CENTRO DE ESTUDIOS EVOLIANOS

ACTUALIDAD Y VIGENCIA DEL PENSAMIENTO EVOLIANO

 

por Marcos Ghio

 

(Conferencia dictada el 11 de junio de 2004 en el Centro de Estudios Evolianos de Buenos Aires, en ocasión de rememorarse el 30 aniversario del fallecimiento de Julius Evola)

 

En un día como hoy, hace exactamente treinta años, inválido desde su lecho de muerte, el barón Julius Evola solicitaba a dos de sus más fervientes seguidores que lo pusieran de pié antes de morir para observar por última vez, desde la ventana de su departamento frente a la antigua Cancillería de Roma, al mundo moderno que estaba a punto de abandonar.

 

Debió seguramente una vez más percibir la profunda distancia que lo separaba de esas multitudes anónimas que deambulaban por las calles devorando su tiempo en una vida oscura originada en manera azarosa y que a su vez, del mismo modo que casual había sido su comienzo, también habría de serlo irreversiblemente su final, sin nada sustancial que hubiese sido elegido durante todo el trayecto, como el producto de una tenebrosa fatalidad que constantemente la interpreta en un concierto de notas infinitas, de marionetas que rumian apretujadas sin rumbo ni razón de ser. Ellos eran seres en sí mismos insuficientes, sujetos sociales que necesitan irreversiblemente del otro para justificarse, que solicitan diariamente de un foro ante quien explicarse, retóricos precisados de permanentes confirmaciones para continuar con su camino, siempre solícitos a los aplausos y alabanzas, así como de democráticas y promiscuas participaciones. Él en cambio pertenecía al grupo de aquellos que se bastan y son suficientes a sí mismos, que no necesitan de nadie que incremente su yo, y que son por lo tanto capaces de prescindir de las tres metas principales que agitan la existencia mundana tales como el deseo de fama, de poder, de dinero, pues sólo en sí mismos y no en otra cosa encuentran la propia justificación.

 

Formaba pues parte de la especie de los persuadidos contrapuesta a la de la multitud abundante de retóricos a los que contemplaba por última vez desde su ventana. Se trataba por lo tanto de dos razas, de dos hombres que se hallaban frente a frente sin nada esencial que los identificase, sino tan sólo la superficial circunstancia de compartir un cuerpo semejante, o de hablar una misma lengua. Afuera por lo tanto la muchedumbre moderna, la masa, el ganado sin nombre, afanoso de consumos y de aturdimientos para poder saturar el propio tiempo y olvidarse de sí y del por qué se encuentra aquí. Drogados con cosas superfluas, ensordecidos con ruidos infernales, borrachos de curiosidades que llenan incesantemente su yo. Atrapados por la “vida”, absorbidos en un torbellino ensordecedor que les permite saturarse de sensaciones intensas, escapándose de sí y disolviéndose en la nada, siendo arrastrados así en el ritmo desenfrenado del devenir. Frente a ellos, inconmovible, el mundo del ser parmenídeo, de aquello que nunca cambia, aquel que el Evola que se despide desde siempre respiraba. Porque existir para el hombre de la Tradición, antagónico del moderno, significa trascender la mera vida, tenerse a sí mismo como centro indisoluble e impenetrable, como roca inflexible ante los avatares del tiempo.

 

Ya desde su misma infancia él había percibido, tal como nos relata en El Camino del Cinabrio, que no se encontraba aquí de casualidad ni que tampoco su ida, ya inminente, era algo que se le hubiese impuesto involuntariamente; él sabía que había venido de otra parte, de un universo lejano y distinto en donde las apuestas son duras y osadas, en donde los hombres, lejos de buscar la paz, la quietud y la “felicidad”, se encuentran en cambio ansiosos por transitar el peligro y las misiones más difíciles y complicadas, y para los cuales, a diferencia de nuestros tiempos democráticos, no es ni la fama ni el dinero la medida de todo. Por lo tanto ningún paraíso de bueyes apacentados ni aquí en la tierra ni en el cielo lejano representa su meta. Sólo donde no hay paz y donde existe el peligro se halla la verdadera realización. Porque allí donde se encuentra el heroísmo la vida es comprendida como una epopeya y el hallarse en ella no es entendido nunca como una situación azarosa y casual por la que, sin siquiera habérsenos preguntado, nos despertamos de golpe adentro del cuerpo de un hombre determinado, viviendo en un cierto sexo, en una determinada raza o nacionalidad, en una condición social rica o pobre, en un cierto momento de la historia al que nos debemos adaptar así como el yeso a un molde prefijado, es decir, con una existencia que nos ha sido impuesta por encima de nuestra voluntad. Contrariamente a ello la vida es en cambio concebida aquí como un viaje que previamente ha sido minuciosamente proyectado, como una empresa aventurada en la que entra en juego una meta suprema cual es la conquista y búsqueda de la inmortalidad.

 

Ni tampoco en tal contexto resulta una casualidad el hecho de que se haya elegido vivir justamente aquí en este Kali-yuga, en esta edad del hierro sombría, en su etapa más decadente y terminal, pues ello ha sido en razón de que hemos querido otorgarnos una medida difícil, una prueba sumamente complicada, posiblemente la más arriesgada de todas, en la que es posible más que en cualquier otra extraviarse, perder el rumbo asignado, disolverse en el mundo del devenir y la nada y por lo tanto morir definitivamente arrastrado por el torbellino del número. Pero todo ello ha sido en relación a la apuesta que nos hemos hecho a nosotros mismos, pues quien puede ser libre en un universo de máquinas programadas, ser persona en medio de una sociedad de masas, quien alcanza la conquista de la otra vida en un mundo que se encuentra ebrio de “vida” placentera, de puros instantes sin tiempo, vividos con obtusa intensidad y que se aturde y alucina en sensaciones fugaces, que no son sino huidas y olvidos verdaderos de que realmente se es; aquel que logra sobrevivir en tal sociedad carente de cualquier sostén existencial es sin duda alguna el superior a todos. Y es paradojalmente en un mundo de tal tipo, al que se ha llegado ex profeso, en donde resulta más claro que en cualquier otro que existen en un mismo pellejo que a todos nos identifica dos tipos esencialmente distintos y confrontados de seres humanos que conviven bajo un mismo techo, que se cruzan cotidianamente en una misma circunstancia y situación, en donde sólo un ojo metafísico puede percibir la diferencia esencial que los contrapone. Que se encuentran aquellos, la mayoría, la masa, que son tomados por la vida en un flujo incesante, irracional y reiterativo, siendo apenas átomos mutables de un proceso infinito y vermicular, los que no son otra cosa, al decir de Schopenhauer, que la expresión de una ciega voluntad de vivir que los utiliza como piezas recambiables, como luces fugaces de un concierto infinito de estrellas incesantes que se prenden y apagan raudamente y, en contraposición a éstos, en cambio se encuentran los otros, la otra raza a la que perteneciera el Evola a punto de despedirse, de pié junto a su ventana, de los que han tomado la vida tan sólo como un medio, como un trampolín para lanzarse hacia lo alto a fin de obtener una conquista en donde la muerte, lejos de ser una nada o un velado apagarse de una existencia ansiosa y agotada, es a la inversa la consumación de un proceso, un tránsito victorioso sobre el devenir. No por nada en las grandes religiones de Occidente, como la griega y el cristianismo, dioses y ángeles, divinidades intermedias, envidiaban a los hombres, pues mientras que los primeros estaban determinados a ser siempre inmortales de una misma manera, asemejándose en ello a los animales quienes también estaban signados por un estado de fijedad aunque polarmente inversa, el hombre en cambio, en tanto participaba de dos dimensiones contrapuestas, poseía una libertad esencial de la cual carecían todos los restantes seres, pues sólo a él ninguna fatalidad le estaba prefijada, ni de arriba ni de abajo. Él solo podía elegir entre elevarse hasta la dimensión de un dios o descender hasta el grado más bajo de las bestias y aun hasta de los mismos vegetales, que tan sólo “viven”, “gozan” y se reproducen, como en los momentos últimos y actuales de la gran decadencia y postmodernidad, la que, como indica su mismo nombre, no es sino la modernidad postrera y última que pueda concebirse. Por ello ser meramente hombre, tal como mienta el moderno humanismo, no es propiamente nada, pues lo humano es ser tan sólo un puente, un proyecto existencial entre el animal y el superhombre, entre la bestia y el dios.

 

“No nos engañemos: somos hiperbóreos”, decía el maestro Nietzsche en la misma línea asumida por el también maestro Evola. Somos diferentes de la inmensa mayoría. Por lo tanto apartémonos del dogma esencial de este mundo de apariencias, en el que la igualdad ya representa un abuso del lenguaje en el nombre de la cual se cometen las más absurdas injusticias. Repitámoslo pues de manera clara y concisa: existen dos tipos de hombre que se encuentran afincados simultáneamente en un mismo tiempo, por un lado los modernos, que son los que han hecho del mismo su principio esencial y por el otro los hombres de la Tradición que en cambio tienen por meta la eternidad, lo que siempre es y nunca deviene y para los cuales la vida representa un medio y no un fin. Tal dualismo es a su vez el que se encuentra presente en todas las grandes religiones las que han contrapuesto dentro de lo humano a dos principios antagónicos e irreconciliables. El origen del hombre, decía la antigua religión griega, surgía a partir de las cenizas de los impuros Titanes destruidos por Zeus en venganza por haber devorado a su hijo Dionisio. Por lo tanto coexistían dos principios antagónicos en nuestra misma especie, divino el uno e impuro y profano el otro, hallándose signados ambos por una lucha incesante e irreversible. En modo tal que los hombres se dividían de acuerdo a si habían sido capaces de hacer primar en sí mismos lo titánico o lo dionisiaco, lo impuro o lo divino, lo sagrado o lo profano, por lo tanto lo moderno o lo tradicional. Y esta lucha interior que cada uno desarrolla en el seno de sí mismo da como consecuencia la coexistencia en la humanidad de dos estirpes antagónicas, determinadas de acuerdo al principio que se haya logrado hacer valer. En modo tal que quienes han hecho primar el devenir y lo mutable, es decir los titánicos, éstos son pues los modernos. Aquellos que en cambio lo han logrado hacer con lo divino y permanente, lo dionisíaco, éstos son los hombres de la tradición. Y aun el cristianismo, en su continuidad aria y occidental, ha reconocido también esta dialéctica incesante en el seno de lo humano cuando ha revelado en el mismo la coexistencia simultánea de dos principios también antagónicos: la imagen y el pecado. El de ser hijo de Dios, de la misma estirpe divina, y la de representar en cambio y por contraposición una tendencia exasperada e impura hacia el no ser y la disolución.

 

Pero agreguemos esta peculiaridad: que esta gran guerra que nosotros sobrellevamos adentro de nosotros mismos, se exterioriza a su vez en el mundo externo cuando, como una proyección de este combate interior, el hombre de la Tradición y el moderno luchan en manera incesante entre sí. Más aun, la misma representa un paradigma necesario e indispensable para objetivar y mantener vivo ante nuestra conciencia y la de los otros tal hecho irreversible. Porque aquí, en relación a tal dicotomía, digámoslo para entrar de lleno al tema de nuestra ponencia, hay dos cosas esenciales que hacen a lo que caracteriza al más estricto pensamiento evoliano y que lo singularizan en relación con otras tendencias que también dicen reivindicar la tradición, pues en los tiempos oscuros y caóticos en los que vivimos existen términos que es indispensable especificar a fin de no extraviarse. Y agreguemos a partir de este instante que hay un pensamiento evoliano claro y definido que es un signo preciso e identificatorio en los tiempos actuales.

 

La primera característica del mismo es que no deben confundirse nunca las categorías moderno y tradicional con conceptos históricos, sino que ambos son metahistóricos. Hacer lo contrario, tal como hace cierto “tradicionalismo”, es sucumbir a una sugestión de la modernidad. El hombre moderno no es propiamente ni se agota en lo que hoy se conoce como la Edad Moderna, y a su vez, el hombre tradicional no es tampoco en manera necesaria el perteneciente a sociedades de un remoto pasado. Se trata más bien de dos modalidades existenciales hallables siempre y en todo momento de la historia, con la peculiaridad de que es cierto sí que cuanto más retrocedamos en el pasado más nos aproximamos a paradigmas de sociedades en las cuales rigieron principios tradicionales y es tan sólo por ello, y no por pertenecer a un tiempo que ya fue, que reciben tal nombre y a su vez, del mismo modo, cuanto más nos adentramos en los tiempos actuales, son también mayores los caracteres modernos que las identifican, aunque, nuevamente lo decimos, ello no es porque sean actuales, sino porque han sido el producto de un desvío. Moderno significa aquella modalidad existencial en la cual el modo, lo accidental y consecuentemente lo que es superficial es aquello que prima; por tal razón tiene que ver propiamente con la moda y con todo aquello que siempre es mutable. En cambio el hombre de la tradición (que viene de tradere, y que es lo que por su sustancialidad posee el privilegio y deber de ser transmitido) es aquel que se encuentra afincado en valores que no cambian, es el que adhiere a realidades sustanciales y perennes por contraposición a las accidentales y modales, por lo tanto es aquel que se encuentra más lejos que cualquiera de agotarse en una realidad histórica determinada.

 

El otro principio que caracteriza al evolianismo y que emana del primero se vincula a su carácter decididamente contrario a las actitudes historicistas y por lo tanto modernas, que consideran a la Historia como una especie de deidad que determina el accionar del ser humano. Él no cree en los cursos fatales de la historia, que no son otra cosa que una extrapolación ilícita hacia un plano espiritual y libre de los cursos fatales que acontecen en cambio en el mundo de la naturaleza física. Por lo tanto lejos se encuentra tanto de la actitud de quien se mantiene a la espera de que los ciclos irreversibles se cumplan, como de aquellos que consideran anacrónica y “ahistórica” una conducta meramente porque no es la que corresponde a las modas vigentes. No hay nada más contrario al evolianismo que el pragmatismo y lo que hoy se conoce como “la muerte de las ideologías”, es decir, la actitud de rendirse ante los hechos y el curso “irreversible” de los acontecimientos en aras de no fracasar. Por lo tanto en la medida que no acepta ningún tipo de fatalismo ni en la evolución ni en la involución del proceso histórico, en él más que en cualquier otro se encuentra una postura activa y de compromiso incesante frente a las circunstancias del tiempo presente. Él cree en manera decidida que es el hombre el sujeto de la historia y rechaza la idea de que ésta sea una realidad extrínseca que se le sobreponga y lo determine de manera irreversible a ser de una cierta manera. El hecho de que el hombre de la Tradición repudie los valores mutables no significa en manera alguna que se escape del mundo del devenir o que niegue idealmente su existencia. Y ello no es algo irrelevante puesto que, ante la negación de los valores representados por la modernidad, significa una indubitable tentación la de alejarse de la realidad mundana, vivir apartado para los que puedan hacerlo e ignorar lo que sucede como encerrado en una campana de cristal. La actitud evoliana se caracteriza en cambio por ser la de aquel que, a pesar de sostener principios anacrónicos y diametralmente opuestos a los de la inmensa mayoría de sus contemporáneos, sin embargo no se escapa ni se aísla, no huye de una responsabilidad existencial, no se llama a un silencio que muchas veces puede terminar siendo involuntariamente cómplice de la situación, como formando parte él también de una misma avalancha. Él considera que lo absoluto sólo lo es en un acto de doblegamiento de lo mutable y relativo y que tal acción debe ser a su vez también absoluta. De tal modo, la lucha que desarrolla en contra de lo impuro que habita en su seno, en tanto expresión del elemento titánico antes mentado, debe exteriorizarse también hacia afuera en un combate irreversible en contra del mundo moderno en tanto expresión histórica de tal dimensión, convirtiéndose así en un enemigo irreconciliable del mismo, pues para él lo exterior representa una extensión de esa lucha incesante y aun una manera de mantenerla actualizada y viva en sí mismo. Al enemigo hay que derrotarlo en todos los planos, en el interno así como en lo externo. Dejarlo vivo en alguno de ellos es un riesgo notorio pues puede revitalizar al que hemos abatido en alguno de los dos lados. Ambas realidades, la interna y la externa, se retroalimentan. Tal principio se hace claro en la tradición que el Islam supiera explicar lúcidamente en su descripción de las dos guerras santas que debe llevar a cabo el sujeto durante toda su existencia. La gran guerra es la que se despliega en lo interior en manera permanente para abatir al enemigo que tenemos adentro y la pequeña es la proyección de esa misma lucha en contra de lo que podría comprenderse como la propia sombra, pues si hubiese algo que escapase de tal guerra, la misma no sería absoluta y entraría en negación consigo misma. Tal imagen es también formulada por Platón en la alegoría de la caverna cuando el prisionero, tras ser liberado de su oscura prisión y haber podido contemplar la luz de frente, siente una necesidad insoslayable de volver hacia sus antiguos compañeros para comunicar su novedad y mensaje y así redimirlos del error. Y ello lo hace aun corriendo el riesgo de ser repudiado y ridiculizado por todos, cuando lo más fácil hubiera sido vivir tranquilo y satisfecho con la verdad descubierta, pero con esta conducta traicionaría la razón principal por la cual se existe, la de combatir siempre e incesantemente, y por lo tanto aun así admite mezclarse con quienes no aceptan en ninguna manera que pueda existir una realidad diferente de la de las sombras.

 

Por lo dicho, en tanto se considera como necesaria una lucha tradicional en contra del mundo moderno, es que resulta indispensable formular los principios que son propios de una política evoliana distinguiéndola claramente de todas las demás vertientes y en especial de aquellas que, si bien dicen contraponerse al actual sistema vigente, en los hechos no hacen sino consolidarlo. Y al respecto digamos primeramente, para evitar cualquier equívoco, que lo que la caracteriza es que en ella las posturas a asumir frente al mundo moderno son de una radicalidad absoluta, no admitiendo frente al mismo ningún tipo de concesión. Su apotegma principal no es el actualmente aceptado por el que se afirma que “la política es el arte de lo posible”, sino que a la inversa para el mismo en cambio ella representa el arte de saber mantenerse siempre en los principios a pesar y más allá de las modas vigentes. Por ello, si para el moderno lo principal en la política se encuentra representado por la manera como logramos adaptarnos a las circunstancias para tener éxito en nuestra acción, para el evoliano en cambio el esfuerzo principal está centrado en ser capaces de asumir siempre y en todo momento actitudes de intransigencia que lo diferencien de esas mismas circunstancias. ¿Cómo logro mantenerme fiel a los principios y no cómo soy capaz de triunfar? tal es la pregunta principal que se formula, y, como secuela de la misma, sobreviene esta otra: ¿cómo logro que aquello ante lo cual nada puedo en tanto no quiero en manera alguna adaptarme a la “realidad” o a los “procesos históricos”, no pueda nada en mi contra?

 

Dentro de este contexto el primer problema a resolver es el relativo a la denominación a utilizar por parte de un movimiento verdaderamente alternativo que quiera ser acorde a los valores de la Tradición. Nosotros resaltamos hoy más que nunca que su nombre debe ser a secas evoliano, pues es el único que no puede llamar a engaño ni confusión. En la actualidad, en tanto nos hallamos en un universo de caos y subversión, podemos notar en cuál manera las principales palabras que pueden ser asumidas como un modo de diferenciarse del mundo moderno se encuentran teñidas de un sesgo ambiguo y confuso que termina favoreciendo al mismo sistema que se quiere combatir. Empezando por el término “tradicional” el cual es fuente de una serie incalculable de equívocos, por lo que muchas veces decirse “hombre de la Tradición” puede incluso llegar a significar muy poco o nada, ya que son muchos los que la asumen de manera por lo demás imprecisa y contraria a lo que debe entenderse como un verdadero tradicionalismo. Más aun, podemos decir que no existe nada más antitradicional que muchos de los que se autotitulan como tradicionalistas. Tal es el caso patético del autodenominado “tradicionalismo católico” el cual, además de confundir a la tradición con una expresión histórica en particular, siendo ya tan sólo en ello lo contrario del tradicionalismo, ni siquiera es fiel a la tradición más raigal de su propia religión, convirtiéndose de este modo en una variante más de una iglesia que ha traicionado sus orígenes al combatir a cualquier forma de esoterismo. Y si descendemos a otros léxicos propios de un ideal de tal tipo en su pureza más plena, digamos que tampoco decirse de derecha, tal como correspondería a un hombre de la tradición que desciende a la arena política, representa algo claramente discriminatorio e indicativo en los tiempos actuales. Ello a pesar de tratarse de un término correcto pues en su significado originario, es decir, el que es verdadero más allá de todas las distorsiones, ser de derecha tiene que ver con lo que es recto, con lo que se encuentra alejado de desvíos y ambigüedades, con lo que sigue siempre el camino derecho, más adecuado y acorde, a pesar de todas las dificultades que puedan presentarse. Hoy en día en cambio dicha palabra, de su significado absoluto originario, ha sido degradada a una forma relativa e intercambiable. Se la ha asimilado a una conducta de estricta ortodoxia sin importar la doctrina de la que se trate. De este modo se ha llegado hasta el absurdo de calificar como de derecha desde un liberal hasta un marxista, en tanto tal término se ha reducido meramente a la calificación de quienes se mantengan en una línea de principio en relación a su doctrina originaria, olvidando que el trasfondo de estas últimas, el liberalismo y el marxismo, en tanto negadoras de cualquier valor absoluto, que es en cambio lo propio de la derecha, no significan otra cosa que distintas variantes de la izquierda. Obviamente allí donde se niega el orden natural todo se relativiza, todo se caotiza, hasta el mismo lenguaje. Y más aun, tal término que, como dijéramos, es signo de valor, hoy en día, en épocas subversivas, ha diametralmente invertido su significado, en modo tal que, cuando se quiere descalificar a alguien, se lo acusa despectivamente como “de derecha” y a su vez dentro de tal juego dialéctico impuesto por la modernidad, los que reciben tal terrible calificación, lejos de asumirla, protestan por ello y cuanto más se proclaman como de centro, es decir nada, lo que es lo mismo que decir “ni de izquierda ni de derecha”, todo lo cual en el mejor de los casos no es sino un signo de timidez. La realidad es que solamente puede haber dos posibilidades en materia política, o ser de izquierda, moderno, es decir desviado del sentido recto y absoluto, o de derecha, que es lo contrario. Además hoy en día, puesto que nos encontramos en la etapa más aguda de relativismo y pragmatismo, ser ortodoxo, es decir mantenerse apegado a principios es decir ser coherente con los propios principios, es calificado como algo negativo, por lo que lo bueno en cambio sería ser oportunista. Esta subversión en el lenguaje, que es también parte del conjunto de subversiones a las que la modernidad ha sometido a nuestra especie, se vincula con la otra por la cual un conjunto de términos, usualmente utilizados para calificar valores, tales como los aludidos ortodoxia, derecha, así como también represión, autoridad, etc., hoy en cambio, por hallarnos en los tiempos últimos de total descomposición semántica, son calificados en cambio como disvalores.

 

Por último, siempre dentro del contexto de la especificación del lenguaje, vale la pena dedicarle dos palabras al termino nacionalismo, en una época utilizado por nosotros como un elemento de distinción respecto de la modernidad. En efecto, desde un punto de vista tradicional y evoliano, ser nacionalista puede ser calificado como positivo tan sólo en un sentido, en tanto signifique rescatar un ideal universal por encima de los intereses singulares y clasistas de las partes que componen la sociedad, por lo que su significado más hondo es el de priorizar valores espirituales por sobre los materiales y económicos, sustentados por los grupos en manera egoísta, expresando en esto una postura tradicional. Pero deja de serlo en tanto se reduzca a un mero factor reivindicativo de los “intereses” de una determinada nación en relación a las restantes, subordinando a ello cualquier otro valor superior, reputándose sin más como una cosa sagrada la defensa de un “sano egoísmo nacional”, que en el fondo no termina siendo otra cosa que una forma más de economicismo. Tal nacionalismo es por lo tanto de carácter burgués y se encuentra expresado con gran precisión por aquel ministro británico que dijera que, en relación a las demás naciones, Inglaterra no tenía principios, sino meramente intereses. El mismo no hace así sino reflejar el pragmatismo de las clases económicas para las cuales el éxito en la vida material lo es todo. En tal caso la nación no se diferenciaría mayormente de la clase o del mero individuo que lucha por hacer valer sus intereses por encima de los restantes, siendo cuanto más una individualidad superior y de mayor alcance. Y de esta manera el nacionalismo, que puede haber tenido un significado positivo, en virtud del virus moderno, pasa a convertirse en una de sus tantas manifestaciones deletéreas. No por nada la Revolución Francesa reivindicó el nacionalismo y tanto nuestros liberales como nuestros marxistas se proclamaron alternativamente nacionalistas. Por lo cual consideramos que, lo mismo que los términos “tradicionalismo” o “derecha”, no debe ser una palabra a adoptar en forma aislada por parte de un movimiento alternativo, si previamente no se los especifica con otro que no dé lugar a confusión alguna. Por ello es que sostenemos una vez más que, puesto que el término evoliano es el único que es ajeno a cualquier ambigüedad, es a partir del mismo únicamente que podemos asumir las palabras antes aludidas en su significado positivo. Es decir, que somos nacionalistas, de derecha y tradicionalistas solamente en tanto somos evolianos y no a la inversa.

 

Por lo dicho, en tanto evoliano significa tradicional en sentido estricto y absoluto, sin concesiones respecto del mundo moderno y en tanto su significado último se comprende en un combate en contra del mismo (Rebelión contra el mundo moderno no es casualmente el título de su obra principal de la cual se cumplen 10 años de su edición en castellano) formulemos en este momento cuáles son las posturas que debe adoptar dicho movimiento.

 

La primera y principal consiste en sostener que: No podrá haber nunca un cambio verdadero en una nación si no se logra simultánemente una modificación en la estructura psíquica y espiritual del hombre desintoxicándolo de siglos enteros de contaminación moderna en todos los planos. Todo movimiento evoliano debe arrancar de esta premisa principal y a partir de la misma juzgar a todas las posturas que se asuman en el ámbito político.

 

Hoy en día, al contemplar la realidad cotidiana, notamos como se parte del equívoco de juzgar como moderno (aunque habitualmente ni siquiera se utilice ese nombre) únicamente a aquello que se califica como inherente a un poder mundial centralizado y uniforme, al denominado “pensamiento único” representado principalmente por los Estados Unidos, frente al cual se propone como alternativa la de constituir un mundo plural compuesto por “grandes espacios”, tales como la Comunidad Europea, la Asiática, el MERCOSUR, etc. Pero en realidad digamos que estos últimos sectores en el fondo no se oponen a la modernidad, sino tan sólo al hecho de que la propia nación o aun ellos mismos no sean quienes ejerzan el liderazgo en el mundo. En el fondo ellos rechazan a los Estados Unidos tan sólo porque no ocupan su lugar. Y es dentro de esta misma tónica que puede encuadrase lo dicho por un pensador nacionalista en el sentido criticado quien, al recordar la frase antes aludida del político británico que formulaba la necesidad de hacer primar los intereses sobre los principios, se lamentaba no por el carácter deletéreo de esa postura filosófica moderna, sino porque no hubiésemos sido nosotros en haberlo hecho. Hoy la gran mayoría de los que dicen oponerse al mundialismo en realidad no se oponen a la modernidad, sino tan sólo a una manera como ésta se manifiesta. Es cierto que repudian el dominio de los Estados Unidos o del “poder financiero internacional”, pero lo hacen en el fondo tan sólo porque ellos no son el sujeto que ejerce tal hegemonía. Y hasta nos quedaría la duda respecto de qué pasaría si ellos viviesen o fuesen ciudadanos norteamericanos. Con mucha seguridad tales personas en razón del nacionalismo relativista que sustentan, serían fervientes patriotas de tal país tal como dicen serlo en la actualidad del propio.

 

Lo esencial a sostener es que la modernidad, en la que pueden incluirse las dos variantes antes mentadas, la globalizadora y la pluralista como falsa disyuntiva, ha erigido un sistema de vida que ha hecho de la economía y la finanza el destino de las personas y ha convertido a la posesión de objetos tecnológicos, al consumo desaforado y patológico, en los medios principales para alcanzar la felicidad del hombre. De allí que haya sido que en función de ello que en los últimos años los consumos de la humanidad hayan aumentado en ritmo vertiginoso, trayendo como secuela la cada vez mayor desproporción de riquezas entre las naciones y en el seno de las mismas sociedades. Y esto ha sido hecho vulnerando los principios más elementales de cualquier orden cósmico normal y del mismo sentido común. Alguien ha dicho con razón que si todos los pueblos tuviesen un nivel de vida semejante al de los denominados países del Primer Mundo, se necesitaría un espacio equivalente a por lo menos siete veces el planeta Tierra, sin tener en cuenta los desórdenes ecológicos que ya ahora, en donde apenas un 10 por ciento de la población mundial disfruta de un nivel de vida privilegiado, produce este avance desaforado de la tecnología en el mundo.

 

Nosotros sostenemos inversamente frente al desorden moderno como premisa principal que es indispensable invertir el esquema hasta ahora propuesto en donde la economía gobierna a la política, el interés al principio, la materia al espíritu, sosteniendo exactamente lo contrario. Esto lleva a la siguiente conclusión: que los argentinos si queremos salir de una vez por todas de la crisis absurda que estamos viviendo desde hace décadas debemos primeramente 1) centrarnos en nosotros mismos y consecuentemente vivir con nuestros propios recursos, prescindiendo de toda aquella tecnología que resulte superflua y puramente dadora de lujos. Por lo tanto como medida concurrente debemos sostener que nunca la economía de nuestra nación debe estar basada en el mercado externo, en el aumento de las exportaciones, sino en el interno, en la satisfacción de las necesidades elementales de nuestro pueblo. Surge pues como consecuencia de ello que debemos 2) desintoxicar al hombre del consumismo, generando un espíritu de frugalidad en donde lo tecnológico, hoy fuente de consumos incesantes, sea reducido a su mínima expresión y sosteniendo abiertamente 3) un retorno a la naturaleza con una aparejada descongestión de las grandes ciudades.

 

Es dentro de este contexto que debemos formularnos nuestra separación respecto de todos los organismos multinacionales que nos tienen atrapados en razón de ser la pretendida llave de entrada para disfrutar de los quiméricos progresos y de sus chiches liberadores por los cuales estamos condenados a disfrutar también de su sistema monetario, de sus créditos y consecuentes endeudamientos. Es de notar al respecto que mantenernos dentro del espíritu moderno y no cobrar sus acreencias es justamente la meta principal de tales organismos. No por casualidad el presidente Bush, cuando se reunió con su colega argentino para discutir sobre la deuda externa, no le dijo “pague”, sino “negocie”, es decir, mantenga el país apegado a tales organismos “benefactores”, encargados de ejercer un control cada vez más incesante y cotidiano de nuestra economía asegurándose así de que no pateemos el tablero y salgamos del sistema. Y hoy mismo curiosamente cuando se habla de una quita sustancial de la deuda, Wall Street acaba de alabar al gobierno argentino. Ello es porque a pesar de todos los desvalijamientos padecidos, lo esencial no se toca.

 

Por ello nada más lejos de nosotros se encuentran quienes hoy en función de hacer primar “intereses nacionales”, siempre imitándolo a aquel ministro inglés, sostienen la necesidad de agruparnos en forma protectora alrededor de otros grandes organismos como el MERCOSUR, que no es sino una burda imitación del Mercado Común Europeo. De ninguna manera, nuestro destino debe ser por el contrario nuestro aislamiento como nación pues sólo en nuestra interioridad hallaremos las energías necesarias para realmente ser. Tales personas caen en un doble error, el primero ignorar que el capitalismo para poder subsistir ha incrementado hasta límites patológicos el consumo de los seres humanos y lo que es peor lo ha hecho también con las necesidades de consumo de las personas, sin importar si las mismas puedan o no ser satisfechas. Pero digamos además que el avance tecnológico que ha marchado acompañado de una multiplicación ilimitada de riquezas en unas pocas personas, no ha mejorado mayormente la situación de aquellos que viven en tales países altamente desarrollados, los cuales, tal como dijéramos, han hallado en todas las chucherías tecnológicas cada vez más abundantes verdaderas fuentes de alienación y vaciamiento espiritual. Por lo tanto querer competir con tales países a nivel de mercados es el peor de todos los errores que cometería un movimiento que pretendiera ser antiglobalizador en serio, pues no sería otra cosa que participar de su mismo espíritu. Se debe ser principalmente antimoderno, es decir, formular abiertamente el renunciamiento a muchas de la tecnologías hoy existentes, distinguiendo aquella que es necesaria de la mayoría que en cambio es superflua, dando prioridad en vez a un mayor contacto del hombre con la naturaleza y con la propia familia y que la economía en vez de estar volcada hacia el lujo y el consumismo, lo esté hacia la satisfacción de las necesidades elementales de las personas.

 

Por lo dicho hasta aquí sostenemos como indispensable para un movimiento alternativo contraponerse decididamente a la ola feminista hoy vigente por la cual la mujer va ocupando cada vez más funciones que le corresponden naturalmente al hombre. Resulta curioso constatar cómo por un lado hoy en día, en razón del proceso de incesante mecanización del trabajo, cada vez existen menos empleos. Y ello es un fenómeno corroborable a simple vista. Con las computadoras por ejemplo si en un banco antes había 100 empleados hoy esa misma tarea la pueden realizar 10. Pero por el otro, en forma por demás paradojal, constatamos cómo simultáneamente a tal proceso de disminución de las fuentes laborales existentes, las mujeres, que ocupan más de la mitad de la población mundial, van entrando cada vez más en el mundo del trabajo ocupando lugares que antes eran exclusivos de los hombres, colaborando así de tal modo con el desorden existente aumentando el fenómeno galopante de la desocupación. Una sociedad rectificada debería hacer volver prioritariamente a la mujer hacia el hogar para ocuparse de la crianza de los hijos, elevando en función de ello los salarios, teniendo que ser suficiente el del hombre para mantener a toda su familia. El trabajo en la mujer debería ser admitido solamente como una vía de excepción, en especial cuando se tratase de un talento, pero no a la inversa como ahora que en distintas tareas, como un signo de “antidiscriminación”, se exige un cupo femenino, convirtiéndose así el trabajo de la mujer en una regla. Y ello ha acontecido no porque se haya querido beneficiar a la mujer sino en tanto es la consecuencia de una filosofía que ha hecho del trabajo la mayor fuente de alineación junto con el consumismo desaforado. Ya no se trabaja en función de la satisfacción de necesidades materiales, que no son sino un complemento secundario de lo que en el hombre es lo esencial: disfrutar del ocio, sino que la totalidad de la vida misma es comprendida como trabajo, pues de esa manera con su saturación el hombre ocupa su tiempo restándolo de funciones espirituales de carácter superior.

 

No hay duda alguna de que, al no aceptar soluciones intermedias, el nuestro es un movimiento revolucionario en el sentido más estricto. Luchamos por la destrucción del mundo moderno y por la instauración de un mundo tradicional y no aceptamos ni aceptaremos ningún tipo de compromiso con el sistema al cual cabe combatirlo no sólo en la Argentina, sino en el mundo entero. El espíritu de Malvinas y no la negociación de nuestra partidocracia es pues la modalidad que sustentamos. Todos aquellos que estén comprometidos activamente en tal lucha son nuestros aliados, estando más cerca de ellos, a pesar de sus diferencias de religión, raza y nacionalidad que de muchos de los que hoy se dicen en nuestro país nacionalistas.

 

Pero volvamos al inicio de nuestra exposición. El tiempo que hemos hasta ahora utilizado en ella ha sido el mismo que el barón Julius Evola empleara para expirar, habiendo establecido así la última de las distancias que tuviera con los modernos que aun “vivían”. Pero sin embargo su historia personal no concluye en el momento de su muerte, luego de la misma se establecerá un nuevo combate en contra del mundo moderno, combate que hasta diríamos paradigmático y simbólico que concentrará en pocas imágenes toda su existencia pasada. Recordemos que, de acuerdo a la tradición, siendo el hombre un compuesto de tres principios, alma, cuerpo y espíritu, con la muerte física sobreviene tan sólo la del cuerpo. La segunda muerte que consiste en la disolución de los residuos psíquicos, es decir, lo que se conoce como la muerte del alma, es acelerada a través del rito de la incineración. Pero he aquí la última sorpresa. Ciertas extrañas circunstancias tecnológicas impiden que su cuerpo pueda ingresar al horno crematorio del cementerio de Roma, misteriosamente inutilizado justo en esa época. Luego de una serie increíble de gestiones burocráticas y dilatorias, deberá esperarse hasta un mes más tarde para procederse a la ceremonia final. Y no será en Roma, la ciudad eterna que lo viera nacer y en la que viviera durante toda su existencia, en donde se efectuará su cremación por las circunstancias antes aludidas, sino en la localidad de Spoleto, en Umbria cerca de Perugia, y no con un moderno horno eléctrico como el que contara el cementerio romano, sino con uno vetusto a leña. Los aspectos sumamente sugestivos de tal ceremonia son puntualmente relatados por uno de sus más fieles seguidores, Renato del Ponte, quien la presenciara. Dejamos pues para finalizar esta conferencia que la esclarecedora pluma del discípulo nos relate lo sucedido.

 

“Cuando el féretro de Evola fue abierto luego de un mes de espera se constató que su cuerpo, no obstante el alto calor reinante (recordemos que en Europa el mes de julio es de pleno verano) estaba intacto, con un rostro de marfil que perfilaba una enigmática sonrisa....

 

Luego mientras esperábamos el comienzo de la ceremonia... he aquí aparecer improvisamente a un enano deforme: habrá tenido unos cincuenta años y era manco de un brazo y además ciego a la luz del día, por el hecho de que nos expresara que él vive únicamente de noche ya que se dedica a este oficio desde que tiene quince años... La realidad nos proporciona un horror que no puede ser imitado por la imaginación.

 

Nuestro pequeño guía nos acompaña hasta un rincón del cementerio rodeado por un bajo muro pero defendido por una robusta verja: es la sala de cremación fundada –de acuerdo a una inscripción– en 1870. En el salón se encuentra un horno que la ocupa totalmente, con la forma de un inmenso carro metálico, provisto de ruedas. Nos recuerda las grandes cocinas de campo de los ejércitos de otras épocas o bien el toro de bronce con el cual el tirano de Siracusa se deleitaba asando a sus enemigos.

 

El cuerpo de Evola, sin ropa e intacto, ya ha sido llevado en lo interior de la extraña máquina y ya el fuego está a punto de ser encendido, alimentado con ramas de encina por el minúsculo funebrero. Paulatinamente el salón comienza a recalentarse y bocanadas de humo salen de sus chimeneas exteriores. Si no me equivoco yo fui el único que tuvo el coraje de observar por una rendija cómo el cuerpo de Evola era envuelto y devorado por las llamas, y cómo sus brazos y cabeza, improvisamente elevados en lo alto, se fueron derritiendo por la intensidad del calor. Fue un espectáculo impresionante. Luego de la última carrada de leña el enano nos invita a ir a dormirnos y a volver al día siguiente hacia las nueve de la mañana. ¿Pero quién podrá dormir aquella noche?

 

La pira durará hasta más allá de la medianoche. Noche de aquelarre pasada solitario con nuestros pensamientos en un hotel cercano.

 

A la mañana siguiente el horno está caliente todavía y el horrible gnomo se encuentra trabajando alrededor de las tibias cenizas. Al parecer algunos fragmentos óseos y una parte del cráneo han resistido a las llamas. Sin perder tiempo él los tritura con una rudimentaria piedra (la maza, nos explica, le fue robada algunos años antes). El triste trabajo ha concluido. Con una pequeña escoba y una pala recoge todas las cenizas, grises, negras y blancas; luego las coloca en dos urnas de barro de antiguo formato, perfectamente iguales, que son después selladas.

 

Una de éstas, casi vacía, será destinada al cementerio de Verano, en Roma; la otra llena hasta el borde será destinada al glacial de Lys en el Monte Rosa... La recibirá hacia fines de agosto el antiguo compañero de alpinismo de Evola y con éste escalador de la pared Norte del Lyskamm Oriental, el 29 de agosto de 1930, el emérito guía Eugenio David, gracias al cual, 44 años más tarde, un 29 de agosto de 1974 a las 19,15 horas, los restos mortales de Julius Evola retornan al mismo sitio, a 4.200 metros de altura.”

 

Nos especifica Del Ponte que tal acto fue ilegal pues la ley italiana sólo consiente la conservación de las cenizas del difunto en los cementerios, pero como a los 10 años tal delito prescribe, no tiene inconveniente alguno en divulgarlo.