso que él utilizaba para los que no eran marxistas. A un marxista en cambio él le decía lo siguiente: "El objetivo de ambos (Castro y Guevara) es la liberación de los pueblos de América Latina, el mismo que el de nuestro movimiento... El Che Guevara es un símbolo de esta liberación. Él ha sido grande porque ha servido a una gran causa.. es el hombre de un gran ideal." (Reportaje a Jean Thiriart en 1969).

 

Era al respecto famosa en él la teoría de los anticuerpos por la que sostenía que un movimiento político tenía que albergar en su seno a las fuerzas más antagónicas y dispares, aun las más subversivas, tratando de sintetizarlas, utilizando lo positivo de cada una de ellas y utilizándolas para combatir los excesos de la otra. Así pues, cuando Perón alcanzó el gobierno en su último y efímero período no hesitó –aplicando tal metodología pragmática y oportunista– en entregar los resortes del poder a los sectores más contrarios al interés nacional. Así fue como al judaísmo le entregó el manejo de la economía (Gelbard), a la masonería (López Rega) el manejo de las funciones más privadas del gobierno y al marxismo (Montoneros y otros) el manejo de las universidades y de otros resortes fundamentales a partir de los cuales pudo organizarse una violenta guerrilla en el país, la que diera como resultado el posterior fenómeno de los 30.000 desaparecidos. Es de recordar al respecto la famosa frase de Perón que sintetizaba perfectamente ese pragmatismo norteamericano que aquí denunciamos cuando manifestaba que "la realidad era la única verdad", cuando lo correcto desde el punto de vista tradicional es exactamente lo opuesto: "la verdad es la única realidad". Son los principios y no el oportunismo y el sometimiento a los avatares de las circunstancias los que siempre deben primar.

 

Y hoy en día el pragmatismo, esa postura que preeminencia el éxito sobre el ideal, y que en la Argentina se ha asociado a un fenómeno autóctono cual es el de la viveza criolla, con toda una secuela de demagogias, se nos quiere volver a manifestar en esa parodia nueva que es el candidato a presidente de una semana de gobierno. Es decir, el nuevo Perón o Menem de la próxima etapa de decadencia democrática y pragmática que se nos quiere implantar. Y al respecto digamos dos cosas. Una inteligencia política es aquella que sabe ver en su conjunto la totalidad del problema, que no se deja influir como la masa por alguna frase impactante o alguna media verdad. En relación a esta persona, como a toda la clase política formó parte de alguno de los gobiernos que destruyeron el país, nos preguntamos sencillamente: ¿adónde estaba, qué hacía, de qué lado se encontraba? Es muy fácil la respuesta. El político debe ser juzgado por su historia y no por un discurso.

 

Y ahora vayamos, luego de esta larga introducción, al tema que aquí nos convoca. Once de septiembre. Día del Maestro. Nos hemos detenido en estos detalles anecdóticos porque queremos aplicar las enseñanzas de nuestro maestro a la realidad cotidiana. Se nos dice que estamos tan lejos del poder, que carecemos de aparato y de dinero y que por lo tanto no nos queda más remedio que resignarnos a acatar al mal menor, aceptar pues a alguno de los tantos pragmáticos, que son los que tarde o temprano siempre ganan, rezando o autoconvenciéndonos en forma autista de que finalmente será el que menos daño nos hará. Sin embargo ante este fatalismo recordemos que el maestro nos enseñó que, a pesar de su autoproclamada omnipotencia, el sistema en el fondo es débil, que es un tigre de papel, tal como lo definía en otro contexto Mao tse tung. Que con un cortaplumas se puede tomar un avión y, lanzándolo con coraje, se puede tumbar en un instante una de sus fortalezas emblemáticas en su misma guarida, sin necesidad de una gran organización, sin necesidad de medios descomunales. Fue justamente un 11 de septiembre, el día del Maestro, en que se nos quiso dar esa gran enseñanza.

 

Frente a ello, como era de esperar, el sistema, es decir, los pragmáticos, a través de sus múltiples corifeos de todos los colores imaginables, nos ha saturado de interpretaciones descalificatorias, todas ellas destinadas, en forma astuta, a impedirnos comprender la entidad del mensaje. Nos ha dicho que fueron los judíos, que fueron los servicios de inteligencia, que fue Bush para justificar sus guerras santas por el mundo. Y aquí es donde está la gran diferencia entre ellos y nosotros. Nosotros pensamos no con la lógica yanqui del pragmático, sino con la del héroe. Y al respecto consideramos que no es cierto el mensaje que se nos quiere dar en el sentido de que el Imperialismo (una vez más no el Imperio) es todopoderoso e invulnerable y si algo grande y demoledor le sucede es tan sólo porque se lo ha producido él mismo. Muy a su pesar estamos convencidos de que en el mundo hay aun un espacio para el héroe, que el hombre es superior a la máquina y que, tarde o temprano, las guerras las ganará siempre el más valiente y no el mejor armado.

 

Maestro, una vez más seguiremos tu camino, el que, a pesar de aparentarse lo contrario, nos ha sido tan exitoso. De a poco y con perseverancia de cirujano extirparemos al yanqui argentino que nos modelara el liberalismo, ese apéndice creado por esas relaciones adúlteras fruto de nuestras incesantes y agotadoras democracias. Así como nuestra bronca se transformó en voto en octubre del pasado año y tumbamos a dos presidentes con ello y estamos por volatilizar al tercero, nuestra próxima campaña electoral deberá concluir con la democracia, pues tal es nuestra meta.

 

Y ante el vacío nosotros como el Juan el Bautista anunciamos la llegada del Caudillo. Días pasados alguien, ante nuestro osado anuncio de la dictadura necesaria aparecido en El Fortín último, nos preguntaba ansioso: "¿Y dónde está el dictador?" He aquí el gran dilema. El verdadero revolucionario, el que quiere terminar con el sistema y no ganar una elección, sabe que su lucha es arriesgada y sólo el secreto es la garantía del éxito. Es de esperar que, simultáneamente a nuestro anuncio, en las sombras se afilen las espadas para el día del gran combate, para el día en que de cuajo acabemos con los últimos estertores del yanqui argentino.

 

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