ARGENTINA:

LA MUERTE DEL CAPITÁN LANGSDORFF

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Capitán Hans Langsdorff

 

En estos días, un 19 de diciembre, se cumplen los 72 años de un hecho de significativa importancia en la historia de nuestro país y que por supuesto, debido a los tiempos oscuros en los cuales estamos viviendo desde hace décadas en un ritmo cada vez más acelerado y descendente, el mismo pasará nuevamente desapercibido, cuando no incluso denigrado, tal como relataremos oportunamente.,
Hallándose en sus inicios la 2ª Gran Guerra, el acorazado Graf Spee, que había dado cuenta en el Océano Atlántico de varios barcos mercantes y de guerra británicos, debido a un desperfecto técnico, deberá recalar en el puerto de Montevideo para su eventual reparación al no poder haberlo hecho en el de Buenos Aires, cuyo gobierno era más amigo del alemán, en razón del gran calado que tenía el barco. Conminado por su par británico a fin de que no accediera a tal requerimiento, el gobierno uruguayo exigió su inmediata salida, cosa que le resultaba imposible de hacer adecuadamente al haberse dañado su timón. Fue entonces que el capitán del mismo, el aludido Langsdorff, ante la eventualidad de que su barco cayese en manos del enemigo, tomó la dolorosa decisión de hundirlo en el Río de la Plata a pocos kilómetros del puerto en el que se había hospedado habiendo previamente hecho descender a la totalidad de su tripulación. Más tarde, a las pocas horas del hecho, tomó la drástica determinación de quitarse la vida en el Hotel Naval de Buenos Aires envuelto en la bandera de guerra de su barco y luego de haber comprobado previamente que el mismo se había efectivamente hundido. Sus restos hoy reposan enterrados en el Cementerio Alemán de esta ciudad.
Mucho se ha escrito sobre el pretendido ‘suicidio’ del capitán Langsdorff y de que su decisión habría obedecido al temor de no haber querido enfrentar a un tribunal que lo juzgara por una pretendida impericia en el manejo de la situación que habría llevado a la pérdida de una de las joyas más preciadas de la marina germánica apenas en los comienzos de la guerra. Sin embargo, más allá de que si ése hubiese sido el problema bien le hubiera podido caber la posibilidad del exilio, tal como hicieron varios marinos de su barco que se radicaron en la Argentina sin inconveniente alguno, nos queda la irrefutable carta que, poco antes de tomar su decisión, le escribiera al embajador alemán. De la misma extractamos el siguiente párrafo:
Desde un principio he aceptado sufrir las consecuencias que implicaba mi resolución. Para un comandante que tiene sentido del honor, se sobreentiende que su suerte personal no puede separarse de la de su navío…
La carta es al respecto contundente y no admite duda alguna. Lejos de indicar algún argumento burgués relativo a la conveniencia o no de la acción emprendida desde el punto de vista del prestigio personal, aquí lo que rige es otro tipo de ética muy diferente de la que nos informa en nuestros tiempos de superficialidad en donde se es consecuentemente incapaz de distinguir un acto de martirio de un mero suicidio por razones de oportunidad, tal como se le querría achacar a nuestro héroe. De acuerdo a la óptica burguesa que hoy nos rige el fin de la guerra no es muy diferente de el de los restantes fenómenos vitales consistiendo así en la conquista e incremento de determinados bienes, habitualmente de carácter económico; de allí que, cuando se refiera a la misma, se hable de guerra del petróleo, del agua o por distintos recursos naturales y, en tanto se ha convertido a esto último en un absoluto, se considera que todo otro fin distinto, entre ellos el honor y la dignidad, -y al respecto se acude habitualmente al auxilio de ciencias inferiores como la actual psicología- no representa otra cosa que un camuflaje para ocultar lo principal. Bien sabemos que la burguesía cuando se encuentra en estado de rebelión se convierte en una casta totalitaria que no puede concebir otros valores que los propios y que considera además que todo lo que es distinto es tan sólo un remanente traumático o una preparación, cuando no una especie de infancia, para arribar a la gran madurez representada por los principios que ella manifiesta. En tal caso, como de lo que se trata es de la vida, lo que interesa principalmente es incrementarla y conservarla, pero no superarla.
Totalmente distinta es la guerra desde una perspectiva tradicional como la expresada por el capitán Langsdorff. Acá no es la vida el valor supremo, sino lo que es más que ésta representando así la guerra el camino para alcanzarlo, siendo ello independiente de la resolución o desenlace que se obtuviera.  En la consigna de vencer o morir está presente tal significado superior. En tanto que la victoria es puesta en un mismo plano que el de la muerte heroica, la misma por lo tanto resulta ajena en última instancia al botín o bien que se obtenga en el combate. En tal aspecto desde un punto de vista tradicional rendirse representaba una palabra desconocida y totalmente disociada del honor militar en la medida que, insistimos una vez más, lo que se buscaba en el combate era lo que es más que la simple la vida. El que se rinde en cambio lo hace en función de conservarla en tanto que la ha concebido como el valor supremo y burgués. Desde tal óptica el destino de un capitán de barco de guerra estaba asociado tan estrechamente con el mismo que era imposible concebirle a éste otro posterior a su destrucción. Normalmente un capitán se hundía con su navío tras haber previamente hecho descender a todos sus tripulantes. En este caso Langsdorff quiso antes de tomar su decisión estar seguro además de que el mismo se había destruido totalmente.
Nosotros hemos mencionado en otra oportunidad este hecho significativo para ponerlo en contraste con otro similar acontecido aquí 43 años más tarde con el hundimiento del Crucero General Belgrano en los mares del sur nuevamente por parte de un submarino británico. Esta vez, a diferencia de la anécdota relatada, el capitán del mismo, de nombre Bonzo, no haciendo honor a su nombre ni a su rango, abandonó el barco junto a los tripulantes, para dedicarse años más tarde a dar conferencias explicativas de cómo el mismo fue hundido ilegalmente fuera de la zona de exclusión, cosa que obviamente hubiera podido hacer, incluso mejor que él, cualquier otro publicista. Murió años después en su cama, pero de muerte natural. Su gesto fue coherente con otras actitudes similares, como la del capitán Astiz, hoy preso pero no por tal causa, quien se rindiera en las islas Georgias a los ingleses sin combatir, o a los cerca de 300 oficiales que también lo hicieran luego de la declaración del mando militar de Malvinas indicando que se toparon con armas novedosas que tenía el enemigo, las que de haberse conocido antes los habría inducido a no hacer guerra alguna. Esto sea dicho sin desconocer la realidad de que hubo héroes en tal guerra que entregaron su vida sin haber obedecido a tales especulaciones burguesas y teniendo en cuenta además la gran carga emocional representada por la acción deletérea del papa Wojtila que, haciendo valer su gran prestigio, vino en esa época a la Argentina a reclamar la paz a cualquier precio, es decir la rendición y la primacía de la ‘vida’.
De acuerdo al dicho de que el pez se pudre por la cabeza, podemos decir que esta suma de actitudes es lo que explica lo que posteriormente ha pasado en el país. La ética burguesa de la conveniencia y del interés como sustituto del heroísmo y de la guerra fue luego la moneda común y corriente de la clase depredadora que se hizo cargo del poder tras el fracaso militar, la que esta vez no tuvo que acudir a sofisma ni tapujo alguno para sustentarla incluso con desfachatez. A la primera renuncia territorial frente al vecino respecto de unas islas ‘que no tenían valor económico alguno’ tuvo que sucederle el pragmatismo del cual el movimiento mayoritario, ya en la misma figura de su fundador, ha sido el maestro supremo *. En sus diferentes manifestaciones, a través de los gobernantes paradigmáticos que hemos tenido, pudimos ver cómo el interés ha primado siempre sobre los principios, en tanto que ‘la realidad es la única verdad’. Desde aquel presidente que, tras haber manifestado su intención de recuperar las Malvinas con sangre, terminó predicando relaciones carnales con los usurpadores, hasta el momento actual en donde se ha llegado hasta el extremo de efectuar un juramento por la figura de quien, en una muestra del más absoluto oportunismo, tras haber colaborado con los militares del anterior gobierno, los ha luego sometido a una persecución judicial que no conoce antecedentes y que solamente puede comprenderse a través de la ruindad expresada en aquel dicho de que del árbol caído todos hacen leña. Y podríamos extendernos en tantas muestras irrefutables de oportunismo que exceden con creces lo proyectado en esta nota.
Afortunadamente -y esto es lo que nos alienta en alguna esperanza de cambio- a pesar del largo tiempo transcurrido todavía hay personas que lo recuerdan al capitán Langsdorff y que esperan que en algún momento, en tanto nuestro suelo ha sido regado por su sangre, vuelva a brotar del mismo una estirpe de héroes. Todos los años un grupo de argentinos, cada vez más numeroso, se reúne silenciosamente en el Cementerio Alemán de Buenos Aires para efectuar el oportuno recordatorio y evocación. Pero era de esperar también que la clase depredadora no permaneciera mucho tiempo indiferente hacia algo que por su contraste extremo pone en peligro su misma existencia y banalidad. Dos jóvenes hoy han sido enjuiciados por tal asistencia inconveniente y ‘discriminatoria’, a pesar de que lo hicieran haciendo flamear una bandera argentina y no alemana de acuerdo a la nacionalidad del mártir. Es ello algo coherente y un buen signo de que un nuevo combate se avecina en medio del letargo.

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